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Ella me miró de arriba abajo. De pronto, me tomó la mano. Y mi mano se demoró, subió lentamente a lo largo de un brazo tibio y pleno. A pesar de mí mismo, estaba acariciándola. Mi cuerpo reconocía su cuerpo, mi cuerpo la deseaba, mi cuerpo me llevaba hacia ella, más allá de la razón, más allá de toda reflexión, más allá del miedo.

Procurando conservar la calma, repetí:

— Harey, es imposible, tienes que quedarte.

En el cuarto resonó una sola palabra.

— No.

—¿Por qué?

— No… no sé. —Harey miró alrededor y luego alzó de nuevo los ojos. — No puedo — dijo en un susurro.

— Pero ¿por qué?

— No sé. No puedo. Me parece… me parece… — buscaba la respuesta, y cuando la descubrió, fue para ella una revelación—, ¡Me parece que debo verte siempre!

El tono perentorio no correspondía a una declaración de afecto; se trataba sin duda de otra cosa. Tal comprobación modificó abruptamente, aunque no de manera visible, la naturaleza de mi abrazo.

La tenía en mis brazos; la miraba a los ojos. Insensiblemente, con un movimiento instintivo, empecé a tironearle de las manos hacia atrás, y cuando estuvieron juntas, mi mirada recorrió ansiosamente la habitación; necesitaba una cuerda para atarle las manos.

De pronto ella juntó los codos y hubo un breve forcejeo.

No resistí más de un segundo. Derribado de espaldas, con las puntas de los pies rozando el suelo, ni aun un atleta hubiera conseguido zafarse. Harey se irguió y dejó caer los brazos a los costados; su rostro, débilmente iluminado por una sonrisa incierta, no había participado en la lucha.

Me observaba con un interés apacible, como al principio, cuando yo me había despertado. Como si mi desesperado intento no la hubiese conmovido; como si no se hubiera dado cuenta de nada; como si hubiese ignorado mi crisis de pánico. Erguida ante mí, esperaba: grave, pasiva, un poco sorprendida.

Abandonando a Harey en el centro del cuarto, fui hacia la repisa del lavabo. ¡Yo había caído en una trampa insensata y quería salir a toda costa! Si alguien me hubiese preguntado qué sentía yo exactamente, y qué significaba todo aquello, yo hubiera sido incapaz de balbucear tres palabras. Pero entendía ahora que mi situación era idéntica a la de los otros habitantes de la Estación, que todo cuanto yo había vivido, aprendido o entrevisto formaba parte de una misma cosa, de un todo aterrador e incomprensible. Sin embargo, en ese preciso instante trataba simplemente de encontrar un truco, un modo de huir. Sin volverme, sentía clavada en mí la mirada de Harey. Empotrado en la pared, encima de la repisa del lavabo, había un pequeño botiquín de primeros auxilios. Lo examiné apresuradamente. Encontré los medicamentos, un frasco de comprimidos somníferos; lo destapé y eché cuatro comprimidos — la dosis máxima— en un vaso. Actuaba abiertamente, sin esforzarme demasiado por disimular mis actos y mis gestos. ¿Por qué? No me lo pregunté. Llené el vaso con agua caliente.

Cuando los comprimidos se disolvieron, me acerqué a Harey, que había permanecido de pie.

—¿Estás enojado? — me preguntó en voz baja.

— No. ¡Bebe!

Yo había previsto inconscientemente que ella me obedecería. En efecto, aceptó en silencio el vaso y lo bebió de un sorbo. Dejé el vaso vacío sobre un taburete y fui a sentarme en un rincón del cuarto, entre el ropero y la biblioteca.

Harey me siguió; se sentó en el suelo con un movimiento familiar, recogiendo las piernas y apartando el cabello de la cara. Yo ya no me engañaba, no era ella; y sin embargo, reconocía sus más mínimos gestos. El horror me oprimía la garganta. Y lo más espantoso era que yo tenía que actuar con cierta astucia, fingir que la tomaba por Harey, ya que ella misma creía sinceramente que era Harey. De esto yo estaba seguro, si aún podía estar seguro de algo.

Se había apoyado contra mis rodillas; sus cabellos me rozaban la mano. Así nos quedamos un tiempo. De vez en cuando yo echaba una ojeada a mi reloj. Pasó media hora; el somnífero tenía que haber empezado a actuar. Harey masculló unas palabras.

