Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 33 из 49

— Kris — murmuró ella— ¿qué nos pasa?

Suspiré a mi pesar; decididamente, nada era demasiado bueno desde la noche anterior.

— Todo marcha muy bien. ¿Por qué?

— Quisiera hablar contigo.

— Bueno, escucho.

— Así no.

—¿Cómo? Me duele la cabeza, tú lo sabes, tengo un montón de preocupaciones…

— Un poco de buena voluntad, Kris.

Me obligué a sonreír; fue sin duda una pobre sonrisa.

— Habla, querida mía, te lo ruego.

—¿Me dirás la verdad?

Fruncí las cejas; ese preámbulo no me gustaba.

—¿Por qué habría de mentirte?

— Tal vez tengas tus razones, razones graves. Pero si quieres que… Escucha, te diré algo, y tú me contestarás, pero no me mientas, ¿de acuerdo? Prométeme que me dirás la verdad, sin ningún subterfugio. — Yo evitaba mirarla. — Ya te lo he dicho: no sé cómo llegué aquí. Tú quizá lo sepas. ¡Espera! Acaso no lo sepas. Pero si lo sabes, y no puedes decírmelo ahora, ¿me lo dirás un día, más adelante? No me sentiré peor, y en todo caso me habrás dado una oportunidad.

Una sangre helada me corría por las venas; balbuceé:

—¿De que estás hablando, mi niñita?… ¿Qué oportunidad?

— Kris, quienquiera que yo sea, no soy sin duda una niña. Prometiste contestarme.

« ¡Quienquiera que yo sea! » Sentí un nudo en la garganta y miré a Harey sacudiendo estúpidamente la cabeza, como si me negase a seguir escuchando.

— No te pido explicaciones. Basta que me digas que no estás autorizado a hablar.

Repuse con voz ronca:

— No te oculto nada…

Ella se levantó.

— Muy bien.

Hubiera querido decirle algo. No podíamos dejarlo así. Pero yo no encontraba palabras.

Harey miraba ahora por la ventana, de espaldas a mí. El océano azul-negro se extendía bajo un cielo desnudo.

— Harey, si crees que… Harey, bien sabes que te quiero…

—¿A mí?

Me acerqué. Quise tomarla en mis brazos, pero ella me apartó.

— Eres demasiado bueno — dijo—. ¿Me quieres? ¡Preferiría que me pegaras!

—¡Harey, querida mía!

— No, no, no digas nada más.





Volvió a la mesa y recogió los platos. Yo contemplaba el océano. El sol declinaba; la sombra de la Estación se alargaba moviéndose con las olas. Harey dejó caer un plato; el agua corría en el fregadero. Un halo de oro opaco orlaba el firmamento rojizo. Yo trataba de pensar; no sabía qué hacer… De pronto se hizo el silencio. Harey estaba detrás de mí.

— No, no te des vuelta — dijo en voz baja—. Tú no eres culpable de nada, Kris. Lo sé. No te atormentes.

Tendí el brazo para alcanzarla. Ella huyó al fondo de la cocina y levantó una pila de platos.

— Lástima que sean irrompibles, de buena gana los rompería, los rompería todos.

Por un instante, pensé que iba de veras a dejar caer los platos, pero ella me miró y sonrió.

— No tengas miedo, no haré una escena.

Desperté en medio de la noche sintiéndome muy lúcido. Me senté en la cama. El cuarto estaba a oscuras; por la puerta entreabierta llegaba la débil claridad de la rotonda. De pronto oí un ruido agudo y siseante, acompañado por golpes pesados, amortiguados, como si un cuerpo macizo golpeara contra un muro. ¡Un meteoro había atravesado el casco de la Estación! No, no era un meteoro, ni una nave, pues se oía un estertor horrible, arrastrado…

Me sacudí. No era un cohete ni un meteoro. ¡Alguien agonizaba en el fondo del corredor!

Corrí hacia la luz: un rectángulo encendido, la puerta del pequeño taller. Me precipité en el interior.

Un vapor helado me envolvió la cara, mi aliento caía como nieve; unos copos blancos giraban sobre un cuerpo caído, envuelto en una bata; el cuerpo se movía débilmente y de pronto golpeaba el suelo. La nube de escarcha me impedía ver con claridad. Me abalancé sobre Harey, la alcé en brazos; la bata me quemaba la piel. Los estertores continuaban. Fui tam-baleándome por el corredor; ya no sentía frío. Sólo sentía el aliento de Harey en el cuello; quemaba como un fuego.

