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Abrí la puerta trasera. Salí agachada, lo más baja que pude, y entorné con suavidad la puerta tras de mí. En vez de usar los escalones, alargué una pierna y la puse sobre el suelo mientras me agachaba sobre el porche. Apoyé mi peso sobre ella y retiré la otra pierna. Volví a agazaparme. Se parecía mucho a cuando jugaba al escondite con Jason entre los árboles, cuando éramos críos.

Recé para que ahora no fuera también Jason mi oponente.

Primero usé como cobertura la bañera llena de plantas que había puesto la abuela, y después me arrastré hasta su coche, mi segundo objetivo. Miré hacia el cielo; la luna resultaba enorme, y como la noche estaba despejada las estrellas adornaban el firmamento. El aire resultaba pesado con tanta humedad, y seguía haciendo calor. En pocos minutos mis manos quedaron empapadas de sudor.

Siguiente paso, del coche a la acacia.

Esta vez no fue tan silencioso.

Me tropecé con un tocón y me di de bruces contra el suelo. Me mordí los labios para no gritar. El dolor se extendió por mi pierna y por la cadera, y supe que los bordes del irregular tocón habían raspado mi muslo de manera considerable. ¿Por qué no lo habría arrancado antes? La abuela le pidió a Jason que lo hiciera, pero este nunca encontró el momento.

Escuché un movimiento, o más bien lo intuí. Dejando la precaución para otra ocasión, me incorporé y corrí hacia los árboles. Alguien irrumpió en la linde del bosque a mi derecha y se dirigió hacia mí. Pero yo sabía adónde iba, y con un salto que me sorprendió, me agarré a la rama inferior de nuestro árbol favorito de la infancia para trepar, y me impulsé hacia arriba. Si sobrevivía hasta el amanecer me quedarían los músculos hechos papilla, pero merecía la pena. Me equilibré sobre la rama, tratando de mantener una respiración suave, cuando lo que me pedía el cuerpo era gemir y quejarme como un perro que sueña.

Ojalá aquello fuera un sueño. Pero resultaba i

Movimientos debajo del árbol; un hombre avanzaba entre los bosques. De una de sus muñecas colgaba un cordel. Oh, Dios. Aunque la luna estaba casi llena, su cabeza se empeñó en permanecer a la sombra del árbol y no pude ver quién era. Pasó por debajo de mí sin verme.

Cuando desapareció de la vista, volvía respirar. Con tanta lentitud como me fue posible, bajé al suelo. Comencé a avanzar entre los árboles, hacia la carretera. Tardaría un rato, pero si lograba llegar a ella, tal vez pudiera hacer señales a alguien para que parara. Entonces pensé en los pocos coches que viajaban por allí. Quizá fuera mejor cruzar el cementerio hasta la casa de Bill. Pensé en el camposanto de noche, con el asesino buscándome, y me tembló todo el cuerpo.

Asustarse más no tenía sentido. Tenía que concentrarme en el momento actual. Vigilé dónde ponía cada pie, avanzando con mucha lentitud. Entre los arbustos, cualquier caída resultaría muy ruidosa y lo tendría encima en un instante.

Encontré el gato muerto unos diez metros al sudeste del árbol al que me había subido. Su garganta no era más que una herida goteante. Bajo el efecto blanqueador de la luz de la luna no pude deducir siquiera de qué color era su pelaje, pero las manchas oscuras alrededor de su pequeño cadáver tenían que ser de sangre. Tras metro y medio más de movimiento furtivo me topé con Bubba. Estaba inconsciente o muerto; con un vampiro resultaba difícil diferenciar ambos estados. Pero como no le atravesaba el corazón ninguna estaca y la cabeza seguía en su sitio, confié en que solo estuviera inconsciente. Me imaginé que alguien le había traído un gato envenenado. Alguien que sabía que Bubba me protegía y que había oído de su afición a desangrar gatos.

Oí un crujido detrás de mí. El chasquido de una ramita. Me deslicé hasta la sombra de un árbol grande. Estaba desquiciada, desquiciada y muy asustada, y me pregunté si moriría aquella noche.