—¿Qué dices?

Ella no respondió.

Atribuí ese silencio a la pesadez del sueño; aunque en verdad dudaba secretamente de la eficacia de las pastillas. ¿Por qué? No lo sabía. Quizá porque mi subterfugio me parecía demasiado fácil.

Lentamente la cabeza de Harey se deslizó a lo largo de mis rodillas, los cabellos oscuros le ocultaron el rostro; respiraba regularmente; dormía. Me incliné, con el propósito de llevarla a la cama. Abriendo bruscamente los ojos, Harey me echó los brazos al cuello, y estalló en una carcajada aguda.

Quedé paralizado. Harey no cabía en sí de gozo. Me observaba entornando los párpados, con una expresión a la vez ingenua y maliciosa. Volví a sentarme tieso, perplejo, desconcertado. Un último acceso de risa sacudió a Harey; luego se apretujó contra mis piernas.

Le pregunté, con una voz inexpresiva:





—¿Por qué te ríes?

Una vez más el rostro de Harey expresó sorpresa, e inquietud. Sin duda deseaba darme una explicación honesta. Se frotó la nariz y suspiró.

— No sé —dijo al fin, sinceramente sorprendida—. Me estoy comportando como una idiota ¿no?… Pero tú también, tienes todo el aspecto de un idiota, tieso y solemne como… como Pelvis.

Creí haber oído mal.

—¿Cómo quién?

— Como Pelvis, tú sabes quién, el gordo…

Harey no podía en ningún caso conocer a Pelvis, ni haberme oído hablar de él, por la sencilla razón de que Pelvis había vuelto de una expedición tres años después que ella muriera. Yo no lo había conocido antes e ignoraba por consiguiente que tuviese una tendencia inveterada, cuando presidía las reuniones del Instituto, a prolongar indefinidamente las sesiones. Por lo demás, se llamaba Pelle Villis, y no supe hasta su regreso que lo habían apodado Pelvis.

Harey apoyó los codos sobre mis rodillas y me miró a los ojos. Yo le toqué los brazos; mis manos subieron hasta los hombros y el nacimiento del cuello desnudo, que palpitaba bajo mis dedos. Podía suponerse que la estaba acariciando; por lo demás, a juzgar por su mirada, ella no interpretaba de otra manera el contacto de mis manos. En realidad, yo estaba comprobando una vez más que su cuerpo era tibio al tacto, un simple cuerpo humano, con músculos, huesos, articulaciones. Mientras la miraba a los ojos con dulzura, sentí el horrendo deseo de cerrar bruscamente las manos.

De pronto, recordé las manos ensangrentadas de Snaut, y la solté.

— Cómo me miras — dijo ella serenamente.

El corazón me latía con tal fuerza que me fue imposible hablar. Cerré los párpados. En ese mismo momento se me ocurrió un plan, completo y minucioso. Sin perder un instante me puse de pie.

— Tengo que salir, Harey. Si de veras quieres ir conmigo, te llevo.

Harey se levantó de un salto.

— Bueno.

Abrí el armario y mientras escogía un traje para cada uno de nosotros, le pregunté;

—¿Por qué estás descalza?

Me respondió con voz vacilante:

— No sé… Debo de haber dejado los zapatos en alguna parte.

No insistí.

— Para ponerte esto, tendrás que sacarte el vestido.

—¿Un traje del espacio… por qué?

Trató de quitarse el vestido, pero entonces se puso en evidencia un hecho singular: ¡la imposibilidad de desabrochar un vestido que no tenía broches! Los botones rojos de la blusa eran simples adornos. No había cierres, ni de cremallera ni ningún otro. Harey sonreía, turbada.

Como si fuese algo normal, tomé una especie de escalpelo y rasgué la tela de la espalda, desde el cuello hasta la cintura. Harey se quitó el vestido por encima de la cabeza.

Se puso el traje de vuelo, holgado en demasía, y en el momento en que salíamos, me preguntó:

—¿Vamos a volar? ¿Tú también?

Yo me limité a sacudir la cabeza. Temía encontrar a Snaut. Pero no había nadie en la rotonda; la puerta que llevaba a la cabina de radio estaba cerrada.