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— En efecto, eso concuerda con nuestras observaciones — dijo Sartorius—. Bien, consideremos ahora el motivo de aparición. Es bastante lógico suponer, en primer lugar, que somos objeto de un experimento. Del examen de esta proposición, concluyo que el experimento está mal encaminado. Cuando nosotros llevamos a cabo un experimento, sacamos provecho de los resultados, y sobre todo, tomamos cuidadosa nota de las fallas del método, y modificamos los procedimientos futuros. Pues bien, en el caso que nos ocupa, no se observa ninguna modificación. Las creaciones F reaparecen idénticas a como eran, sin la más mínima corrección… tan vulnerables como antes, cada vez que nosotros intentamos… desembarazarnos de ellas…

— Bueno — interrumpí—, tiro de retorno sin dispositivo de corrección, como diría el doctor Snaut. ¿Conclusiones?

— Sencillamente que la hipótesis del experimento no concuerda con esta… esta chapucería inverosímil. El océano es… preciso. La estructura de doble nivel de las creaciones F atestigua esa precisión. Dentro de ciertos límites, las creaciones F se comportan como… los verdaderos… los…

Sartorius no conseguía salir del atolladero.

— Los originales — le apuntó vivamente Snaut.

— Sí, los originales. Pero cuando la situación no se adecua ya a las facultades normales del… del original, la creación F padece en cierto modo una « desconexión de la conciencia », seguida inmediatamente por manifestaciones insólitas, inhumanas…

— Es cierto — dije—, y podemos divertirnos confeccionando un catálogo del comportamiento de… de estas creaciones; una ocupación perfectamente estéril.

— No estoy seguro — protestó Sartorius. Comprendí de pronto por qué me irritaba tanto; no hablaba, daba una conferencia, como si estuviera en una sesión del Instituto. Parecía incapaz de expresarse de otro modo—. Aquí hemos de tener en cuenta la noción de individualidad — prosiguió—, que el océano, estoy convencido, ignora por completo. Creo que el aspecto… delicado, el aspecto chocante de nuestra condición actual escapa del todo a su comprensión.

—¿Usted piensa que esas actividades no son premeditadas?

El punto de vista de Sartorius me había sorprendido bastante; pero reconocí en seguida que era difícil rechazarlo.

— No, contrariamente a nuestro colega Snaut, no creo en ninguna malicia, ninguna crueldad…

La voz de Snaut:

— No le atribuyo sentimientos humanos, sólo trato de explicarme esas reapariciones constantes.

Deseando importunar a Sartorius, dije de pronto:

— Quizá están conectadas a un dispositivo que gira y se repite, interminablemente, como un disco.

— Caballeros, les ruego, no nos dispersemos. No he concluido aún. En circunstancias normales, yo hubiera juzgado prematuro presentar un informe, aun provisional, sobre el estado de mis trabajos, pero en vista de la situación creo que puedo permitirme hablar. Tengo la impresión, sólo una impresión, aclaro, de que la hipótesis del doctor Kelvin es acertada. Me refiero a la hipótesis de una estructura de neutrinos… Nuestros conocimientos en este campo son puramente teóricos; ignorábamos que fuese posible estabilizar tales estructuras. La solución que se nos presenta como posible es bien definida; un modo de neutralizar el campo magnético que asegura la estabilidad de la estructura. .

Desde hacía un momento, yo veía en la pantalla unos rayos luminosos; una ancha hendedura iluminó de arriba abajo la mitad izquierda del receptor, y vi un objeto rosado que se desplazaba lentamente. El obturador de la lente se movió una vez más, y de pronto desapareció.

Sartoríus lanzó un grito angustiado.

—¡Véte! ¡Véte!

Vi las manos de Sartoríus agitándose y luchando y luego los antebrazos, envueltos en las mangas anchas de un delantal. Un disco dorado brilló de pronto, y en seguida todo se extinguió. Sólo entonces me di cuenta de que aquel disco amarillo era un sombrero de paja…

Recobré el aliento.

—¿Snaut?

Una voz fatigada me contestó:

— Sí, Kelvin… — Comprendí que le tenía mucho afecto y que prefería no saber quién lo acompañaba. — Basta por ahora, ¿estás de acuerdo?

