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Caminó deprisa por el pasillo hasta llegar a la puerta de una oficina que se usaba muy poco. La puerta tenía una cerradura vulgar que Jason abrió con una ganzúa. Cerró la puerta con llave cuando entró. No encendió la luz. En cambio, sacó una linterna del bolsillo y la encendió. La consola del ordenador estaba en un rincón junto a un archivador sobre el que se amontonaban las cajas de cartón.

Jason apartó la mesa del ordenador para dejar a la vista un montón de cables que colgaban de la parte trasera de la unidad central. Se arrodilló y cogió los cables al tiempo que separaba un poco de la pared el archivador que tenía a su costado. Esto le permitió alcanzar una toma equipada con varios puntos de entrada. Jason seleccionó uno de ellos y enchufó uno de los cables. Después se sentó delante del ordenador y lo encendió. Jason colocó la linterna sobre una de las cajas de forma que le iluminara el teclado. Aquí no había un teclado numérico para marcar el código de seguridad ni tampoco tuvo que mirar a la esquina superior derecha de la pantalla y esperar ser identificado. De hecho, para la red informática de Tritón, esta estación de trabajo ni siquiera existía.

Sacó la lista del bolsillo y la puso en la parte superior del teclado. De pronto oyó un ruido en el pasillo. Contuvo el aliento mientras ocultaba la linterna bajo la axila. Redujo la iluminación de la pantalla hasta dejarla en negro. Transcurrieron unos cuantos minutos mientras Jason esperaba en la oscuridad. Una gota de sudor resbaló de su frente, siguió por la nariz y se detuvo en el labio superior. Tenía tanto miedo que no se la secó.

Al cabo de cinco minutos de silencio, encendió la linterna, restableció el brillo de la pantalla y reanudó el trabajo. Sonrió una vez cuando un cortafuegos especialmente difícil -un sistema de seguridad interno destinado a impedir el acceso no autorizado de las bases de datos informatizadas- se derrumbó ante su persistente ataque. A toda prisa llegó al final de los archivos anotados en la lista. A continuación metió la mano en el bolsillo interior de la americana y sacó un disquete de tres pulgadas y media y lo cargó en la disquetera del ordenador. Un par de minutos más tarde, Jason retiró el disquete, apagó el ordenador y salió del cuarto. Atravesó los controles de seguridad, deseó buenas noches a Charlie y abandonó el edificio.

Capítulo 3

La luz de la luna que entraba por la ventana daba forma a diversos objetos en el interior de la habitación a oscuras. Sobre la sólida cómoda de pino había tres hileras de fotos enmarcadas. En una de las fotos, ubicada en la hilera trasera, Sidney Archer, vestida con un traje chaqueta azul marino, se apoyaba en un resplandeciente Jaguar plateado. A su lado, Jason Archer, con tirantes y camisa de fiesta, sonreía al tiempo que miraba arrobado los ojos de Sidney. Otra foto mostraba a la misma pareja, con un vestuario informal, delante de la torre Eiffel, con las manos apuntando hacia arriba y las bocas abiertas en una risa espontánea.

En la hilera del medio, aparecía Sidney, algunos años mayor, con la cara hinchada, el pelo mojado y aplastado contra el cráneo, en una cama de hospital. Sostenía entre los brazos un bulto diminuto, con los ojos cerrados. En la foto contigua aparecía Jason, con los ojos somnolientos y barbudo, en camiseta y calzoncillos, tendido en el suelo. El bulto, ahora con los ojos azules bien abiertos, descansaba feliz sobre el pecho del padre.

La foto central de la primera hilera había sido tomada en Halloween. El pequeño bulto tenía ahora dos años y aparecía vestida como una princesa, con corona y zapatillas de raso. La madre y el padre permanecían orgullosos en segundo plano, la mirada fija en la cámara, y las manos sujetando la espalda y los hombros de la niña.

Jason y Sidney estaban acostados. Jason daba vueltas y más vueltas. Había transcurrido una semana desde la última visita nocturna a su oficina. Había llegado el momento del desenlace y le resultaba imposible dormir. Junto a la puerta del dormitorio, una bolsa de deportes muy fea con rayas azules entrecruzadas y las iniciales JWA descansaba al lado de un maletín metálico negro. El reloj de la mesilla marcaba las dos de la mañana. Sidney sacó de debajo de las mantas uno de sus brazos largos y delgados, lo pasó por encima de la cabeza de Jason y comenzó a jugar con su pelo.

