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A veces, ese « manto » se convierte en una corteza lustrosa que refleja el cielo y las nubes, y es acribillada luego por las erupciones detonantes de los gases y fluidos internos. El observador advierte poco a poco que está mirando un centro de fuerzas de donde se alzan al cielo las dos vertientes gelatinosas, que luego cristalizan lentamente. La ciencia, no obstante, no acepta las evidencias sin pruebas y unas discusiones virulentas se sucedieron durante años. El tema principal: la sucesión de los fenómenos en el seno de esos « longus » que surcan por millones las inmensidades del océano vivo.

Se atribuyeron a estos « longus » distintas funciones orgánicas; según unos transformaban la materia; otros descubrían procesos respiratorios; otros llegaban a sugerir que por allí pasaban las materias alimenticias. El polvo de las bibliotecas ha sepultado el repertorio infinito de las suposiciones. Experiencias fastidiosas, a veces peligrosas, eliminaron todas las hipótesis. Hoy sólo se habla de los « longus » como formaciones relativamente simples y que se mantienen estables varias semanas, particularidad excepcional entre los fenómenos observados en el planeta.

Los « mimoides » son formaciones notablemente más complejas y extrañas, y provocan en el observador una reacción más vehemente, instintiva. No es exagerado decir que Giese se había enamorado de los « mimoides » a los que no tardó en consagrarse por entero. Hasta el fin de sus días los estudió, los describió, y trabajó tratando de definirlos. E1 nombre que dio a estos fenómenos indica la característica más asombrosa; la imitación de los objetos, cercanos o distantes, exteriores al océano.

Oculto al principio bajo la superficie del océano, aparece un día un gran disco aplanado, desflecado y como impregnado en alquitrán. Al cabo de unas horas, el disco empieza a descomponerse en hojas, que se elevan lentamente. El observador cree entonces asistir a una lucha mortal: olas poderosas acuden de todas partes en filas apretadas, parecidas a bocas convulsivas que se abren y cierran con avidez alrededor de ese hojaldre desmenuzado y vacilante, y se hunden luego en los abismos. Cada vez que un anillo de olas rompe y se hunde, la caída de esta masa de centenares de miles de toneladas va acompañada un instante de un gruñido viscoso, de un trueno ensordecedor.

El hojaldre bituminoso es empujado hacia abajo, zamarreado, desmembrado; a cada nuevo ataque, unos fragmentos circulares se dispersan y planean como alas ondulantes y lánguidas bajo la superficie del océano; se transforman en racimos piriformes, en largos collares, se fusionan entre sí y vuelven a subir, arrastrando fragmentos grumosos de la base del disco primitivo, mientras alrededor las olas continúan lamiendo los flancos de un cráter que se dilata. El fenómeno puede durar un día, puede arrastrarse un mes, y algunas veces no tiene secuelas. El concienzudo Giese había dado a esta primera variante el nombre de « mimoide abortado », pues tenía la convicción de que estos cataclismos estaban encaminados a un fin último, el « mimoide mayor », colonia de pólipos (que excedía en magnitud la superficie de una ciudad), pálidas excrecencias afectadas a la imitación de formas exteriores. Uyvens, por el contrario, opinaba que esta última fase era una degeneración, una necrosis; según él, la aparición de las « copias » correspondía a una pérdida localizada de las fuerzas propias del océano, que ya no dominaba las creaciones originales.

Giese, sin embargo, insistió en ver las diferentes fases del proceso como un continuo avance hacia la perfección. Esta obstinación era rara y exhibía una extraña seguridad. Giese era un hombre por lo general prudente y mesurado. Cuando insinuaba alguna mínima hipótesis respecto de las otras creaciones del océano, era tan intrépido como una hormiga que se arrastra por un glaciar.

