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— No sé —dijo—. ¿Estás enfadado?

Era la voz de Harey, una voz de entonaciones profundas, un poco ausente, como si no le importara mucho lo que estaba diciendo, ya interesada en otra cosa. La gente la había creído irreflexiva, y aun insolente, pues no perdía nunca aquella expresión de vaga extrañeza.

—¿Quién… quién te vio?

— No sé. Llegué sin dificultades. Kris, ¿es importante? — Harey continuaba masajeándome los dedos, pero ahora parecía algo preocupada.

— Harey…

—¿Qué, mi querido?

—¿Cómo supiste dónde encontrarme?

Harey reflexionó. Una sonrisa — tenía los labios de color cereza— le descubrió los dientes.

—¡Ninguna idea! Raro, ¿no? Cuando entré, tú dormías. No te desperté, te enojas con tanta facilidad… Tienes muy mal carácter.

Me apretó la mano.

—¿Fuiste abajo?

— Si,está todo helado. Me escapé.

Me soltó la mano, y se echó de espaldas en la cama. Tenía todo el pelo caído a un costado, y me miró con esa leve sonrisa que me había irritado tanto antes de seducirme.

— Pero, Harey — balbuceé.

Me incliné sobre ella y le levanté la manga corta del vestido. Allí, encima de la cicatriz de la vacuna, había un punto rojo, la marca de una aguja hipodérmica. No me sorprendió (instintivamente yo me obligaba a sondear lo inverosímil, tratando de componer con distintos fragmentos una verdad coherente); no obstante sentí vértigo.

Toqué con el dedo el punto rojo, con el que todavía soñaba después de tantos años, con el que había soñado tantas veces, siempre despertando con un sollozo, y siempre en la misma posición, doblado en dos entre las sábanas arrugadas, así como yo la había encontrado a ella, ya casi fría, como si yo hubiese tratado de revivir durmiendo lo que ella había vivido, como si, más allá del tiempo, yo hubiese esperado que ella me perdonara o que hubiera podido acompañarla los últimos minutos cuando ella empezó a sentir los efectos de la inyección y el terror la dominó de pronto. Ella, que se asustaba de un simple rasguño, que no soportaba el dolor, ni la vista de la sangre, ella había cometido deliberadamente aquel acto horrible, sin dejarme nada más que unas pocas palabras borroneadas. Yo había conservado la nota en mi cartera de bolsillo; ahora era un billete descolorido y gastado pero nunca me había atrevido a destruirlo. La había imaginado tantas veces escribiendo aquellas palabras, haciendo los últimos preparativos… Yo me decía a mí mismo que ella había tramado una comedia, que sólo había querido asustarme, y que había tomado una dosis excesiva por error. Todos me decían que así había ocurrido, sin duda, o que había sido una decisión ciega, resultado de una súbita depresión. Pero nadie sabía lo que yo le había dicho cinco días antes; no sabían que para ahondar un poco más la herida yo me había llevado mis cosas y que ella, mientras yo cerraba mis valijas, me había preguntado con mucha tranquilidad: « ¿Sabes lo que esto significa? » Y yo había puesto cara de no entender a pesar de que entendía perfectamente, pero me decía a mí mismo que ella era cobarde, y hasta llegué a decírselo a ella… Y ahora, ella estaba allí, acostada de través en la cama y me miraba atentamente, como si no supiera que era yo quien la había matado.

—¿Y bien? — me preguntó Harey.

Las pupilas de Harey reflejaban el sol rojo; toda la alcoba estaba roja. Harey se miró el brazo con interés, pues yo había estado examinándola tanto tiempo, y cuando me retiré, apoyó la mejilla fresca en el hueco de mi mano.

— Harey — tartamudeé— es imposible…

— Cállate.

Yo alcanzaba a distinguir el movimiento de los ojos de Harey, bajo los párpados cerrados.

—¿Dónde estamos, Harey?

— En casa.

—¿Dónde queda eso?

Un ojo se entreabrió y se cerró instantáneamente. Las largas pestañas me hicieron cosquillas en la palma de la mano.

—¡Kris!

—¿Qué?

— Estoy bien.