Puede que no dispusiera del rifle, pero tenía un arma incorporada a mi cuerpo. Cerré los ojos y busqué con mi mente. Una maraña oscura, roja, negra. Odio.

Me estremecí. Pero era necesario, era mi única protección. Bajé hasta el último rastro de defensa.

En mi cabeza se vertieron imágenes que me enfermaron, que me aterraron. Dawn, pidiendo a alguien que la pegara, y después descubriendo que ese alguien tenía sus medias en las manos y las estiraba preparándose para rodear su cuello con ellas. Una imagen repentina de Maudette, desnuda y pidiendo piedad. Una mujer a la que nunca había visto, dándome la espalda, cubierta de moratones y verdugones. Después mi abuela, mi abuela, en nuestra cocina, furiosa y luchando por su vida.

Me sentí paralizada por la conmoción, el horror de todo aquello. ¿De quién eran esos pensamientos? Obtuve una imagen de los hijos de Arlene, jugando en el suelo de mi sala de estar. Me vi a mí misma, pero no me parecía a la persona que siempre me recibía en el espejo. Había enormes agujeros en mi cuello, y resultaba lasciva. Una sonrisa impúdica adornaba mi rostro, y me acariciaba sugerente la parte interior del muslo.

Estaba en la mente de Rene Lenier. Así era como me veía él.

Rene estaba loco. Ahora sabía por qué nunca había podido leer con claridad sus pensamientos: los mantenía en un agujero secreto, un lugar de su cerebro oculto y separado de su yo consciente.

En ese momento veía una silueta detrás de un árbol y se preguntaba si se parecía a la de una mujer.

Me estaba viendo.

Salté y corrí hacia el oeste, hacia el cementerio. Ya no lograba escuchar sus pensamientos, porque mi cabeza estaba demasiado concentrada en correr y esquivar los obstáculos de árboles, arbustos, ramas caídas y hasta un pequeño barranco donde se había acumulado el agua de lluvia. Mis fuertes piernas me impulsaron, mis brazos siguieron el ritmo, y mi aliento se parecía a los silbidos de una gaita.

Salí del bosque y me encontré en el camposanto. La parte más antigua se encontraba más al norte, hacia la casa de Bill, y poseía los mejores lugares para ocultarse. Rodeé lápidas modernas, situadas casi a ras de suelo, nada buenas para esconderse. Salté por encima de la tumba de la abuela, con la tierra aún sin cubrir, ni losa. Su asesino me siguió. Me giré para ver lo cerca que se hallaba, como una tonta, y a la luz de la luna vi a la perfección su mata de pelo mientras se me acercaba.

Me adentré en la suave depresión que formaba el cementerio y comencé a subir por el otro lado. Cuando consideré que ya había las suficientes lápidas y estatuas de gran tamaño entre Rene y yo, me agaché detrás de una alta columna de granito coronada por una cruz. Permanecí muy quieta, apretándome contra la dura y fría piedra. Me puse una mano sobre la boca para amortiguar mis esforzados jadeos por meter aire en los pulmones. Me obligué a calmarme lo necesario para tratar de escuchar a Rene, pero sus pensamientos no eran lo bastante coherentes como para poder descifrarlos, salvo por la rabia que sentía. Entonces apareció un concepto claro.

– Tu hermana -grité-. ¿Todavía está viva Cindy, Rene?

– ¡Zorra! -aulló. Y supe en ese instante que la primera mujer en morir había sido su hermana, esa a la que le gustaban los vampiros, la que supuestamente aún visitaba de vez en cuando, según Arlene. Rene había matado a Cindy, la camarera, mientras aún vestía su uniforme rosa y blanco de la cafetería del hospital. La estranguló con las cuerdas de su propio delantal. Y después de que muriera, mantuvo relaciones sexuales con ella. Rene pensó (hasta donde era capaz de razonar) que, ya que ella había caído tan bajo, no le importaría hacerlo con su propio hermano. Cualquiera que permitiese a un vampiro hacerle eso merecía morir. Después, avergonzado, había ocultado el cuerpo. Las otras no eran de su carne, no tenía nada de malo dejarlas a la vista.