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David Baldacci
Control Total
Agradecimientos
Control Total necesitó de una gran tarea de documentación y de información especializada que tuve la fortuna de conseguir gracias a los esfuerzos de las siguientes personas:
A mi amiga Je
A mi amigo Tom DePont de NationsBank, por su valiosa colaboración en los temas bancarios y sus muy útiles sugerencias sobre escenarios financieros creíbles. A mi amigo Marvin Mclntyre, de la firma de corredores de Bolsa Legg Masón, y a su colega Paul Montgomery, por los buenos consejos y ayuda en los temas de inversiones y la Reserva Federal.
A mi querida amiga, la doctora Catharine Broome, por su asesoramiento en temas médicos generales y el tratamiento del cáncer. También a ella y a su marido David, por los detalles sobre la ciudad de Nueva Orleans.
A mi tío Bob Baldacci, por proveerme de muchísimo material y por la paciencia de responder a mis i
A mi primo Steve Je
A Neil Schiff, director de publicidad del FBI, por permitirme un recorrido por el edificio Hoover y atender mis preguntas sobre la organización.
A Larry Kirshbaum, Maureen Egen y al resto del maravilloso equipo de Warner Books por su apoyo. Todos habéis colaborado tanto a cambiar mi vida, que me siento en la obligación de reconocerlo en cada novela, aunque sólo sea para demostrar mi más sincera gratitud.
Un agradecimiento muy especial a Francés Jalet-Miller, de la Aaron Priest Agency. Es una bendición tenerla como editora y amiga. Ha conseguido que Control total sea mucho mejor con sus comentarios tan atinados.
Capítulo 1
El apartamento era pequeño, poco acogedor, y predominaba un olor a moho que sugería un largo abandono. Sin embargo, los pocos muebles y las pertenencias personales estaban limpias y bien organizadas; algunas de las sillas y una pequeña mesa auxiliar eran valiosas antigüedades. El ocupante más llamativo de la minúscula sala de estar era una biblioteca de arce que bien podría haber estado en la Luna, porque parecía un objeto extraterrestre en este espacio modesto y sin pretensiones. La mayoría de los libros colocados en los estantes versaban sobre finanzas y trataban sobre temas como la política monetaria internacional o complejas teorías de inversión.
La única luz de la habitación la suministraba una lámpara de pie colocada junto a un sofá. El pequeño círculo luminoso delineaba la silueta del hombre alto y estrecho de hombros que estaba sentado allí, con los ojos cerrados como si estuviera dormido. El reloj de su muñeca marcaba las cuatro de la mañana. Las perneras del pantalón gris oscuro rozaban los zapatos negros con borlas impecablemente lustrados. Los tirantes verdes resaltaban sobre la pechera blanca almidonada. El cuello de la camisa estaba desabrochado y las puntas de la pajarita colgaban alrededor del cuello. La gran cabeza calva era como un segundo plano, porque lo primero que llamaba la atención era la espesa barba gris acero que enmarcaba el rostro ancho surcado por profundas arrugas. Sin embargo, cuando el hombre abrió bruscamente los ojos, todas las demás características físicas se convirtieron en secundarias; los ojos eran de color avellana, muy penetrantes; parecían ocupar todo el espacio de las órbitas mientras contemplaban la habitación.
Entonces el dolor sacudió al hombre, que se llevó las manos a su costado izquierdo, pero en realidad el dolor estaba ahora por todas partes. No obstante, su origen había sido el lugar que ahora él atacaba con una feroz aunque fútil venganza. Apenas podía respirar mientras se le contraía el rostro.
Deslizó una mano hasta el aparato sujeto en el cinturón. Con la forma y el tamaño de un walkman, era en realidad una bomba CADD conectada a un catéter Groshing oculto debajo de la camisa y cuyo otro extremo estaba insertado en el pecho. El dedo encontró el botón correcto y el microordenador en el interior de la bomba descargó inmediatamente una muy potente dosis de analgésicos en una cantidad muy superior a la que suministraba automáticamente a intervalos regulares a lo largo del día. A medida que la mezcla analgésica entraba directamente en el torrente sanguíneo, el dolor fue disminuyendo hasta desaparecer del todo. Pero volvería; siempre volvía.