Sidney se levantó apoyada en un codo y continuó jugando con el pelo de su marido mientras se acercaba a él hasta que sus cuerpos quedaron unidos. El fino camisón se le pegaba al cuerpo. «¿Estás dormido?», le preguntó. Al fondo, los crujidos secos de la vieja casa eran los únicos sonidos que rompían el silencio. Jason se giró para mirar a su esposa.

– No.

– Lo sabía, no dejas de moverte. Algunas veces lo haces dormido. Tú y Amy.

– Espero no haber hablado en sueños. No quiero revelar mis secretos -dijo con una débil sonrisa.

Ella comenzó a acariciarle el rostro.

– Supongo que todo el mundo necesita tener algún secreto, aunque convenimos que no tendríamos ninguno.

Sidney soltó una risita que sonó hueca. Jason abrió la boca como si fuera a decir algo, pero se apresuró a cerrarla. Estiró los brazos y miró el reloj. Lanzó un gemido al ver la hora.

– Caray, más vale que me levante. El taxi estará aquí a las cinco y media.

Sidney miró las maletas junto a la puerta y frunció el entrecejo.

– Este viaje resulta un tanto inesperado, Jason.

El no la miró. En cambio, se frotó los ojos y bostezó.

– Ya lo sé. No me he enterado hasta última hora de ayer. Cuando el jefe dice: «En marcha», allá voy.

– Sabía que llegaría el día en el que ambos estaríamos fuera de la ciudad al mismo tiempo -dijo Sidney con un suspiro de resignación.

– Pero lo has arreglado con la guardería, ¿no? -replicó Jason con un tono ansioso.

– He quedado con una persona para que se quede después de la hora de cierre, pero no pasa nada. No tardarás más de tres días, ¿verdad?

– Tres como máximo, Sid, te lo prometo. -Se frotó con fuerza el cuero cabelludo-. ¿No puedes eludir el viaje a Nueva York?

– A los abogados no les perdonan los viajes de trabajo. -Meneó la cabeza-. No figura en el manual de los abogados productivos de Tyler y Stone.

– Ya está bien. Haces tú más en tres días que muchos de ellos en cinco.

– Verás, cariño, no hace falta que te lo diga, pero en nuestro negocio, es lo que haces tú por mí hoy, y, todavía más importante, lo que harás por mí mañana y pasado.

Jason se sentó en la cama.

– Lo mismo pasa en Tritón; sin embargo, al ser una empresa de tecnología avanzada, sus expectativas se extienden al próximo milenio. Algún día llegará nuestro barco, Sid. Quizá hoy.

– Vale. Así que mientras tú esperas en el muelle a que atraque nuestro yate, yo continuaré depositando nuestros sueldos y pagando las deudas. ¿Trato hecho?

– De acuerdo. Pero algunas veces tendrías que ser optimista. Mirar al futuro.

– Ahora que hablas del futuro, ¿has pensado en ponerte a la faena y tener otro hijo?

– Siempre a punto. Si el próximo es como Amy, está chupado.

Sidney apretó los muslos contra el cuerpo de su marido, contenta de que él no pusiera objeciones a ampliar la familia. Si él estaba saliendo con otra…

– Habla por ti misma, señor Mitad Masculina de esta pequeña ecuación.

Ella lo apartó.

– Lo lamento, Sid. Ha sido el típico comentario de macho imbécil. No volverá a ocurrir, lo prometo.

Sidney apoyó la cabeza en la almohada y miró el techo mientras comenzaba a masajearle suavemente los hombros. Tres años antes, la idea de abandonar la práctica de la abogacía hubiese estado fuera de lugar. Ahora, incluso el trabajo a tiempo parcial le parecía una intrusión en su vida con Amy y Jason. Ansiaba libertad total para estar con su hija. Una libertad que no podían permitirse únicamente con el sueldo de Jason, por muchos recortes que hicieran, librando una lucha constante contra la compulsión de consumir. Pero si Jason continuaba ascendiendo en Tritón, ¿qué ocurriría?