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Yo quería huir, demasiado tarde y contra toda esperanza; pero era incapaz de intentar un solo movimiento. Harey respiraba convulsivamente; la cabeza desmelenada se sacudía contra mi hombro. Antes que yo pudiera sostenerla, Harey se desplomó.

Evitando los bordes afilados del panel, la llevé al cuarto y la acosté. Tenía las puntas de los dedos desollados y las uñas rotas. Cuando dio vuelta la mano, vi asomar en carne viva los huesos de la palma. Le miré la cara; los ojos, inexpresivos, no me veían.

— Harey.

Un gruñido inarticulado.

Fui hacia el botiquín. La cama crujió; di media vuelta: Harey se había sentado y se miraba con asombro las manos ensangrentadas.

— Kris — gimió—, yo… yo… ¿qué me pasó?

— Te lastimaste al derribar la puerta — respondí secamente.

La boca me temblaba convulsivamente, me mordí el labio inferior.

Harey contempló un instante los pedazos del panel plástico que colgaban del marco de acero y se volvió de nuevo hacia mí. Trataba—de disimular el terror que la dominaba, pero pude ver que le temblaba la barbilla.

Corté unos cuadrados de gasa, tomé un pote de polvo antiséptico y me acerqué a Harey. El pote de vidrio se me escapó de las manos y se hizo añicos; pero yo ya no lo necesitaba.

Levanté la mano de Harey. Las uñas, envueltas todavía en una red de sangre coagulada, le habían vuelto a crecer. Había una cicatriz rosada en el hueco de la palma, y esa cicatriz se empequeñecía, se borraba a ojos vista.

Me senté, le acaricié la cara, y traté de sonreír, sin mucho éxito.

—¿Por qué lo hiciste, Harey?

Señaló la puerta con los ojos.

—¿Fui… yo?

— Sí… ¿No te acuerdas?

— No… es decir, vi que ya no estabas más, tuve miedo y…

—¿Y qué?

— Te busqué, pensé que estarías en el cuarto de baño…

Sólo entonces, vi que el armario corredizo que disimulaba la entrada del cuarto de baño había sido movido a un lado.

—¿Y después?

— Corrí hacia la puerta.

—¿Y entonces?

— Lo he olvidado… ocurrió algo quizá…

—¿Qué?

— No sé.

—¿Qué recuerdas, entonces?

— Yo estaba sentada aquí, en la cama.

Harey sacó las piernas fuera de la cama, se levantó, y fue hacia la puerta rota.

—¡Kris!

Fui detrás de ella, la tomé por los hombros; temblaba. De pronto se volvió y murmuró:

— Kris, Kris…

—¡Calmate!

— Kris, si soy yo… Kris ¿soy epiléptica?

— Qué ocurrencia, mi querida. Las puertas aquí, sabes, son raras…

Dejamos el cuarto en el momento en que el postigo de la ventana se levantaba una vez más chirriando; el sol azul se hundía en el océano.

Guié a Harey hasta la pequeña cocina, del otro lado de la rotonda. Juntos saqueamos las alacenas y los refrigeradores. Pronto comprobé que Harey no estaba mejor dotada que yo para cocinar o para abrir latas de conserva. Devoré el contenido de dos latas y bebí i

Después de este almuerzo, fuimos a la enfermería, contigua a la cabina de radio. Yo tenía un plan. Le dije a Harey que deseaba hacerle un examen médico común, y la instalé en un sillón mecánico. Retiré del esterilizador una jeringa y agujas. Conocía el sitio de todas las cosas. Durante el curso de adiestramiento en la Estación modelo, los instructores no habían descuidado nada, Harey me tendió los dedos; le extraje una gota de sangre. Extendí la sangre sobre una plaqueta de vidrio que puse en el extractor; la metí en el vacío de una cubeta e hice llover un torrente de iones de plata.

Me sentía mejor; llevar a cabo una tarea familiar tenía un efecto sedante. Tendida sobre los almohadones del sillón mecánico, Harey observaba los aparatos.

El zumbido del teléfono quebró el silencio; levanté el receptor.





— Kelvin.

Yo vigilaba a Harey. Ella seguía impasible; parecía que la aventura reciente la había agotado.

Oí un suspiro de alivio.

—¡Al fin!

Era Snaut. Esperé, el auricular apretado a mi oreja.

— Tienes una visita ¿no?

— Sí.

—¿Estás ocupado?

— Sí.

— Una pequeña auscultación ¿eh?

—¿Te fastidia? ¿Se te ocurre algo mejor? ¿Una partida de ajedrez?

— No seas susceptible, Kelvin. Sartorius quiere reunirse contigo, quiere que nos encontremos los tres.

—¡Muy amable! — respondí, sorprendido—. Pero… — Hice una pausa, y luego continué:— ¿Estás solo?

— No. No me he explicado bien. Quiere hablar con nosotros. Conectaremos los tres videófonos; pero las lentes estarán cubiertas.

— Ya veo. ¿Por qué no me llamó él? ¿Lo intimido?

— Muy probable — gruñó Snaut—. ¿Entonces?

— Una conferencia… dentro de una hora ¿estará bien?

— Muy bien.

Veía a Snaut en la pantalla: solo la cara, no más grande que un puño. Por un instante me observó atentamente; yo oía las crepitaciones de la corriente eléctrica. Luego dijo, con cierta vacilación:

—¿Te las estás arreglando?

— No del todo mal. ¿Y tú?

— No tan bien, supongo… dime… ¿podría…?

—¿Querrías venir a verme?

Por encima del hombro, miré a Harey. Estaba acostada, las piernas cruzadas, la cabeza inclinada hacia adelante; con aire taciturno, jugaba maquinalmente con la bolita cromada en el extremo de una cadenita sujeta al brazo del sillón.

La voz de Snaut estalló:

— Deja eso ¿me oyes? ¡Te digo que lo dejes!

Aún lo veía de perfil en la pantalla; aunque no oía nada más; había tapado el micrófono con la mano, pero los labios se le movían.

— No, no puedo ir — dijo rápidamente—. Tal vez más tarde. Te llamó en todo caso dentro de una hora.

La pantalla se apagó; colgué el receptor.

—¿Quién era? — preguntó Harey, sin curiosidad.

— Snaut, un cibernetista… tú no lo conoces.

—¿Esto va a durar mucho todavía?

—¿Te aburres?

Puse la primera plaqueta de la serie en el microscopio neutrínico, y apreté uno tras otro los interruptores de diferente color; los campos magnéticos refunfuñaron sordamente.

— No hay muchas distracciones aquí, y si mi modesta compañía no te alcanza…

Yo hablaba distraídamente, prolongando los intervalos de silencio.

Atraje hacia mí la caperuza negra que se abría alrededor de la lente del microscopio y apoyé la frente sobre la espuma de goma del visor. Oí la voz de Ha-rey, pero no comprendí lo que decía. Mi mirada abarcaba en escala reducida un enorme desierto inundado de luz plateada, salpicado de peñascos redondos — glóbulos rojos— que temblaban y se agitaban detrás de un velo de bruma. Enfoqué la lente y penetré más a fondo en el paisaje plateado. Sin despegar mis ojos del visor giré la manivela de orientación; cuando un peñasco, un glóbulo aislado, se encontró en la encrucijada de los hilos negros, aumenté la imagen. Había enfocado al parecer un eritrocito deformado, hundido en el centro; los bordes accidentados proyectaban unas sombras nítidas en las profundidades de un cráter circular. El cráter, erizado de sedimentos de iones de plata, se extendió más allá del campo visual del microscopio. Los contornos nebulosos de las hebras de albúmina, atrofiados!y distorsionados, aparecieron en el seno de un líquido opalescente. Una serpentina de albúmina se retorció y replegó bajo los hilos negros de la lente; moví poco a poco la palanca de aumento. De un momento a otro, aquella exploración de los abismos tocaría a su fin: la sombra de una molécula ocupó todo el espacio; luego la imagen se borró…

No había nada que ver. Tenía que habérseme aparecido entonces la vibración de una nebulosa de átomos; no veía nada. La pantalla desierta resplandecía. Apreté la palanca a fondo. El chirrido irritado aumentó, pero la pantalla continuaba en blanco. Una señal de alarma sonó una vez y otra; sobrecarga en el circuito. Miré por última vez el desierto de plata y corté la corriente.