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– No tengo elección, ¿no te parece?
Él se encogió de hombros y la miró a los ojos. Maggie notó que se sentía impotente, como si tuviera que haber algo que él pudiera hacer.
– Son gajes del oficio, Nick. Mucho trazadores viven en urbanizaciones cerradas o en casas con complejos sistemas de alarma. Después de un tiempo te acostumbras a que tu número de teléfono no aparezca en la guía, ni tus señas en ningún directorio. Todo esto forma parte de mi vida. Esa parte que Greg no soportaba. Y tal vez no tenía por qué soportarla. Quizá nadie tenga por qué hacerlo.
– Greg era un imbécil -dijo él mientras sujetaba la correa al collar de Harvey. El perro le lamió la mano, agradecido-. Pero, claro, debería considerar que su pérdida es mi ganancia -sonrió, luego apretó el botón verde y dejó que Harvey lo sacara a rastras al jardín.
Maggie se quedó mirándolos, preguntándose qué tenía aquel hombre, con su cuerpo fibroso y sus encantadores hoyuelos, que con tanta facilidad agitaba en ella sentimientos y emociones que no experimentada desde hacía años. ¿Se trataba de una simple atracción física? ¿Disparaba Nick, sencillamente, sus hormonas? ¿Era sólo eso?
El otoño anterior, cuando se conocieron en Platte City, Nick era un sheriff insolente y altanero, con reputación de donjuán. Maggie se había sentido inmediatamente atraída por su encanto y su apostura, lo cual la había hecho enojarse consigo misma. Pero durante el transcurso de aquella semana espantosa y agotadora, había tenido la oportunidad de conocer a un hombre sensible y afectuoso que deseaba sinceramente cumplir con su deber.
Antes de dejar Nebraska, él le había dicho que la quería. Maggie lo atribuyó entonces a las confusas emociones que la gente cree experimentar cuando atraviesa con otra persona una crisis traumática. En Kansas City, él le había confesado que aún le importaba. Maggie se preguntaba cuáles serían sus intenciones ahora que sabía que se estaba divorciando de Greg. ¿De veras la quería, o era ella simplemente una muesca más que pretendía añadir al poste de su cama?
En ese momento, no importaba. Ella no tenía la energía necesaria para entretenerse con tales pensamientos. Tenía que mantener la concentración. Debía comenzar a escuchar a su cabeza y a su intuición y hacer oídos sordos a su corazón. Ante todo, no deseaba querer a alguien a quien Stucky pudiera arrebatarle en una fracción de segundo.
Lo que Gwen le había dicho la noche anterior acerca de la posibilidad de que Stucky fuera tras ella seguía acongojándola, a pesar de que creía honestamente que su amiga no corría ningún peligro. Todos pensaban que Stucky había elegido a mujeres a las que ella conocía superficialmente a fin de que no pudieran prever quién sería su siguiente víctima. Pero la cuestión era que Maggie apenas permitía que nadie la conociera íntimamente. Gwen aseguraba que era porque no había superado la muerte de su padre. Pero eso no eran más que cuentos de psicoanalista. Gwen estaba convencida de que Maggie se mantenía deliberadamente alejada de sus amigos y compañeros de trabajo. Lo que Maggie llamaba distanciamiento profesional, Gwen lo llamaba miedo a la intimidad.
– Si no dejas que la gente se te acerque, no pueden hacerte daño -le decía Gwen, reprendiéndola en tono maternal-. Pero tampoco pueden amarte.
Nick y Harvey volvían del jardín. Harvey llevaba en las fauces el hueso que Maggie le había comprado. Ella creía que lo había enterrado porque no lo quería. Pero, por el contrario, el hoyo recién excavado al pie de un cornejo parecía ser un escondrijo seguro. Era evidente que tenía mucho que aprender sobre su nuevo compañero de casa.
En cuanto Nick le quitó la correa, el perro subió brincando las escaleras.
– Cualquiera diría que tiene una misión -dijo Nick, mirándolo.
– Se tumbará en un rincón de mi cuarto y se pasará horas royendo esa cosa.
– Parece que os estáis tomando cariño.
