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El oxigeno líquido

No sé cuánto tiempo estuve acostado en la oscuridad, los ojos clavados en la esfera luminosa del reloj pulsera. Yo sentía una cierta sorpresa, pero también, y como impresión básica, una indiferencia profunda. El círculo de cifras fosforescentes y aun mi propia extrañeza no tenían ningún significado. Atribuí todo eso a la fatiga. Me volví de costado. La cama me pareció demasiado ancha. Contuve al aliento; ningún ruido turbaba el silencio del cuarto.

¿Harey? No la oía respirar. Extendí el brazo. Yo estaba solo.

Iba a llamar a Harvey, cuando oí unos pasos pesados que se acercaban. No me moví.

—¿Gibarían?

— Sí, soy yo. No enciendas la lámpara.

—¿No?

— No es necesario. Es mejor que nos quedemos a oscuras.

— Pero ¿estás muerto?

— No te preocupes. Reconociste mi voz ¿no es así?

— Sí. ¿Por qué te mataste?

— No podía hacer otra cosa. Tú llegaste cuatro días tarde. Si no tal vez no me habría matado. Pero no te atormentes. No lamento nada.

—¿Estás realmente aquí, no estoy durmiendo?

— Ah, crees que sueñas conmigo, como creías soñar a Harey.

—¿Dónde está ella?

—¿Cómo podría saberlo?

— Tengo la impresión de que lo sabes.

— Guárdate tus impresiones. Digamos que yo la reemplazo.

— Quisiera que ella estuviese aquí.

— Imposible.

—¿Por qué? Sabes bien que no eres tú realmente… sino mi…

— No. Soy el verdadero Gibarían, que ha renacido. Pero no perdamos el tiempo en charlas inútiles.

—¿Te irás de nuevo?

— Sí.

—¿Y entonces ella volverá?

—¿Te importa? ¿Qué es ella para ti?

— Me pertenece.

— Le tienes miedo.

— No.

— Te disgusta…

—¿Qué esperas de mí?

— Apiádate de ti mismo, tienes buenas razones, pero no de ella. Ella siempre tendrá veinte años. Tú lo sabes.

Me sentí tranquilo de pronto, en apariencia sin ningún motivo. Pensé que Gibarían se había acercado todavía más y que estaba ahora a los pies de la cama. La oscuridad era aún impenetrable.

—¿Qué quieres? — murmuré.

— Sartorius ha convencido a Snaut de que has estado engañándolo. Ahora son ellos quienes quieren engañarte. Ese pretendido emisor de rayos X es en realidad un desintegrador de campos magnéticos.

—¿Dónde está Harey?

—¿No me oyes? ¡He venido a prevenirte!

—¿Dónde está?

— No sé. Ten cuidado. Necesitarás un arma. No puedes confiar en nadie.

— Puedo confiar en Harey.

Una risa apagada.





— Claro, puedes confiar en ella hasta cierto punto. Y en última instancia, puedes seguir mi ejemplo.

— Tú no eres Gibarían.

—¿No? ¿Quién soy entonces? ¿Un sueño?

— No. Sólo una marioneta. Pero no lo sabes.

—¿Y tú cómo sabes quién eres?

Quise levantarme; no podía moverme. Gibarían continuaba hablando. Yo no entendía las palabras; sólo escuchaba el ronroneo de la voz. Traté de vencer esa inercia que me doblegaba el cuerpo. Una sacudida y… me desperté, respirando entrecortadamente, tendido de espaldas. Era de noche. Había soñado, había tenido una pesadilla. Y entonces oí una voz lejana, monótona: « …un dilema irresoluble. Nos perseguimos a nosotros mismos. Los políteros se comportan como amplificadores selectivos de nuestros propios pensamientos. Si tratamos de entender los motivos de estos fenómenos, caemos en seguida en el antropomorfismo. Donde no hay hombres, no hay motivos humanos. Si deseamos continuar investigando, hemos de destruir nuestros propios pensamientos. En cuanto a destruir las formas materializadas, sería como cometer un asesinato. »

Reconocí en seguida la voz de Gibarían. Extendí de nuevo el brazo; yo estaba solo aún. Me había vuelto a dormir, soñaba otra vez…

—¿Gibarían? — llamé.

La voz se interrumpió en mitad de una frase. Oí un débil jadeo, y una ráfaga de aire me tocó la cara.

— Bueno, Gibarían — bostecé—, parece que estuvieras persiguiéndome de un sueño a otro…

Oí un crujido muy cerca de mí; alcé la voz:

—¡Gibarían!