Deposité a Harey sobre la mesa de operaciones y abrí la bata. Tenía el rostro contorsionado por el dolor; una capa espesa y negra de sangre coagulada le cubría los labios; la lengua centelleaba, erizada de cristales de hielo.

Oxígeno líquido… Las garrafas Dewar apiladas en el taller contenían oxígeno líquido. Esquirlas de vidrio habían crujido bajo mis pasos, mientras llevaba a Harey. ¿Cuánto oxígeno había bebido? ¡Qué importaba! La tráquea, la garganta, los pulmones, todo estaba quemado; el oxígeno líquido roe las carnes más eficazmente que los ácidos fuertes. Harey respiraba cada vez con mayor dificultad, con un ruido seco de papel rasgado. Tenía los ojos cerrados. Agonizaba.

Examiné los grandes armarios, repletos de instrumentos y drogas. ¿Una traqueotomía? ¿Un entubado? ¡Ya no tenía pulmones! ¿Medicamentos? ¡Tantos medicamentos! Hileras de cajas de frascos de color se alineaban en los anaqueles. Harey gemía aún; un hilo de bruma le flotaba sobre los labios entreabiertos.

Los termóforos…

Empecé a buscarlos; luego cambié de idea. Corrí a otro armario, y vacié unas cajas de ampollas. Y ahora, una aguja hipodérmica: ¿dónde estaban las agujas? Encontré una al fin, había que esterilizarla. Luché en vano con la tapa del esterilizador; no alcanzaba a doblar los dedos, insensibles y entumecidos.

El estertor aumentó. Cuando llegué junto a Harey, ella había abierto los ojos.

Quise llamarla, pero yo había perdido la voz. Mi rostro ya no me pertenecía, los labios no me obedecían; llevaba una máscara de yeso.

Bajo la piel blanca, las costillas de Harey se movían trabajosamente; la nieve se había fundido, y los cabellos húmedos se le desparramaban por la cabecera. Y Harey estaba mirándome.

—¡Harey!

No pude decir otra cosa. Me quedé allí, tieso como un tronco; las manos colgando a los costados. Una sensación de quemadura me trepó por las piernas y me mordió los labios y los párpados.

Una gota de sangre se derritió y resbaló oblicuamente por la mejilla de Harey. La lengua le tembló y se retiró. Los estertores de agonía continuaban.

Le tomé la muñeca; no sentí el pulso. Apoyé la oreja sobre el pecho helado. Oí como el estruendo de una tempestad, y a lo lejos un galope, los latidos del corazón, tan acelerados que me era imposible contarlos. Me quedé así, inclinado, con los párpados bajos; algo me tocó la cabeza: los dedos de Harey entre mis cabellos. Me enderecé.

Un jadeo ronco.

—¡Kris!

Le tomé la mano; ella respondió con una presión que me lastimó los huesos. Torció luego la cara en una espantosa mueca de dolor y volvió a perder la conciencia. Puso los ojos en blanco; un gemido estridente le desgarró la garganta y el cuerpo se le estremeció en violentas convulsiones. Me era difícil sujetarla sobre la mesa; se me escapó y fue a chocar de cabeza contra el borde de una cubeta de porcelana. La levanté; traté de sujetarla, pero a cada instante un espasmo violento la libraba de mi abrazo. Yo sudaba a mares; me temblaban las piernas. Cuando las convulsiones se debilitaron, intenté acostarla. Ella adelantó el torso y aspiró. Súbitamente los ojos de Harey iluminaron ese horrible rostro ensangrentado.

— Kris… ¿desde cuándo… desde cuándo?

Harey se ahogaba; una espuma rosada le subió a los labios. Las convulsiones la sacudieron otra vez. Con las pocas fuerzas que me quedaban, le sostuve los hombros. Ella cayó de espaldas; le castañeteaban los dientes. Jadeaba.

— No, no, no — suspiraba precipitadamente, y yo creía que se acercaba el fin.

Pero las convulsiones recomenzaron, y tuve que inmovilizarla una vez más. De cuando en cuando boqueaba sin aire. De pronto los párpados se le cerraron a medias sobre los ojos ciegos, y el cuerpo se le endureció. Era de veras el fin. Ni siquiera intenté quitarle la espuma de los labios. Un campanilleo lejano me resonó en la cabeza. Yo esperaba el último suspiro de Harey, antes que las fuerzas me abandonaran por completo y yo me desplomara.