Levantando la cabeza, vi reflejada en el espejo del lavabo una parte de la cama; una masa de cabellos suaves, los cabellos de Harey, y mis rodillas desnudas. Con la punta del pie traje hacia mí uno de los objetos informes que había sacado de la caja y lo recogí con la mano libre. Era una varilla fusiforme, con un extremo puntiagudo como una aguja. Apliqué la punta contra mi piel y la hundí, justo al lado de una pequeña cicatriz rosada. El dolor me sacudió todo el cuerpo. Miré la sangre que me corría por el interior del muslo y goteaba sin ruido sobre el piso.

Para qué, para qué… Me asaltaban pensamientos aterradores, pensamientos que estaban tomando una forma definida. Había dejado de decirme: « Es un sueño ». No lo creía. Ahora pensaba: « Necesito defenderme ».

Le examiné los hombros, la cadera ceñida por el vestido blanco, los pies desnudos que colgaban… Me incliné, le tomé delicadamente un tobillo y le pasé los dedos por la planta del pie.

La piel era suave, como de recién nacido.

Supe entonces que ella no era Harey, y estaba casi seguro de que ella en cambio no lo sabía.

El pie descalzo se movió, una risa silenciosa abrió los labios de Harey.





— Quieto… — murmuró.

Retiré con cautela la mano que sostenía la mejilla de Harey y me incorporé. Me vestí de prisa. Ella se levantó y me observaba.

—¿Dónde tienes tus ropas? — le pregunté.

Y en seguida me arrepentí de mi pregunta.

—¿Mis ropas?

— Cómo, ¿no tienes más que este vestido?

A partir de entonces, proseguí el juego con los ojos bien abiertos. Traté de parecer despreocupado, indiferente, como si nos hubiéramos separado el día anterior.. no, | como si nunca nos hubiésemos separado!

Ella se puso de pie; con un gesto familiar, rápido y seguro, se tironeó de la falda desarrugándola. Mis palabras la habían turbado, pero no habló. Por primera vez recorrió el cuarto con mirada curiosa, inquisitiva; luego dijo, perpleja:

— No sé… —Abrió la puerta del ropero. — ¿Aquí dentro quizá?

— No, ahí dentro sólo hay ropa de trabajo.

Encontré una máquina eléctrica junto al lavabo y empecé a afeitarme, sin dejar de mirar a Harey.

Ella iba y venía, mirando por todas partes. Al fin echó un vistazo fuera de la ventana y se me acercó.

— Kris, tengo la impresión de que ha ocurrido algo…

Se interrumpió; yo había desconectado la afeitadora; esperaba.

— Tengo la impresión de haber olvidado algo — prosiguió—, de haber olvidado muchas cosas… Sólo me acuerdo de ti… No me acuerdo de nada más.

Yo la escuchaba tratando de parecer impasible.

—¿Acaso… acaso estuve enferma? — preguntó.

— Oh… sí, en cierto sentido. Sí, estuviste un poco enferma.

— Ah, claro, eso explica las lagunas de mi memoria.

Se había animado otra vez. Jamás podré describir lo que yo sentía entonces, mientras miraba cómo iba y venía, ahora sonriente, ahora seria, habladora en un momento, silenciosa en el siguiente, sentándose y levantándose otra vez. Mi espanto cedía ante la convicción de tener allí a Harey frente a mí, mientras al mismo tiempo la razón me decía que ella parecía de algún modo estilizada, reducida a algunas expresiones, a algunos gestos, a ciertos movimientos característicos.

De pronto, se aferró a mí, apretando los puños contra mi pecho.

—¿Qué nos pasa, Kris? ¿Está todo bien? ¿Algo anda mal?

— Mejor imposible.

Harey sonrió débilmente.

— Cuando contestas así, es porque todo anda bastante mal.

—¡Qué ocurrencia! — dije precipitadamente—. Harey, querida, ahora tengo que salir, espérame. — Y agregué, pues empezaba a sentir mucha hambre — ¿Querrías comer tal vez?

—¿Comer? — Ella meneó la cabeza. — No.. ¿tengo que esperarte?… ¿mucho tiempo?

— Sólo una hora.

— Voy contigo.

— No puedes ir conmigo, tengo que trabajar.

— Voy contigo.

Había cambiado; no, no era Harey: Harey nunca imponía su presencia, no, la otra no se imponía jamás.

— Es imposible, mi querida…