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– ¡Cohorte! ¡Alto! -gritó Hortensio-. ¡Apaciguad a esas malditas mulas!

Se abalanzó hacia el animal herido que había organizado aquel caos y hundió la espada en la garganta de la mula. La sangre salió a borbotones. Por un momento la mula se quedó allí parada con la cabeza colgando tontamente mientras miraba el charco carmesí que se estaba formando junto a sus cascos. Luego le fallaron las rodillas y se desplomó sobre la sangre, el barro y la nieve.

– ¡Matadlas a todas! -chilló Hortensio, y empujó a los soldados más próximos hacia los aterrorizados animales.

Acabó todo en un momento y los heridos supervivientes fueron depositados de nuevo bajo la escasa protección de los carros que permanecían intactos. La cohorte ya no podía moverse, no sin abandonar a sus heridos a la sangrienta ferocidad de los Durotriges. Por un instante, Cato se preguntó si Hortensio tendría la sangre fría suficiente para salvar lo que quedaba de su cohorte e intentar escapar hacia la centuria de refuerzo. Pero se mantuvo fiel al código de su rango.

– ¡Cierren filas! ¡Cierren filas en torno a las carretas!

Los legionarios que se encontraban en la retaguardia y en los lados trataron de distanciarse poco a poco al tiempo que propinaban estocadas a los Durotriges, los cuales arremetían a golpes y cuchilladas contra la pared de escudos, haciéndola retroceder hasta que los Romanos formaron un pequeño grupo compacto alrededor de los carros que aún eran utilizables.

Los legionarios que tropezaron y cayeron a medida que iban cediendo terreno quedaron aplastados bajo los pies de los demás y luego los Britanos los despedazaron. Cato se quedó pegado a Macro, protegiéndose tras su escudo y acometiendo contra el mar de rostros y miembros enemigos que tenía frente a él.

– ¡Ten cuidado, muchacho! -le gritó Macro-. ¡Estamos justo al lado de las mulas!



Cato pisó la sangre de los animales con un chapoteo y notó el roce de la piel de la mula en la pantorrilla. A ambos lados, los soldados de la sexta centuria retrocedían hacia los cuerpos de las mulas, demasiado apiñados a causa de los Durotriges para poder rodearlas o pasar por encima de ellas. Con un rugido desafiante, Macro clavó la punta de la espada en el rostro de un rival. Mientras el hombre caía, aprovechó la oportunidad para pasar apresuradamente por encima del ijar de la mula.

– ¡Vamos, Cato! Por un momento el optio se vio frente a dos Britanos Jóvenes como él, pero con una espesa mata de pelo encalado en forma de unas desgreñadas puntas blancas. Uno de ellos iba armado con una lanza de guerra de hoja ancha mientras que el otro llevaba una espada corta que le había arrebatado a algún Romano muerto. Ambos empezaron a amagar con la esperanza de que el optio se distrajera lo suficiente como para poder propinarle una estocada mortal, pero él no dejó de mover su escudo, presentándolo primero de una manera, luego de otra, pasando rápidamente la mirada de la lanza a la espada y viceversa. No osaba tratar de pasar por encima de la mula muerta mientras los dos guerreros esperaban a que cometiera un error defensivo. De pronto la punta de la lanza se precipitó hacia delante. Cato movió su escudo de forma instintiva para responder a la amenaza y bajó la punta de la lanza de un golpe. Aprovechando la ocasión, el otro Britano se adelantó y arremetió contra el estómago de Cato. Una mano agarró a Cato con brusquedad por la correa del arnés y tiró de él, levantándolo a peso por encima del cadáver de la mula. La espada no le alcanzó y Cato se quedó tumbado en el suelo, jadeando sin aliento.

– ¡Ahí casi te pillan! -Macro se rió y de un tirón puso a Cato de pie. Respirando con dificultad y agarrándose el pecho, Cato no pudo evitar maravillarse por la forma en que su centurión parecía regocijarse ante la perspectiva de una muerte inminente. Le resultaba extraña aquella locura, aquella euforia de la batalla, reflexionó Cato. Era una pena que no fuera a vivir lo suficiente para considerar más detalladamente el fenómeno.

