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Vespasiano descendió rápidamente de la torre y ocupó su puesto al final de la guardia de honor formada a ambos lados de la entrada. Daría buena impresión si recibía al general en persona. El golpeteo de los cascos ya era perfectamente audible y Vespasiano le hizo un gesto con la cabeza al centurión al mando de la guardia de honor. -¡Abrid las puertas! -gritó el centurión. La tranca fue retirada y luego, con un intenso crujido, se tiró de las puertas para abrirlas lo máximo posible. Se hizo en el momento justo, puesto que al cabo de unos instantes el primer miembro de la guardia personal del general frenó su caballo a un lado de la entrada y esperó a que Plautio entrara primero al campamento. El general, seguido por los miembros de su Estado Mayor, puso el caballo al paso mientras el centurión de la guardia bramaba sus órdenes.

– ¡Guardia de honor… presenten armas! Los legionarios empujaron las jabalinas hacia delante, inclinadas, y el general respondió con un saludo en dirección a las tiendas de mando donde se habían depositado los estandartes de la segunda legión en un santuario provisional. Plautio se detuvo junto a Vespasiano y desmontó.

– ¡Me alegro de verlo, general! -sonrió Vespasiano.

– Vespasiano. -Plautio lo saludó con una breve inclinación de la cabeza-. Tenemos que hablar, enseguida.

– Sí, señor.

– Pero antes, por favor, ocúpate de que mi escolta… y mis compañeros -señaló a los oficiales de Estado Mayor y a las dos figuras encapuchadas-, ocúpate de que estén cómodos, en algún lugar tranquilo. Los Druidas se pueden dejar atados con los caballos.

– Sí, señor. -El legado le hizo una señal con la mano al centurión de guardia para que se acercara y le pasó las instrucciones. Los caballos, reventados por el esfuerzo al que habían sido sometidos, resoplaban, ensanchando los ollares con cada respiración profunda.

La escolta del general llevó los caballos hacia los establos y el centurión de guardia condujo a los oficiales del Estado Mayor, sucios de barro, al comedor de los tribunos. Las dos figuras con capa y capucha siguieron a los demás en silencio. Vespasiano las observó con curiosidad y Plautio le dirigió una débil sonrisa.

– Te lo explicaré luego. Ahora mismo tenemos que hablar de mi mujer y mis hijos.

CAPÍTULO XVII

En cuanto los exhaustos soldados de la cuarta cohorte divisaron el campamento de la segunda legión, una ovación espontánea brotó de sus labios. Los Durotriges, y sus cabecillas Druidas, aún podían ver frustrados sus esfuerzos por aniquilarlos. A una distancia de una hora escasa de marcha se encontraba la seguridad de las defensas y el final de aquella horrible prueba de resistencia por la que los había hecho pasar el centurión Hortensio. Pero si bien a los Romanos se les levantó el ánimo al ver el campamento, lo mismo ocurrió con la determinación del enemigo de acabar con los hombres de la cohorte antes de que sus compañeros acudieran en su ayuda. Con un aullido salvaje, los Durotriges cayeron sobre las apiñadas filas de la formación Romana.



Hacía ya rato que el escudo y la espada de Cato se habían convertido en una carga insoportable y los músculos de los brazos le ardían debido al suplicio de soportar su peso. Aunque había compartido con los demás soldados los gritos de entusiasmo al ver el campamento, la distancia que mediaba lo llenó de desesperación. La misma desesperación que siente un hombre que se ahoga al ver la costa a lo lejos en un mar encrespado. Acababa de pensarlo cuando el inmenso rugido de furia del ataque de los Durotriges se oyó a ambos lados y en la retaguardia del cuadro. El sordo repiqueteo de los golpes de escudo y el choque metálico de las armas se oían con más intensidad que nunca. La formación Romana flaqueó, luego se detuvo por el impacto del ataque y tardó un momento en volver a afirmar su pared de escudos.

En cuanto Hortensio se convenció de que su cohorte sabía cómo defenderse, dio la orden de continuar el avance. El cuadro hueco siguió adelante de nuevo, rechazando a los frenéticos guerreros que se aferraban a sus talones. Las bajas Romanas empezaban a ser tan numerosas que ya quedaba poco sitio en los carros apiñados en el reducido espacio del centro del cuadro. Los heridos observaban con expresiones desoladas cómo sus compañeros hacían lo que podían en una lucha desigual. Cada sacudida de una carreta provocaba nuevos gemidos y gritos de aquellos que iban en su interior, pero no había tiempo para detenerse y ocuparse de sus heridas. Bajo aquellas desesperadas circunstancias Hortensio podía prescindir de muy pocos hombres para que cuidaran de las bajas y únicamente las heridas más graves se habían vendado de cualquier manera.