El hombre se echó hacia atrás, exhausto, el rostro sudoroso, la camisa empapada de sudor. Dio gracias a Dios por poder manejar la bomba a voluntad. Tenía una tolerancia extraordinaria al dolor, porque su fuerza mental podía superar fácilmente cualquier malestar físico, pero la bestia que le devoraba las entrañas le había introducido en un nuevo nivel de angustia física. Por un momento se preguntó qué llegaría primero: la muerte o la derrota más absoluta de las drogas frente al enemigo. Rezó para que ganara la muerte.
Fue tambaleándose hasta el baño y se miró en el espejo. En ese momento, se echó a reír. Las carcajadas casi histéricas aumentaron de volumen hasta parecer que estallarían a través de las delgadas paredes del apartamento, y entonces el estallido incontrolable se transformó en sollozos y en un vómito. Unos minutos más tarde, después de cambiarse de camisa, Lieberman estaba otra vez delante del espejo, ocupado en hacerse el nudo de la corbata. Le habían avisado de los violentos cambios de humor. Sacudió la cabeza.
Siempre se había cuidado. Hacía gimnasia con regularidad, no fumaba, no bebía, controlaba su dieta. Ahora, a sus juveniles sesenta y dos años, no viviría para ver los sesenta y tres. Este hecho lo habían confirmado tantos especialistas que, finalmente, incluso el enorme deseo de vivir de Lieberman había renunciado. Pero no se iría por la puerta falsa. Le quedaba una carta por jugar. Sonrió al darse cuenta repentinamente de que la inminencia de la muerte le daba una maniobrabilidad que no había tenido en vida. Sería una verdadera ironía que una carrera distinguida como la suya acabara con una nota i
Lieberman abandonó el apartamento a las cinco y media en punto, bajó en el pequeño ascensor hasta la planta baja y salió a la calle, donde un Crown Victoria, con matrículas oficiales de un blanco resplandeciente a la luz de la farola, estaba aparcado junto al bordillo con el motor en marcha. El chófer se apresuró a bajar del coche y abrió la puerta para que subiera. Se llevó la mano a la gorra en un respetuoso saludo a su estimado pasajero y, como de costumbre, no recibió respuesta. En unos segundos, el coche había desaparecido.
Más o menos a la misma hora que el coche de Lieberman entraba en el acceso a la autopista, el Mariner L800 salía del hangar en el aeropuerto internacional Dulles preparado para el vuelo sin escalas a Los Ángeles. Acabados los controles de mantenimiento, se procedería a abastecer de combustible al avión de cincuenta y cinco metros de longitud. Western Airlines subcontrataba las operaciones de carga de combustible. El camión cisterna estaba aparcado debajo del ala de estribor. En el L800 la configuración estándar tenía los depósitos de combustible en cada ala y en el fuselaje. El panel de combustible debajo del ala, ubicado aproximadamente a un tercio del fuselaje, estaba abierto y la larga manguera serpenteaba por el interior del ala hasta la válvula de toma. Esta única válvula servía para trasvasar el combustible hasta los tres tanques a través de una serie de colectores. El encargado de la operación, con guantes y un mono mugriento, controlaba la manguera mientras el combustible de alto octanaje entraba en los depósitos. El hombre contempló sin prisas la creciente actividad alrededor del aparato: estibaban las sacas de correos y la carga, los carros con las maletas cruzaban lentamente la pista procedentes de la terminal. Satisfecho de que nadie le observaba, el hombre utilizó una mano para rociar la parte expuesta del depósito de combustible, alrededor de la válvula de toma, con una sustancia contenida en un rociador de plástico. El metal del depósito brillaba en la parte rociada. Un examen más a fondo hubiera revelado un leve empañamiento de la superficie metálica, pero dicho examen no se realizaría. Incluso el capitán, en la revisión previa al vuelo, nunca descubriría esta pequeña sorpresa agazapada en el interior de la enorme máquina.