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La noche había llegado, parecida a tantas noches de la Tierra. Sólo distinguía los contornos blancos del lavabo y la superficie pulida del espejo.

Me levanté. Hurgué a tientas entre los objetos amontonados en la repisa del lavabo. Encontré el paquete de algodón, me lavé la cara con un pedazo húmedo y fui a echarme en la cama…

Una falena batió las alas. No, era la cinta del ventilador. El zumbido cesó, recomenzó. Yo ya no veía ni siquiera la ventana, todo se confundía en la oscuridad. Un rayo luminoso, cayendo no sé de dónde, atravesó el espacio y se demoró ante mí. ¿Sobre la pared o en el cielo negro? Recordé cuánto me había asustado la víspera la mirada vacía de la noche; mi miedo me hizo sonreír. Ya no temía esa mirada. Ya no temía nada. Levanté la muñeca y consulté la corona de cifras fosforescentes. Una hora más y llegaría la aurora del día azul.

Respiré hondo; saboreaba la oscuridad. Estaba vacío, liberado de todo pensamiento.

Al moverme, sentí contra mi cadera la forma plana del magnetófono. Gibarían… una voz inmortalizada en bobinas de alambre. Me había olvidado de resucitarlo, de escucharlo, única cosa que ahora podía hacer por él. Metí la mano en el bolsillo y saqué el magnetófono. Quería esconderlo debajo de la cama.

Oí un crujido y la puerta se abrió.

—¿Kris? — Una voz inquieta susurraba mi nombre. — Kris, ¿estás aquí? Hay tanta oscuridad…

Respondí:

— Sí, estoy aquí, ven, no tengas miedo.

La conferencia

Estaba acostado de espaldas, la cabeza de Harey en el hueco de mi hombro; no pensaba en nada.

La oscuridad se poblaba. Oía pasos. Algo se amontonaba por encima de mí, cada vez más arriba, en el infinito. La noche me traspasaba de lado a lado, se adueñaba de mí, me envolvía y me penetraba, impalpable, inconsistente. Petrificado, dejé de respirar, no había aire para respirar. Muy lejos, oía latir mi corazón, junté las fuerzas que me quedaban, toda mi atención y esperé la agonía. Esperaba… Me empequeñecía, y el cielo invisible, sin horizonte, el espacio informe, sin nubes, sin estrellas, retrocedía, se extendía y crecía a mi alrededor. Yo trataba de trepar a mi cama, pero ya no había cama, ya la oscuridad no escondía riada más. Apreté las manos contra mi rostro… Ya no tenía dedos, no tenía manos. Hubiera querido gritar..

La alcoba flotaba en una penumbra azul que envolvía los muebles, los anaqueles atestados de libros, y borraba el color de los muros y de los objetos. Una blancura nacarada inundaba la ventana. Yo estaba empapado en sudor. Miré a un lado. Harey me observaba.

Alzó la cabeza.

—¿Tienes el brazo dormido?

Los ojos de Harey tampoco tenían color; eran grises, luminosos sin embargo, detrás de las pestañas negras.

—¿Qué? —Sentí el murmullo como una caricia antes de comprender. — No. ¡Ah, sí! —dije por último.

Apoyé la mano en su hombro; sentía un hormigueo en los dedos.

—¿Tuviste un mal sueño? — me preguntó.

La atraje hacia mí con la otra mano.

—¿Un sueño? Sí, soñaba. Y tú ¿no dormiste?

— No sé. No creo. No tengo sueño. Pero eso no debe impedirte dormir… ¿Por qué me miras así?

Cerré los ojos. El corazón de Harey latía contra mi corazón. ¿El corazón de Harey? Un simple accesorio, me dije. Pero ya nada me asombraba, ni siquiera mi propia indiferencia. Había traspuesto las fronteras del miedo y la desesperación. Había llegado muy lejos. Nadie, jamás, había llegado tan lejos.

Me apoyé sobre el codo. ¿La aurora, la dulzura del alba? Una tormenta silenciosa abrasaba el horizonte sin nubes. Un relámpago, el primer rayo del sol azul, atravesó la estancia y se quebró en reflejos acerados; hubo un fuego cruzado de chispas, brotadas del espejo, de los picaportes, de los tubos niquelados; la luz se esparcía, se volcaba sobre todas las superficies pulidas y parecía querer conquistar un espacio más vasto, hacer estallar la habitación. Miré a Harey; las pupilas de los ojos grises se le habían contraído.

Harey me preguntó con una voz inexpresiva:

—¿Ya terminó la noche?

— Aquí, la noche nunca dura mucho.

—¿Y nosotros?

—¿Nosotros qué?

—¿Nos quedaremos mucho aquí?

Viniendo de ella, la pregunta no dejaba de tener un lado cómico; pero cuando hablé, en mi voz no había ninguna alegría.

— Bastante, quizá. ¿No tienes ganas de quedarte?

Harey no pestañeó. Me miraba atentamente. ¿Había pestañeado ahora? Yo no estaba seguro. Tiró de la manta y le vi en el brazo la pequeña cicatriz rosada.

—¿Por qué me miras así?





— Porque eres muy hermosa.

Ella me sonrió sin malicia, agradeciendo discretamente el cumplido.