La sexta centuria, al frente del cuadro, podía ver con claridad el campamento de la legión. Aquella visión atormentaba a Cato, pero el paso de tortuga de la cohorte sólo servía para convencerlo de que nunca conseguirían llegar. Los Durotriges acabarían con los exhaustos legionarios mucho antes de que éstos pudieran alcanzar la seguridad de los terraplenes.

– ¿Qué demonios están haciendo ahí abajo? -A Macro le centellearon los ojos con amarga frustración cuando vio la tranquila quietud del campamento-. Esos jodidos centinelas deben de estar ciegos. Ya verás cuando les ponga las manos encima…

A un lado, la infantería pesada de los Durotriges, que había vuelto a reunirse tras el feroz combate nocturno, pasó a toda prisa junto al cuadro. Cato no podía hacer nada más que mirarlos con desesperación, pues el plan de los Britanos estaba claro. Cuando quedaran unos cien pasos de distancia entre ellos y la cohorte, la columna enemiga se movería oblicuamente respecto a la cara del cuadro Romano y rápidamente se desplegaría en una línea de batalla, con un pequeño grupo de honderos en cada extremo. Y se mantendrían allí firmes, lanzando sus gritos de desafío a la cohorte mientras la pared de escudos se aproximaba.

Los legionarios habían vencido a los Durotriges durante toda la noche, pero en aquellos momentos se encontraban ya al límite de sus fuerzas. Apenas habían dormido una hora en los casi tres días de dura marcha. Medio adormilados, sus doloridos ojos atisbaban desde unos rostros mugrientos y enmarañados con barba de varios días. Los Romanos más jóvenes, de la edad de Cato, tenían poco vello facial, pero sus facciones demacradas los hacían parecer mucho más viejos. Los lados y la retaguardia del cuadro ya no formaban una línea firme y empezaron a ceder terreno bajo la incesante presión de sus menos cansados rivales, que empezaban entonces a intuir por fin la victoria. Muy pronto el cuadro dejó de serlo, para convertirse en un grupo deforme de soldados que luchaban por sobrevivir. La voz del centurión Hortensio, ronca y cascada, volvió a alzarse por encima del estrépito de la batalla.

– ¡Ya vienen, muchachos! La legión viene a Por nosotros. Al frente del cuadro, Cato miró por encima de las filas de los Britanos (que se encontraban ya a apenas unos cuarenta pasos) y vio que las cohortes salían por la puerta sur del campamento con sus bruñidos cascos que brillaban bajo el sol de primera hora de la mañana. Pero los separaban algunas millas y tal vez no llegaran a tiempo de salvar a los hombres de la cuarta.

– ¡No os paréis! -gritó Hortensio-. ¡No os paréis! Cada paso adelante disminuía la distancia entre las dos columnas Romanas. Cato apretó los dientes y esgrimió su espada hacia la revuelta concentración de infantería pesada de los Durotriges.

– ¡Cuidado! -chilló Macro-. ¡Hondas!

Los Romanos consiguieron resguardarse bajo sus escudos justo a tiempo cuando la primera descarga salió disparada en diagonal desde los flancos de la línea enemiga. Con un rugido los Durotriges se lanzaron al ataque inmediatamente después. El seco golpeteo y el chasquido de los proyectiles de honda en el frente del cuadro demostraron que los honderos se habían asegurado de apuntar bien. Pero un proyectil pasó volando por encima de la cabeza de Cato y alcanzó a una de las mulas enjaezadas a una carreta en el centro de la formación. Le pulverizó el ojo y el hueso que rodeaba la cuenca y, con un alarido de agonía, la mula corcoveó, tirando de los arreos y aterrorizando a las otras tres bestias enganchadas al mismo carro. En un instante el carro viró bruscamente golpeando a su vecino y, con un crujido de protesta por parte del forzado eje, se fue inclinando lentamente y volcó. Los heridos salieron despedidos y quedaron desparramados bajo los lacerantes cascos de las mulas presas del pánico. Un soldado, aplastado por un lado de la carreta, dejó escapar un terrible quejido antes de ahogarse con la sangre que le salía a borbotones por la boca. Cayó de espaldas, inerte. Los estridentes rebuznos de la descalabrada mula hendían el aire e hicieron que Cato se estremeciera. Los heridos que habían caído al suelo se arrastraron tratando por todos los medios de alejarse de las aterrorizadas mulas, pero muchos de ellos fueron pisoteados antes de poder salir de ahí. Entonces volcó otra carreta y nuevos alaridos de terror y dolor llenaron el aire.