Los soldados de la cuarta cohorte cerraron filas instintivamente y formaron una irregular elipse alrededor de sus compañeros heridos. El enemigo se aglomeró en torno a ellos, golpeando y acuchillando los escudos Romanos con creciente frenesí mientras trataba de destruir la cohorte antes de que la alcanzara la columna de refuerzo que marchaba a paso rápido hacia ellos, pero que aún estaba lejos. En la salvaje intimidad del corazón del combate, la mente de Cato quedó maravillosamente libre de cualquier pensamiento que no fuera la necesidad de acabar con la vida de su enemigo y de conservar la suya. Sentía el escudo y la espada como si fueran una prolongación natural de su cuerpo. Desviando los golpes con uno y atacando con la otra, Cato se movía con la mortífera eficacia de una máquina bien entrenada. Al mismo tiempo, unos minúsculos detalles sensoriales, imágenes congeladas de la lucha, se consumían en su memoria: el acre hedor del sudor de mula y el más dulzón olor de la sangre, el suelo revuelto bajo sus botas enfangadas, los rostros de amigos y enemigos salpicados de sangre, salvajes y rabiosos, y el frío cortante de aquella mañana de invierno que hacía temblar todo su agotado cuerpo.

Los Durotriges iban acabando con los hombres de la cohorte de uno en uno. A los heridos los arrastraban hacia el centro en tanto que a los muertos los arrojaban fuera de la formación para evitar que sus cadáveres fueran un peligro bajo los pies de los compañeros que aún vivían. Y la cohorte perduraba; los enemigos muertos se apilaban frente a sus escudos de manera que los Durotriges tenían que trepar por encima de ellos para atacar a los legionarios. Ofrecían un blanco perfecto para las espadas cortas mientras mantenían precariamente el equilibrio sobre aquella blanda e irregular masa de carne muerta y agonizante de la cual emanaban los aterrorizados gritos de los que aún vivían, que se oían por encima del ruido sordo de los escudos y del sonido agudo del choque del metal.

La intensidad del momento privó a Cato de todo sentido del paso del tiempo. Se hallaba hombro con hombro con su centurión a un lado y el joven Fígulo al otro. Pero Fígulo ya no era aquel muchacho de facciones dulces permanentemente fascinado por un mundo que tan distinto era de aquellos miserables barrios bajos de Lutecia en los que había nacido. Fígulo había recibido una cuchillada encima de un ojo; la carne desgarrada le colgaba de la frente y tenía media cara cubierta de sangre. Sus delicados labios estaban retraídos en una mueca feroz al tiempo que bufaba y escupía debido al esfuerzo de la batalla. Podría haber pasado sin los meses de entrenamiento; dominado por la ira y el sufrimiento, propinaba golpes y cuchilladas con su espada corta, utilizándola de una manera para la que ésta no había sido diseñada. Aún así, los Durotriges se apartaron de él, intimidados por su terrible cólera. Echó atrás la hoja para volver a acometer a fondo y le dio un codazo en la nariz a Cato. Por un instante al optio se le llenó la cabeza de una luz blanca antes de que le sobreviniera el dolor.

– ¡Ten cuidado! -le gritó Cato al oído. Pero Fígulo estaba totalmente absorto y cualquier llamada a la razón era inútil. Frunció el ceño y sacudió la cabeza una vez, luego volvió al ataque con un gruñido gutural. Un Britano que empuñaba un hacha de guerra de mango largo se abalanzó sobre Cato. Él levantó el escudo y se dejó caer de rodillas, apretando los dientes a la espera del impacto. El golpe astilló la madera y alcanzó el pecho de un cadáver que yacía a los pies de Cato. El ímpetu del guerrero lo impulsó hacia delante, directo a la punta de la espada de Cato que le atravesó la clavícula y se le hundió en el corazón. Se desplomó de lado, llevándose con él la hoja de Cato. El optio agarró el arma que tenía más cerca, una larga espada celta de ornamentada empuñadura. Aquella arma poco familiar le resultó incómoda y difícil de manejar cuando trató de blandirla como si se tratara de una espada corta Romana.