—¿De veras? Se diría que… es como si…

—¿Qué?

— Como si dudases de algo.

—¡Qué ocurrencia!

— Como si desconfiaras de mí, como si yo te hu-biese ocultado alguna cosa…

—¡Absurdo!

— Por el modo como lo niegas, veo que no me equivoco.

La luz era enceguecedora. Protegiéndome los ojos con la mano, busqué mis gafas. Estaban sobre la mesa. Me arrodillé, extendí el brazo y me calé las gafas negras.

Cuando me tendí a su lado, Harey sonrió:

—¿Y yo?

Tardé un momento en comprender.

—¿Gafas?

Me levanté y me puse a buscar; abrí cajones, corrí libros, instrumentos… Encontré dos pares de gafas y se los di a Harey. Le quedaban demasiado grandes, le caían hasta la mitad de la nariz.

Los postigos se deslizaron chirriando por delante de la ventana. De nuevo fue de noche. A tientas, ayudé a Harey a quitarse las gafas y puse los dos pares debajo de la cama.

—¿Que hacemos? — ella me preguntó.

—¡Es de noche, a dormir!

— Kris…

—¿Qué?

—¿Quieres una compresa en la frente?

— No, gracias. Gracias… mi querida.

No sé por qué había agregado esas dos palabras. En la oscuridad, la tomé por los gráciles hombros, sentí que se estremecía y tuve la absoluta certeza de que estaba abrazando a Harey. O mejor dicho, comprendí de pronto que ella no trataba de engañarme; era yo quien la engañaba, pues ella creía sinceramente que era Harey.

Caí dormido luego varias veces, y cada vez un sobresalto angustioso me arrancaba del sueño. Jadeante, exhausto, me apretaba contra ella; el corazón se me calmaba poco a poco. Con las yemas de los dedos, ella me tocaba apenas la frente, las mejillas, para ver si yo tenía fiebre. Era Harey. La única, la verdadera.

Algo cambió en mí; dejé de luchar y casi en seguida me quedé dormido.

Me despertó una sensación de agradable frescura. Tenía la cara cubierta por un paño húmedo; lo retiré y vi a Harey inclinada sobre mí. Me sonrió. Estaba exprimiendo un segundo paño que goteaba en una palangana; junto a la palangana, había un frasco de loción cicatrizante.

—¡Cómo dormiste! — dijo, aplicándome la compresa en la sien—. ¿Te duele?

— No.

Arrugué la frente; la piel era de nuevo flexible. Harey estaba sentada al borde de la cama, el pelo negro echado hacia atrás por encima del cuello alto de una salida de baño; una salida de hombre, a rayas blancas y anaranjadas; se había recogido las mangas hasta el codo.

Yo tenía un hambre feroz; habían pasado por lo menos veinte horas desde mi última comida. Cuando Harey terminó con sus trabajos de enfermera, me levanté. Mi mirada cayó sobre dos vestidos que colgaban del respaldo de una silla: dos vestidos blancos absolutamente idénticos, adornados los dos con una hilera de botones rojos. Yo mismo había desgarrado uno de aquellos vestidos, ayudando a Harey a sacárselo. Y Harey había regresado la noche anterior con el segundo vestido.

Ella siguió mi mirada.

— Tuve que deshacer la costura con las tijeras — dijo—. Creo que el cierre está trabado.

El espectáculo de aquellos dos vestidos idénticos sobrepasaba en horror a todo cuanto había sentido hasta entonces. Harey estaba ocupada ordenando el pequeño botiquín. Me di vuelta y me mordí los nudillos. Sin dejar de mirar los dos vestidos — o mejor dicho ese vestido único desdoblado— me alejé hacia la puerta. El agua del grifo corría ruidosamente. Abrí la puerta, me deslicé fuera del cuarto, y cerré el batiente con precaución. Oía el murmullo del agua, el tintineo de los frascos; de pronto, todos los ruidos cesaron. Con las mandíbulas apretadas esperé; el panel de la puerta reflejaba el tubo luminoso del cielo raso en la rotonda. Yo sujetaba el picaporte, con pocas esperanzas. Una sacudida brutal estuvo a punto de arrancármelo de la mano; pero la puerta no se abrió; se sacudió y vibró de arriba abajo. Estupefacto, solté el picaporte y retrocedí. El panel de material plástico se ahuecaba, como si un personaje invisible a mi lado intentara derribarla para meterse en la habitación. El marco de acero del panel se arqueaba cada vez más, y el barniz esmaltado estaba agrietándose. De pronto, comprendí: en vez de empujar la puerta, que se abría hacia el exterior, Harey trataba de abrirla tirando hacia adentro. El reflejo del tubo luminoso se curvó en el espejo deformante del panel blanco; se oyó un estallido, y el panel cedió. Simultáneamente, el picaporte desapareció, arrancado del marco. Unas manos ensangrentadas asomaron en la hendidura, pasaron al otro lado dejando unos rastros rojos sobre la pintura blanca, y la puerta se abrió en dos, las dos mitades colgando torcidas de los goznes. Apareció un rostro lívido; una criatura despavorida, envuelta en una salida de baño anaranjada y blanca, se precipitó contra mi pecho sollozando.