— Sí, estoy de acuerdo. — Antes que él colgara, agregué precipitadamente — Escucha, si puedes, pasa a verme, a la enfermería o a mi cabina ¿quieres?

— Bueno, pero no sé cuándo.

La conferencia había concluido.

Los monstruos





La luz me arrancó del sueño en mitad de la noche. Envuelta en una sábana, con el cabello caído hacia adelante, Harey se había acurrucado a los pies de la cama. Le temblaban los hombros; lloraba en silencio.

Me senté, no del todo despierto, protegiéndome los ojos de la luz, anonadado aún por la pesadilla que me atormentara un momento antes. Harey seguía temblando, y le tendí los brazos. Me rechazó escondiendo la cara.

— Harey.

—¡No me hables!

—¡Harey! ¿qué ocurre?

Ella alzó el rostro húmedo y trémulo. Gruesas lágrimas, lágrimas de niño, le resbalaban por las mejillas, relucían en el hoyuelo del mentón, y goteaban sobre la sábana.

— Tú no me quieres.

—¿Qué estás diciendo?

— Oí.

Sentí que se me contraía la mandíbula.

—¿Qué oíste? No entendiste nada…

— Sí entendí, entendí muy bien, tú decías que no era yo. Querías que me fuera. Y yo me iría, de veras me iría, pero no puedo. No sé por qué. Intenté irme, y no pude. Soy tan cobarde.

— Vamos, por favor…

La tomé en mis brazos, la apreté contra mí. Sólo ella me importaba; nada más existía. Le besaba las manos, los dedos mojados por las lágrimas; le hablaba, le prometía una cosa y otra, le decía que ella había tenido un sueño estúpido, un sueño horrible. Poco a poco se calmó. Dejó de llorar. Tenía los ojos muy abiertos y fijos, ojos de sonámbula.

— No — dijo—, cállate, no hables así, no es necesario. Ya no eres el mismo. — Quise protestar, pero ella continuó:— No, tú no me quieres. Lo comprendí hace tiempo. Fingí no darme cuenta. Pensé que todo era imaginaciones mías, pero no, has cambiado. No me tomas en serio. ¿Un sueño? Sí, es verdad, pero eras tú el que soñaba, y soñabas conmigo. Dijiste mi nombre con repulsión. ¿Por qué? ¿Por qué?

Me arrodillé, le abracé las piernas.

— Mi pequeña…

— No quiero que me hables así, ¿entiendes? No quiero. No soy tu pequeña, no soy una niña. Soy…

Rompió en sollozos y hundió el rostro en la almohada. Me levanté. Los ventiladores zumbaban quedamente. Tenía frío. Me eché sobre los hombros la bata de baño y me senté al lado de Harey. Le toqué el brazo:

— Escucha Harey. Te diré algo. Te diré la verdad.

Harey se incorporó, apoyándose en las manos. Le vi las venas que le palpitaban bajo la piel fina del cuello. Una vez más sentí que se me endurecía la mandíbula. E1 aire parecía todavía más frío, y no se me ocurría nada que decir.

—¿La verdad? — preguntó Harey—. ¿Palabra de honor?

Sentí un nudo en la garganta, y no pude contestarle. Palabra de honor, nuestra fórmula sagrada, la promesa incondicional. Así sellado el juramento, ninguno de nosotros se atrevía a mentir, y aun a ocultar algo. Recordé la época en que un excesivo afán de sinceridad nos atormentaba día y noche, convencidos de que esa búsqueda ingenua de la verdad preservaría nuestra unión.,

— Palabra de honor. Harey… — Ella esperaba. — Tú también, Harey, tú también has cambiado. Todos cambiamos. Pero no es esto lo que quería decirte. Por una razón que ninguno de los dos conoce exactamente, parece que… no puedes dejarme. Y eso me viene bien, porque yo tampoco puedo dejarte…

— No, Kris, tú no has cambiado. Soy yo, soy yo — murmuró—. Algo no anda bien. Quizá tenga relación con el accidente.

Miró el rectángulo negro y vacío de la puerta. En la noche anterior yo había llevado los restos al depósito. Había que instalar una puerta nueva.

Inclinándome sobre Harey, le pregunté: