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Miré a Harey: amagaba un bostezo, que hábilmente transformó en sonrisa.

—¿Es buena mi salud? — preguntó.

— Excelente. Estás muy bien… mejor, imposible.

Yo seguía mirándola y una vez más sentía aquel hormigueo en el labio inferior. ¿Qué ocurría? ¿Ese cuerpo frágil en apariencia, indestructible en realidad, estaba al fin y al cabo compuesto de nada? Golpeé con el puño el cilindro del microscopio. ¿Una falla del aparato? No, yo sabía que el aparato funcionaba perfectamente. Había seguido uno por uno todos los pasos: las células, la albúmina, las moléculas, y todo era parecido a lo que observara antes en miles de preparaciones. Pero el paso final en el seno de la materia no me había llevado a ninguna parte.

Hice una ligadura en el brazo de Harey, le extraje sangre de una vena mediana, y la trasvasé a un recipiente de vidrio graduado. La repartí luego entre varias probetas y comencé los análisis. Ese trabajo me llevó más tiempo del que había previsto; me faltaba un poco de práctica. Las reacciones eran normales, todas las reacciones.

Dejé caer una gota de ácido congelado sobre una perla de coral. Humo. La sangre se puso gris y se cubrió de una capa de sucia espuma. Disgregación, descomposición, cada vez más rápido. Me volví para tomar una segunda probeta; cuando observé de nuevo el experimento, poco faltó para que el frágil tubo de vidrio se me cayera de las manos.

Bajo la capa de espuma sucia, crecía un coral oscuro. La sangre destruida por el ácido se recreaba a sí misma. ¡Era absurdo, imposible!

—¡Kris! — Oí mi nombre a una distancia inmensa. — ¡Kris, el teléfono!

—¿Cómo? Ah, sí, gracias.

El teléfono, me di cuenta entonces, sonaba desde hacía largo rato.

Descolgué el receptor.

— Kelvin.

— Snaut, estamos los tres en la línea.

La voz atiplada de Sartorius resonó en el auricular.

—¡Bienvenido, doctor Kelvin!

La voz prudente, falsamente segura, del conferencista que se aventura a subir a un estrado tambaleante.

—¡Buen día, doctor Sartorius!

Tenía ganas de reírme; pero no sabía si podía permitirme ceder a una alegría cuyas razones me parecían oscuras. En definitiva ¿quién de nosotros podía ser tema de risa? Yo tenía en la mano una probeta con sangre. La sacudí. La sangre se había coagulado. ¿Acaso un momento antes yo había sido víctima de una ilusión? ¿Acaso me había equivocado?

— Bien, caballeros, quisiera exponerles ante todo ciertas cuestiones relativas a los… los fantasmas.

Yo escuchaba a Sartorius y sin embargo mi mente se resistía; contemplando la sangre coagulada en el fondo de la probeta, me defendía de esa voz que intentaba distraerme.

— Llamémosles creaciones F — deslizó rápidamente Snaut.

— Ah, sí, muy bien.

Una línea vertical apenas perceptible en el centro de la pantalla indicaba que yo estaba conectado con dos canales; separadas por esa línea, yo hubiera tenido que ver dos imágenes: Snaut y Sartorius. Pero la pantalla de marco luminoso permanecía a oscuras. Mis dos interlocutores habían cubierto las lentes de los aparatos.

— Cada uno de nosotros ha llevado a cabo varios experimentos. — Siempre esa misma prudencia en la voz nasal. Una pausa. — Propongo en primer término que intercambiemos lo que sabemos hasta ahora, — prosiguió Sartorius—. Luego me arriesgaré a comunicar las conclusiones a las que he llegado personalmente. Si quiere tener la amabilidad de comenzar, doctor Kelvin…

—¿Yo?

Sentí de pronto que Harey me miraba. Apoyé la mano en la mesa e hice rodar la probeta bajo el estante de instrumentos. Luego me encaramé en un taburete alto, que había atraído con el pie. Iba a declinar la invitación, cuando me oí responder ante mi propio asombro:





— Bueno, ¿una pequeña charla? No es mucho lo que hice, pero algo puedo contar. Una preparación histológica y ciertas reacciones. Microrreacciones. Tengo la impresión de que… — No sabía cómo continuar. De pronto se me soltó la lengua — Todo parece normal, pero es un camuflaje. Una máscara. En cierto sentido, es una supercopia, una reproducción superior al original. Me explico: en el hombre hay un límite básico, un término a la divisibilidad estructural; en cambio aquí las fronteras son mucho más amplias. Estamos en presencia de una estructura subatómica.

—¡Un momento, un momento! ¿Podría ser más preciso? — interrumpió Sartorius.

Snaut no decía nada. ¿Era un eco de su respiración precipitada lo que yo oía? Harey me miraba de nuevo. Me di cuenta de que en mi excitación casi había gritado las últimas palabras. Me tranquilicé, acomodándome en mi percha, y cerré los ojos. ¿Cómo ser más preciso?

— El átomo es el último elemento constitutivo en el cuerpo humano. Yo diría que las creaciones F están constituidas por unidades más pequeñas que los átomos ordinarios, mucho más pequeñas.

—¿Mesones? — insinuó Sartorius.

No parecía sorprendido.

— No, no mesones… Yo los hubiera visto. La potencia de mi aparato es de un décimo a un vigésimo de angstrom ¿no es así? Pero no se ve nada, absolutamente nada. Por lo tanto no son mesones. Quizá neutrinos.

—¿Cómo lo fundamenta usted? Los conglomerados de neutrinos no son estables..

— No sé. No soy físico. Tal vez un campo magnético pueda estabilizarlos. No conozco el problema. En todo caso, si mis observaciones son correctas, las partículas estructurales son aquí diez mil veces más pequeñas que los átomos. Espere, ¡no he terminado aún! Si el elemento básico en las moléculas de albúmina y las células fuese este microátomo, tendrían que ser proporcionalmente más pequeñas. Y también los corpúsculos y los microorganismos, todo. Ahora bien, las dimensiones son las comunes en una estructura de átomos. Por consiguiente, albúmina, célula, núcleo y célula, todo es una máscara. La estructura real, la que determina el funcionamiento del visitante, permanece oculta.

—¡Kelvin!

Snaut acababa de ahogar un grito. Me interrumpí, espantado. Yo había dicho « visitante ».

Harey no me había oído. Además, no habría comprendido. Con la cabeza apoyada en el hueco de la mano, miraba por la ventana, y la aurora purpúrea le aureolaba el delicado perfil.

Mis interlocutores lejanos callaban; los oía respirar.

— Hay algo que vale la pena considerar en todo esto — masculló Snaut.

— Sí —acotó Sartorius—, pero las partículas hipotéticas de Kelvin no constituyen la estructura del océano. El océano es una estructura de átomos.

— Tal vez sea capaz de producir neutrinos — repliqué.

De pronto toda esta charla me cansó. La conversación no llevaba a ninguna parte, y además no era divertida.

— La hipótesis de Kelvin explicaría esa resistencia extraordinaria y la velocidad de regeneración — gruñó Snaut—. Además quizá llevan consigo una fuente de energía; no tienen necesidad de comer…

— Pido la palabra — interrumpió Sartorius. El exas-perante moderador del debate se afirmaba en el papel que él mismo se había asignado—. Quisiera plantear el problema del motivo en la aparición de las creaciones F. Lo diría así: ¿qué son las creaciones F? No son individuos autónomos, ni copias de personas reales. No son más que proyecciones cerebrales materializadas, que se refieren a un cierto individuo.

La solidez de esta definición me sorprendió; Sartorius no era simpático, pero tampoco era estúpido.

Me incorporé de nuevo a la charla.

— Creo que tiene razón. Esa definición explicaría por qué aparece esa per… esa creación, y no tal otra. La materialización se alimenta de las huellas más durables de la memoria, huellas particularmente diferenciadas. No obstante, ninguna huella está aislada por completo; y la « reproducción » ha absorbido fragmentos de huellas contiguas. Por eso el recién llegado revela tener a veces conocimientos más amplios que los del individuo auténtico, del que es una copia…

—¡Kelvin! — exclamó Snaut otra vez.

Sólo Snaut reaccionaba a mis deslices de vocabulario. A Sartorius no parecían conmoverlo. ¿Esto significaba que el « visitante » de Sartorius era por naturaleza menos perspicaz que el « visitante » de Snaut? Por un segundo, imaginé al sabio doctor Sartorius asediado por un cretino esmirriado.