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—¿Duermes alguna vez?

— No sé.

—¿Cómo no sabes?

— Tengo sueños… no sé si son verdaderos sueños. A lo mejor estoy enferma. Me quedo acostada, así, y pienso, y…

Se estremeció.

Le pregunté en voz muy baja:

—¿Qué?

— Tengo pensamientos extraños. No sé de dónde me vienen.

—¿Qué pensamientos?

Traté de mantenerme sereno, y esperé la respuesta de Harey como si estuviese esperando un golpe.

Desamparada, sacudió la cabeza.

— Son pensamientos… — Hizo una pausa, sacudiendo la cabeza.—.. están alrededor de mi…

— No entiendo.

— Tengo la impresión de que no están en mí, sino más lejos. No puedo explicártelo, no encuentro palabras…

La interrumpí, casi a mi pesar.

— Tienen que ser sueños… — Recobré el aliento y continué:— Ahora, vamos a apagar la luz, y hasta mañana se acabaron los problemas. Mañana por la mañana, si quieres, inventaremos otros nuevos, ¿de acuerdo?

Harey apretó el obturador; la oscuridad cayó entre nosotros. Me tendí en la cama; un aliento cálido se acercaba a mí.

La estreché entre mis brazos; ella murmuró:





—¡Más fuerte! — Y al cabo de un rato — ¡Kris!

—¿Qué?

— Te amo.

Estuve a punto de gritar.

La mañana era roja. El disco abotagado del sol trepaba por el horizonte.

Una carta me esperaba, en el umbral; la abrí. Oía a Harey, que tarareaba en el cuarto de baño. De vez en cuando asomaba la cabeza y yo le veía la cara, oculta a medias por los cabellos mojados.

Fui hasta la ventana y leí:

Kelvin, la cosa se pone en marcha. Sartorius ha pensado que si recurriéramos a ciertas formas de energía lograríamos desestabilizar las estructuras de neutrinos. Querría examinar cierta cantidad de plasma F en órbita. Propone que hagas un vuelo de reconocimiento y que lleves plasma en la cápsula. La decisión es cosa tuya, pero tenme al corriente. Yo no tengo opinión. Me parece que ya no tengo nada. Si prefiero que aceptes, es porque al menos tendremos la impresión de estar dando un paso adelante. Si no, no nos queda otra cosa que envidiar a G.

Tu Rata Vieja.

P.S. No entres en la cabina de radio; eso es todo lo que te pido. Puedes telefonear.

Se me encogió el corazón leyendo esta carta. La repasé atentamente una vez más, luego la rompí y arrojé los trocitos de papel en el fregadero.

Busqué un traje de vuelo para Harey. Repetí los movimientos de la comedia abominable que había imaginado el otro día. Pero Harey no recordaba nada. Cuando le dije que debía partir en viaje de reconocimiento y le propuse acompañarme, se alegró mucho.

Hicimos un alto en la cocina, juntos preparamos el desayuno — Harey comió muy poco— y luego fuimos a la biblioteca.

Antes de cumplir la misión que Sartorius había sugerido, yo quería echar un vistazo a la literatura que trataba de los campos magnéticos y las estructuras de neutrinos. Sin saber aún cómo, había decidido examinar paso a paso las actividades del eminente físico. Evidentemente, me decía, cuando el desestabilizador de neutrinos estuviese a punto, yo no impediría que Snaut y Sartorius « se liberaran »; podía llevar conmigo a Harey y esperaríamos el fin de la operación en algún lugar exterior: en la cabina de un vehículo volante. Yo estaba trabajando con la bibliotecaria automática, que respondía a mis operaciones eyectando una ficha donde se leía la lacónica inscripción « Falta en el catálogo », o amenazaba ahogarme bajo una catarata de obras de física especializada. Sin embargo, yo no tenía ganas de abandonar la vasta sala circular; me sentía a mis anchas entre esas hileras de cajones repletos de microfilms y de cintas grabadas. Situada en el centro mismo de la Estación, la biblioteca no tenía ventanas; era el sitio más aislado en el gran caparazón de acero, y yo me sentía relajado, pese al fracaso manifiesto de mis búsquedas.

