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Le pedí al satélite que me diera la posición de los meridianos galácticos que atravesaba cada veintidós segundos mientras giraba alrededor de Solaris, y ordené fracciones de cinco decimales.

Luego me senté y esperé la respuesta. Me llegó al cabo de diez minutos. Arranqué la cinta de papel recién impresa, evitando mirarla, y la escondí en un cajón. Retiré de la biblioteca algunas cartas celestes, tablas de logaritmos, un calendario que incluía la trayectoria diaria del satélite, algunos libros auxiliares, y me puse a buscar yo mismo la respuesta. Durante una hora o más ordené las ecuaciones. Hacía mucho tiempo, desde mis días de estudiante, que no trabajaba en estos cálculos. ¿A qué época se remontaba mi última hazaña? A la de mi examen de astronomía práctica, sin duda.

Llevé a cabo las operaciones con la ayuda de la enorme computadora de la Estación. Mi razonamiento era el siguiente: guiándome por los mapas galácticos, obtendría un resultado aproximado, que podría comparar como la información del satélite. Aproximado, pues la trayectoria del satélite estaba sujeta a variaciones muy complicadas, debidas a las fuerzas de gravitación de Solaris y los dos soles, y a las variaciones locales provocadas por el océano. Cuando yo tuviera las dos series de cifras, la proporcionada por el satélite y la calculada teóricamente a partir de la carta celeste, yo introduciría las rectificaciones necesarias; de ese modo, los dos grupos coincidirían hasta la cuarta decimal; las divergencias se advertirían en la quinta decimal, y a causa de la influencia imprevisible del océano.

Si las cifras obtenidas por el satélite no eran reales, sino el producto de mi mente extraviada, nunca coincidirían con la segunda serie. Mi cerebro estaba enfermo quizá, pero no hubiese podido en ninguna circunstancia rivalizar con la computadora de la Estación y resolver rápidamente en privado problemas matemáticos que requerían meses de trabajo. Por lo tanto si las cifras concordaban, la computadora de la Estación existía, yo la había utilizado realmente, y no era víctima de ningún delirio.

Las manos me temblaban cuando saqué del cajón la cinta telegráfica y la extendí junto a la cinta de papel de la computadora. Como lo había previsto, las dos series coincidían hasta la cuarta decimal. Las diferencias sólo aparecían en la quinta.

Guardé todos los papeles en el cajón. De modo que la computadora existía, y no dependía de mí, y los habitantes de la Estación también existían y eran reales.

Iba a cerrar el cajón cuando descubrí un número de hojas de papel, cubiertas de cálculos impacientemente borroneados. Una simple ojeada me reveló que ya alguien había intentado un experimento semejante al mío, pidiéndole al satélite las medidas del albedo de Solaris a intervalos de cuarenta segundos.

Yo no estaba loco. El último rayo de esperanza se había extinguido. Desconecté la emisora, bebí el caldo que quedaba en el fondo del termo y me fui a dormir.

Harey

La desesperación y una especie de rabia muda me habían mantenido en pie mientras trabajaba en la computadora. Ahora, muerto de cansancio, no me daba maña para volver una cama mecánica; olvidándome de soltar los ganchos, me colgué de la manivela con todo mi peso y el armazón se desplomó.

Me arranqué las ropas, las tiré lejos de mí, y me dejé caer sobre la almohada, sin tomarme el trabajo de inflarla adecuadamente. Me dormí con las luces encendidas.

