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— Podríamos levantar una barricada dentro de las cabinas.

— Las barricadas no resisten mucho tiempo. Sólo hay una escapatoria… tú sabes cuál.

Nos pusimos de pie.

—¡Vamos, Snaut!… ¿Me sugieres liquidar la Estación y esperas que yo tome la iniciativa?

— No es tan simple. Podríamos huir, claro, hasta el sateloide al menos, y enviar desde allí un S.O.S. Nos tratarán de locos, por supuesto, y nos recluirán en una casa de salud, en la Tierra, hasta tanto nos hayamos retractado cortésmente: planeta lejano, aislamiento, crisis de locura colectiva; nuestro caso les parecerá excepcional. Al fin y al cabo, hasta en una casa de salud estaríamos mejor que aquí: un jardín, calma, pequeñas habitaciones blancas, enfermeros, paseos acompañados…

Las manos en los bolsillos, mirando fijamente un rincón del cuarto, Snaut hablaba con absoluta seriedad.

El sol rojo había desaparecido en el horizonte y el océano era un desierto sombrío, moteado por destellos moribundos, últimos reflejos extraviados entre las largas crestas de las olas. El cielo resplandecía. Nubes con orlas violáceas flotaban sobre este mundo rojo y negro, indeciblemente lúgubre.

— Entonces, ¿quieres huir, sí o no? ¿Todavía no?

Snaut sonrió:

— Luchador inconmovible… si entendieras las implicaciones de esa pregunta, no insistirías tanto. No se trata de lo que yo quiero, se trata de lo que es posible.

—¿Qué?

— Justamente, no lo sé.

—¿Entonces, nos quedamos? ¿Piensas que encontraremos un medio?

Flaco, achacoso, de rostro despellejado y surcado de arrugas, Snaut me miraba de frente:

— Tal vez valga la pena quedarse. Sin duda no aprenderemos nada acerca de él, pero sí acerca de nosotros…

Dio media vuelta, recogió sus papeles y salió. Yo abrí la boca para retenerlo; no dije nada.

No podía hacer otra cosa que esperar. Me acerqué a la ventana; mis ojos recorrieron distraídamente las reverberaciones bermejas del océano oscuro. Se me ocurrió la idea de ir a encerrarme en uno de los cohetes de la Estación, idea descabellada que no profundicé: ¡tarde o temprano, tendría que salir de la nave!





Me senté junto a la ventana y me puse a hojear el libro que Snaut me había dado. Los fuegos del crepúsculo enrojecían la estancia y teñían las páginas del pequeño volumen. Era una selección de artículos y trabajos — compilados por un tal Othon Ravintzer, licenciado en filosofía— de un nivel general bastante obvio. Toda ciencia engendra alguna seudociencia, inspirando a espíritus extravagantes lucubraciones digresivas; la astronomía encuentra sus excéntricos en la astrología; así como la química los tuvo antes en la alquimia. No era extraño pues que en sus comienzos la solarística hubiese provocado una explosión de co-gitaciones marginales. El libro de Ravintzer otorgaba precisamente derecho de asilo a esa clase de especulaciones, precedidas — debo añadir con toda honestidad— por una introducción donde el autor expresaba sus reservas respecto de algunos de los textos. Consideraba, no sin razón, que esta antología podía llegar a ser un valioso documento de época, tanto para el historiador como para el psicólogo de la ciencia.

El informe de Berton — dividido en dos partes y completado con un resumen del libro de bitácora— ocupaba en el opúsculo un sitio de honor.

Desde las catorce hasta las dieciséis y cuarenta horas, tiempo local convenido por la expedición, las anotaciones del libro de a bordo eran lacónicas y negativas.

Altitud 1.000 — 1.200–800 metros; nada a la vista; océano desierto.Las mismas palabras reaparecían una y otra vez.

Luego, a las 16 hs. 40: Se levanta una neblina roja. Visibilidad 700 metros. Océano desierto.

17 horas: neblina densa; silencio; visibilidad 400 metros, con algunos claros. Descenso a 200 metros.

17 hs. 20: en la niebla. Altura 200. Visibilidad 20–40 metros. Ascenso a 400.

17 hs. 45: altitud 500. La niebla cubre el horizonte.