Errando a través del inmenso salón, me detuve de pronto ante una estantería que llegaba al cielo raso y cuyos anaqueles soportaban el peso de unos seiscientos volúmenes, todos los clásicos referidos a Solaris, comenzando por los nueve tomos de la monografía monumental y ya relativamente anticuada de Giese. No se trataba por cierto de un despliegue ostentoso, muy improbable aquí, sino de un homenaje respetuoso en memoria de los precursores. Saqué los pesados volúmenes de Giese, y sentándome en el brazo de un sillón me puse a hojearlos. También Harey había encontrado material de lectura; por encima de su hombro descifré algunas líneas. Había elegido uno de los numerosos libros traídos por la primera expedición, El cocinero interplanetario,volumen que tal vez hubiera pertenecido a Giese. Harey estudiaba con atención las recetas de cocina adaptadas a las condiciones severas de la cosmonáutica; no dije nada y volví a la estimable obra que tenía en las rodillas: Solaris. Diez años de exploraciónhabía aparecido en la colección Solariana,tomos 4 a 13; la numeración de los últimos volúmenes tenía ya cuatro cifras.

Giese carecía de lirismo; empero, en el estudio de Solaris, un punto de vista lírico es inconveniente. La imaginación y las hipótesis prematuras son particularmente nefastas cuando se trata de un planeta en el que todo al fin resulta posible. Es muy cierto que la descripción inverosímil de las metamorfosis « plasmáticas » del océano quizá traduzca fielmente los fenómenos observados, aun cuando esa descripción sea inverificable, pues el océano rara vez se repite. El carácter extraño, el gigantismo de estos fenómenos deja estupefacto a quien los observa por primera vez; fenómenos análogos serían considerados un simple « capricho de la naturaleza », una manifestación accidental de fuerzas ciegas, si se las observase en escala reducida, en un cenagal. En suma, el genio y el espíritu mediocre quedan perplejos por igual ante la diversidad inagotable de las formaciones solaristas: ningún hombre se ha familiarizado realmente con los fenómenos del océano vivo. Giese no era un espíritu mediocre, ni tampoco un genio. Era un clasificador pedante, uno de esos hombres a quienes una compulsiva dedicación al trabajo preserva de las presiones de la vida cotidiana. La terminología de Giese era relativamente común, completada con términos inventados por él, insuficientes y hasta poco afortunados. Pero ha, de admitirse que ningún sistema semántico de los conocidos hasta ahora podría describir la conducta del océano. Los « árboles-montaña », los « lon-gus », los « fungoides », los « mimoides », las « simetríadas » y « asimetriadas », las « vertébridas » y los « agilus », son términos lingüísticamente bastardos, pero alcanzan a dar una idea de Solaris a quien haya visto el planeta sólo en fotografías borrosas y películas incompletas. En realidad, nuestro escrupuloso clasificador ha pecado más de una vez por imprudencia, sacando conclusiones prematuras. Los hombres están siempre emitiendo hipótesis, aunque desconfíen de ellas. Giese, que se creía a salvo de la tentación, consideraba que los « longus » entraban en la categoría de formas básicas; los comparaba a acumulaciones de olas gigantescas, similares a las mareas de los océanos terrestres. En la primera edición de su obra puede descubrirse que en un principio los llamó « mareas », inspirado por un geocentrismo que podríamos considerar divertido, si no traicionara explícitamente el dilema de Giese. Ha de precisarse que las dimensiones de los « longus » superan a las del gran cañón del Colorado, y que estos fenómenos ocurren en una materia que en la superficie parece un coloide espumoso (durante esta fantástica « fermentación » la espuma se solidifica en festones de encaje almidonado de mallas enormes; algunos expertos hablan de « tumores osificados »), mientras que abajo la sustancia se vuelve cada vez más firme, como un músculo tenso, un músculo que a unos quince metros de profundidad es duro como roca, y no obstante flexible. El « longus » propiamente dicho parece ser una creación independiente, se extiende a lo largo de varios kilómetros entre paredes membranosas distendidas donde asoman « excrecencias osificadas ». Giese comparó al « longus » con una pitón colosal que luego de haber devorado una montaña, la digiere en silencio, imprimiendo de vez en cuando a su cuerpo reptante un lento movimiento de vibración. El « longus » presenta esa apariencia de reptil letárgico sólo cuando se lo observa desde muy arriba. Cuando uno se acerca, y las dos « paredes de cañón » se alzan en varios centenares de metros por encima del aparato volante, se advierte que ese cilindro inflado, que va de horizonte a horizonte, está animado de un movimiento vertiginoso. Se observa en primer término la rotación continua de una materia oleosa de color verde gris, que refleja la enceguecedora luz del sol; pero si el aparato continúa descendiendo hasta casi tocar el « dorso del reptil » (las aristas del « cañón » que albergan al « longus » se asemejan entonces a las crestas de una falla geológica), se comprueba que el movimiento es mucho más complicado: remolinos concéntricos, donde se entrecruzan corrientes más oscuras.