– No, qué va. Ese animal apestoso volverá a su casa en cuanto encontremos a su mamá -o, al menos, eso se decía ella. Pero lo cierto era que se sentiría terriblemente traicionada si Rachel Endicott aparecía y Harvey salía corriendo hacia ella sin mirar siquiera atrás. La sola idea era como una puñalada. Bueno, tal vez no una puñalada. Pero sí un pinchazo agudo.
El caso era que todo ese rollo de Gwen era cierto. Cada vez que dejaba que alguien se acercara a ella, incluido un perro, normalmente acababa pasándolo mal. Así que procuraba protegerse. Aquélla era una de las pocas cosas en su atormentada vida de las que podía defenderse. Una de las pocas cosas sobre las que tenía control.
Se dio cuenta de que Nick estaba apoyado en la encimera de la cocina, observándola, y que una expresión preocupada nublaba sus ojos de un azul cristalino.
– Maggie, ¿estás bien?
– Sí, estoy bien -respondió ella, y al ver la sonrisa de Nick comprendió que había dudado demasiado como para convencerlo.
– ¿Sabes una cosa? -dijo él, acercándose lentamente. Se detuvo frente a ella y la miró a los ojos-. ¿Por qué no me dejas que cuide de ti esta noche?
Sus dedos le rozaron la mejilla. Maggie se sintió atravesada por una corriente eléctrica que ya conocía, y supo exactamente a qué se refería él al decir que quería cuidar de ella.
– No puedo, Nick.
Notó su aliento en el pelo. Sin prestar atención a sus palabras, Nick comenzó a besarla, siguiendo el camino trazado por sus dedos. Su respiración era ya agitada cuando rozó la boca de Maggie. Pero, en lugar de besarla, pasó a la otra mejilla. Sus labios se movieron sobre los párpados de ella, sobre su nariz, su frente y su pelo.
– Nick -repitió Maggie, preguntándose si su voz sería audible. El corazón le palpitaba tan fuerte en los oídos que ni siquiera oía sus pensamientos. Pero sus procesos mentales parecían haberse detenido. En vez de concentrarse en los movimientos de las manos y los labios de Nick, se puso a pensar en el borde de la encimera, que se le clavaba en la espalda, como si así pudiera aferrarse a la realidad y evitar ser arrastrada por el deseo.
Por fin, Nick se detuvo y la miró a los ojos; su cara seguía pegada a la suya. Dios, qué fácil le resultaría perderse en sus ojos, en aquel cálido océano azul. Él acariciaba sus hombros. Deslizó los dedos bajo el cuello de su camisa y acarició suavemente su garganta y su nuca.
– Sólo quiero que estés a gusto, Maggie.
– Nick, no puedo hacer esto, de verdad -se oyó decir, mientras el cosquilleo de su estómago desmentía sus palabras, gritándole que las retirara.
Nick sonrió, y volvió a acariciarle la mejilla.
– Lo sé -dijo, respirando hondo. No parecía decepcionado, ni herido, sino sólo resignado, casi como si esperara de antemano su rechazo-. Sé que no estás preparada. Lo de Greg está aún muy fresco.
Era maravilloso que él lo comprendiera, porque la propia Maggie no estaba segura de hacerlo. ¿Cómo podía explicárselo?
– Con Greg, era tan cómodo… -sabía que no debía decir aquello. Advirtió la expresión herida de los ojos de Nick.
– ¿Y conmigo, no?
– Contigo es… -sus dedos, que seguían acariciándola, la distraían, agitando su respiración. ¿Intentaba hacerla cambiar de idea? ¿Se daba cuenta de lo fácil que le sería?-. Contigo -intentó continuar-, es tan intenso, que me asusta.
Ya estaba dicho. Lo había admitido en voz alta.
– Te asusta, porque podrías perder el control -él la miró a los ojos fijamente.
– Dios, qué bien me conoces, Nick.
– ¿Sabes qué? Cuando estés lista, y fíjate que digo «cuando» y no «si» -dijo él, con los ojos aún fijos en ella, mientras seguía acariciándola-, dejaré que controles todo lo que quieras. Pero esta noche, Maggie, sólo quiero que te sientas bien.
El cosquilleo se reavivó, disparándose de inmediato.
– Nick…
– Estaba pensando que a lo mejor podía hacerte la cena.
Los hombros de Maggie se relajaron al instante, y suspiró, sonriendo.