Aberturas-embudo que descubren la superficie del océano. Descenso en un embudo, donde algo se mueve.

17 hs. 52: una especie de remolino; despide una espuma amarilla. Muro de niebla alrededor. Altitud 100. Desciendo a 20.

Aquí concluía el extracto del libro de bitácora de Berton. Seguía la historia clínica, o más exactamente el informe dictado por Berton e interrumpido por las preguntas de los miembros de la comisión.

« Berton:Cuando descendí a treinta metros, me fue muy difícil mantener la altura; vientos violentos soplaban en ese pozo. Tuve que ocuparme de los comandos, y durante un tiempo — diez o quince minutos— no miré afuera. Advertí demasiado tarde que un poderoso torbellino me llevaba a la niebla roja. No era una niebla ordinaria, sino una materia espesa, coloidal, que se pegaba a los vidrios. Me dio mucho trabajo limpiarlos. Esa niebla — esa cola— era tenaz. Por otra parte, y a causa de la resistencia que la niebla oponía a la hélice, la velocidad de rotación se había reducido en alrededor de un treinta por ciento, y yo comenzaba a perder altura. Temí capotar sobre las olas, traté de subir. El aparato no se movió. Me quedaban aún cuatro cartuchos-cohetes. No los utilicé; me dije que la situación no era aún desesperada. Vibraciones cada vez más fuertes sacudían el aparato; supuse que una capa de cola se había adherido a la hélice; pero el medidor de sobrecarga indicaba siempre cero. Yo no entendía. Desde que había entrado en la niebla no veía el sol; sólo un resplandor rojizo. Continué volando, con la esperanza de desembocar al fin en uno de esos embudos, y eso fue lo que ocurrió, al cabo de media hora. Me encontré pues en otro « pozo », un cilindro casi perfecto, de varios centenares de metros de diámetro. La pared del cilindro era un gigantesco torbellino de niebla que se elevaba en espiral. Me esforcé por permanecer en el centro del « pozo », donde el viento era menos violento. Advertí entonces un cambio en la superficie del mar. Las olas habían desaparecido casi del todo y la capa superior de ese fluido — lo que compone el océano— era ahora transparente, con estelas confusas aquí y allá, que se disipaban; al poco tiempo volvió a hacerse la luz. Alcanzaba a ver claramente hasta una profundidad de varios metros. Veía una especie de ciénaga, de légamo amarillo, que proyectaba filamentos verticales. Cuando esos filamentos afloraban a la superficie, tenían un resplandor vidrioso, y empezaban luego a desprender espuma, y por último esa espuma se coagulaba; se hubiera dicho un almíbar espeso. Aquellos filamentos viscosos se mezclaban, se entrelazaban; protuberancias turgentes cruzaban por encima del océano y adquirían poco a poco distintas formas. Noté de pronto que mi aparato se desviaba hacia el muro de niebla; tuve entonces que maniobrar a contraviento, y cuando pude mirar de nuevo hacia abajo, vi algo que me recordó un jardín. Sí, un jardín. Arboles, setos, senderos; pero no era un verdadero jardín; todo estaba hecho de esa misma sustancia, que ahora se había solidificado del todo y parecía yeso amarillo. Bajo el jardín, brillaba el océano. Descendí todo lo que pude. Quería mirar de cerca ese jardín.

Pregunta:Los árboles y las plantas, ¿tenían hojas?

Berton:No, eran formas aproximadas, como la maqueta de un jardín. Sí, una maqueta, pero de tamaño natural. Al cabo de un instante, la maqueta empezó a estallar, a cuartearse, a hendirse en grietas negras por las que escapaba un líquido espeso, viscoso que corría o se acumulaba en el lugar. Las sacudidas aumentaron, hubo un burbujeo prodigioso y todo quedó sepultado bajo la espuma. Al mismo tiempo, las paredes de niebla se fueron cerrando; gané altura rápidamente y salí del embudo a los 300 metros.

Pregunta:¿Estás seguro de haber visto algo que recordaba un jardín? ¿No hay otra interpretación posible?

Berton: Si,advertí varios detalles. Recuerdo, por ejemplo, que en un lugar había una hilera de cajones. Más tarde comprendí que se trataba de un colmenar.