Visto desde lo alto, el mimoide parece una ciudad; una ilusión provocada por nuestra necesidad de establecer analogías con lo que ya conocemos. Cuando el cielo está claro, una masa de aire recalentado y vibrante recubre las estructuras flexibles del racimo de pólipos coronados por empalizadas membranosas. La primera nube que atraviesa el cielo purpúreo, o de una blancura siniestra, despierta al mimoide. En todas las excrecencias asoman de pronto nuevos brotes; luego, la masa de pólipos emite un grueso tegumento, que se dilata, se achica, cambia de color, y al cabo de unos pocos minutos imita a la perfección las volutas de una nube. El enorme « objeto » proyecta una sombra rojiza sobre el mimoide, cuyas cúspides se doblan acercándose, siempre en sentido contrario al movimiento de la nube real. Estoy seguro de que Giese hubiera dado la mano derecha a cambio de entender la conducta de los mimoides. Pero estas producciones « aisladas » no son nada comparadas con la frenética actividad que exhibe el mimoide cuando es « estimulado » por objetos de origen humano.





El proceso de reproducción abarca todos los objetos que se encuentren dentro de un radio de doce a quince kilómetros. Comúnmente el modelo es una ampliación del original, y a veces las formas son apenas aproximadas. En la reproducción de las máquinas, sobre todo, las simplificaciones son a menudo grotescas, verdaderas caricaturas. La materia de la copia es siempre ese tegumento incoloro, que se cierne sobre las protuberancias, unido a la base por unos tenues cordones umbilicales, y que se desliza y arrastra, que se repliega, se estira o se infla, y adopta al fin las formas más complicadas. Un aparato volante, un enrejado o un mástil son reproducidos con idéntica rapidez. El hombre, empero, no estimula al mimoide, que en verdad no reacciona a ninguna materia viva, y nunca ha copiado, por ejemplo, las plantas traídas con fines experimentales. En cambio, el mimoide reproduce inmediatamente un maniquí, una muñeca, la talla de un perro o un árbol esculpida en cualquier material.

Aquí es necesario señalar que la « obediencia » del mimoide no ha de entenderse como un testimonio de « buena voluntad ». El mimoide más evolucionado tiene días de pereza, lentos o de pulsaciones débiles. Esa « pulsación » no es evidente a simple vista, y fue descubierta mientras se proyectaba un film sobre los mimoides en cámara rápida, pues cada movimiento de flujo y reflujo se prolonga a lo largo de dos horas.

Durante esos « días de pereza », se puede explorar fácilmente al mimoide, sobre todo si es viejo, pues la base anclada en el océano, y las protuberancias de esa base, son relativamente sólidas y proporcionan al hombre un apoyo seguro.

En realidad, también es posible permanecer dentro del mimoide en los « días de actividad », pero entonces un polvo coloidal blanquecino que brota continuamente por las fisuras del tegumento superior imposibilita toda observación. Además, las formas que adopta el tegumento son siempre de tamaño gigantesco, y no es posible reconocerlas de cerca: la « copia » más pequeña tiene las dimensiones de una montaña. Por otra parte, una espesa capa de nieve coloidal cubre rápidamente la base del mimoide; ese tapiz esponjoso sólo se endurece al cabo de unas horas (la corteza « congelada », aunque de un material mucho más ligero que la piedra pómez, soportará con facilidad el peso de un hombre). En definitiva, sin equipo apropiado, se corre el riesgo de extraviarse en el laberinto de estructuras agrietadas y nudosas, que de pronto recuerdan unas columnatas apretadas, de pronto unos geiseres fosilizados. Aun en pleno día es fácil perder el rumbo, pues los rayos del sol no atraviesan el techo blanco proyectado a la atmósfera por « explosiones imitativas ».

En los días faustos (tanto para el sabio como para el mimoide), el espectáculo es inolvidable. En esos días de hiperproducción, se manifiestan en el mimoide extraordinarios « impulsos creativos ». Sobre el tema de un objeto determinado desarrolla durante horas variantes complicadas, « prolongaciones formales », para alegría del artista no figurativo y desesperación del sabio, que no alcanza a distinguir el significado del proceso. El mimoide cae a veces en simplificaciones « pueriles », pero tiene también « desviaciones barrocas », de magnífica extravagancia. Los mimoides viejos, en particular, producen formas muy cómicas. Mirando las fotografías, sin embargo, nunca tuve deseos de reírme; el enigma es demasiado perturbador.