Los resortes de la cama chirriaron. Una voz me murmuró al oído:

— Kris… soy yo.

—¿Eres tú, Harey? ¿Y Gibarían?

— Kris… me dijiste que Gibarían había muerto.

— Puede vivir en un sueño — le dije, fatigado, aunque no estaba seguro de que hubiera sido un sueño—. Me habló, estaba aquí…

Rocé con los labios el brazo tibio de Harey y dejé caer la cabeza en el hueco de la almohada.

A la luz roja de la mañana, recordé otra vez. Yo había soñado que hablaba con Gibarían. Pero luego.. hubiese jurado que había oído la voz de él. No recordaba bien lo que había dicho. No había sido una conversación; parecía un discurso. ¿Un discurso?

Harey se estaba lavando. El agua corría a chorros en el cuarto de baño. Miré debajo de la cama, donde unos días antes yo había escondido el grabador. No estaba allí.

—¡Harey! — Harey se asomó, chorreando agua. — ¿No viste un grabador debajo de la cama, uno pequeño de bolsillo?

— Había muchas cosas debajo de la cama. Las puse todas allá arriba.

Me señaló un estante, al lado del botiquín, y desapareció en el cuarto de baño. Salté de la cama.

No encontré el grabador. Cuando Harey salió del baño, le dije que tratara de recordar.

Harey estaba sentada peinándose y no contestó. Solo entonces noté que estaba pálida y que me observaba con atención en el espejo. Insistí.

— Harey, falta el grabador.

—¿No tienes otra cosa que decirme?

— Lo siento. Sí, es estúpido hacer tanto alboroto por un grabador.

Sobre todo nada de discusiones, pensé.

Desayunamos. Harey no se comportaba como los demás días; pero yo no podía decir cuál era la diferencia. Miraba alrededor; a veces parecía abstraída, y no oía lo que yo estaba diciéndole. En una ocasión alzó la cabeza y vi que tenía los ojos húmedos.

—¿Qué te pasa, estás llorando?

— Oh, déjame tranquila — estalló Harey—. No son lágrimas de verdad.

Tal vez yo no hubiera debido contentarme con esta respuesta, pero a nada le temía tanto como a las « conversaciones sinceras ». Además otros problemas me preocupaban; había soñado que Snaut y Sartorius conspiraban contra mí, y aunque estaba seguro de que sólo había sido un sueño, me preguntaba si encontraría en la estación alguna arma defensiva. No llegué a imaginar, sin embargo, qué haría con esa arma, si la conseguía alguna vez. Le dije a Harey que iría a inspeccionar los almacenes. Ella me siguió silenciosa.

Revolví los cajones, busqué en las cápsulas y cuando llegué abajo no pude resistir la tentación de echar un vistazo en la cámara refrigeradora. No quise dejar entrar a Harey; entreabrí la puerta y miré dentro. La mortaja oscura cubría una forma alargada; desde la puerta no alcancé a ver si la mujer negra dormía aún junto al cadáver de Gibarían. Me pareció que ya no estaba allí.

Fui de depósito en depósito, y no encontré nada que me conviniese. Me sentía cada vez más deprimido. De pronto, noté que Harey no me acompañaba. En seguida reapareció; se había demorado en el pasillo. Le dolía tanto no verme, y sin embargo había intentado alejarse. Eso hubiera debido sorprenderme. En cambio me hice el ofendido —¿pero quién me había ofendido? — refunfuñando entre dientes.

Me dolía la cabeza, y vacié el botiquín; no había ni siquiera una aspirina. No tenía ganas de volver a la enfermería. No tenía ganas de nada. Nunca había estado de peor humor. Harey se deslizaba como una sombra por el cuarto; de vez en cuando se retiraba a alguna parte — no sé a dónde, yo no le prestaba ninguna atención— y luego volvía.

Por la tarde, en la cocina (acabábamos de comer, pero Harey, en realidad, no había probado bocado, y yo no había insistido), ella dejó su silla y vino a sentarse a mi lado. Me tocó el brazo, y gruñí.

—¿Qué pasa?

Yo tenía la intención de subir a la cubierta superior, pues la tubería traía los sonidos crepitantes de un aparato de alto voltaje. Pero hubiera tenido que llevar a Harey conmigo. Ya había sido difícil justificar la presencia de Harey en la biblioteca; si la veían en otra parte, en las cercanías de las máquinas, podía provocar algún comentario inoportuno de parte de Snaut. Renuncié a salir.