Abrí los ojos, con la impresión de haber dormitado unos pocos minutos. Una penumbra roja flotaba en el cuarto. El calor había disminuido; me sentía mejor. Me quedé así acostado, las mantas recogidas a los pies, completamente desnudo. Las cortinas estaban corridas a medias, y allá, frente a mí, junto al cristal iluminado por el sol rojo, había una figura sentada. Reconocí a Harey. Llevaba un vestido de playa blanco ceñido en los pechos; tenía las piernas cruzadas y los pies desnudos; inmóvil, apoyada en los brazos tostados por el sol, me miraba por debajo de las pestañas negras: Harey, con los cabellos oscuros recogidos atrás. La observé larga, apaciblemente. Mi primer pensamiento me reconfortó: yo estaba soñando, y sabía que soñaba. Sin embargo, hubiera preferido que ella desapareciese. Cerré los ojos y traté de ahuyentar ese sueño. Cuando los abrí de nuevo, Harey seguía allí sentada. Tenía los labios fruncidos, gesto habitual en ella, como si fuera a silbar; pero me miraba gravemente. Recordé mis especulaciones de la víspera a propósito de los sueños. Harey no había cambiado desde que yo la viera por última vez; en aquel entonces era una joven de diecinueve años. Ahora debía de tener veintinueve; pero parecía evidente que los muertos no cambian, y se mantienen eternamente jóvenes. Harey seguía mirándome con una expresión de sorpresa en la cara. Me dije que la ahuyentaría arrojándole algo, pero no me atreví —ni siquiera en sueños— a hacer daño a una muerta.

— Pobrecita — murmuré—, ¿has venido a visitarme?

El sonido de mi voz me aterró; la habitación, Harey, todo parecía demasiado real.





Un sueño en relieve, ligeramente coloreado… En el suelo había unas cosas que yo había visto al acostarme. Cuando despierte, me dije, comprobaré si están realmente ahí, o si sólo las he visto en sueños, como a Harey…

—¿Piensas quedarte mucho tiempo? — le pregunté.

Me di cuenta de que yo hablaba en voz muy baja, como un hombre que teme que lo escuchen del otro lado de la puerta. ¿Por qué preocuparse, en sueños, de oídos indiscretos?

El sol se elevaba por encima del horizonte. Buena señal. Yo me había acostado en un día rojo, al que sucedería un día azul, seguido por otro día rojo. Yo no había dormido quince horas de un tirón… ¡de modo que era un sueño!

Tranquilizado, miré a Harey con atención. El sol la iluminaba a contraluz; los rayos purpúreos le doraban la piel aterciopelada de la mejilla izquierda, y la sombra de las pestañas le caía oblicuamente en la cara. ¡Qué hermosa era! Y yo, terriblemente preciso, aún en sueños, acechando los movimientos del sol, esperando ver aparecer el hoyuelo en aquel sitio insólito, un poco por debajo de la comisura de los labios. De todas maneras, hubiera preferido despertarme. El trabajo me esperaba. Cerré con fuerza los ojos.

Oí un crujido metálico y miré de nuevo. Harey se había sentado a mi lado, en la cama; seguía observándome con ojos graves. Le sonreí; ella sonrió y se inclinó. Nos besamos; un primer beso tímido un beso de niños. Después, otros besos. La besé largamente. ¿Eran estas las experiencias de un sueño? me pregunté. No estaba traicionando el recuerdo de Harey, soñaba con ella. Jamás me habla ocurrido nada parecido. ¿Comenzaba acaso a inquietarme? Me repetía una y otra vez que todo aquello era un sueño, pero el corazón se me oprimía.

Me preparé a saltar fuera de la cama; estaba casi seguro de que no podría hacerlo; muy a menudo, en sueños, el cuerpo embotado se niega a obedecer. Yo esperaba, no obstante, que ese intento me arrancara del sueño. No me desperté; me senté, con las piernas colgando fuera de la cama. Todo era inútil, tenía que soportar hasta el fin ese sueño… Mi buen humor se había desvanecido. Estaba asustado.

—¿Qué… —pregunté, carraspeando— qué quieres?

Mis pies desnudos tantearon el suelo, buscando un par de zapatillas. Un borde afilado se clavó brutalmente en mi dedo; ahogué un grito. Esto me despertará, pensé con satisfacción, y entonces recordé que no tenía zapatillas.

Pero aquello continuaba… Harey había retrocedido y se apoyaba ahora en la barra de la cama, observándome con apacible interés.

¡Pronto, una ducha! Comprendí en seguida que una ducha, en sueños, no me despertaría.

—¿De dónde vienes?

Ella me tomó la mano, y en un movimiento que me era, muy familiar, la lanzó por el aire, la atrapó otra vez y jugueteó con los dedos.