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¿Qué clase de monstruo le hacía eso a una mujer y luego la arrojaba a un foso? No podía pensar en él. No podía imaginárselo, ni hacerse preguntas, o quedaría completamente paralizada. Debía concentrarse en escapar de allí. Pero ¿cómo demonios iba a conseguirlo?
Se arrodilló junto a la mujer. La manta parecía haber mitigado sus convulsiones. Debía examinarla para ver si tenía algún hueso roto. Había suficientes grietas y salientes rocosos en las paredes para que pudieran salir trepando, pero Tess sabía que no sería capaz de empujar o llevar a cuestas a la mujer.
Al extender el brazo para tocar su hombro, vio lo que los ojos de la mujer miraban con tanta fijeza. Asustada, retrocedió de un salto. Luego, lentamente, se obligó a acercarse para verlo mejor, a pesar de su asombro y su repulsión. Justo delante de ella, hundido en la pared de barro y parcialmente desenterrado por la lluvia, había un cráneo humano. Las cuencas vacías de sus ojos las miraban fijamente. Y entonces Tess lo comprendió al fin.
Aquello no era una trampa. Era una tumba.
Su tumba.
Capítulo 47
Sábado, 4 de abril
Ella llevaba otra blusa de seda roja. El rojo le sentaba bien. Realzaba su pelo color fresa. Había tomado la costumbre de dejarse la chaqueta sin poner y de permanecer de pie frente a su mesa, medio sentada en una esquina. Ese día ni siquiera se molestó en bajarse la falda, que se le había subido lo justo para dejar al descubierto sus muslos suaves y bien formados. Unos muslos tiernos y encantadores que le hicieron preguntarse qué se sentiría al hundir los dientes en su carne.
Ella aguardaba a que dijera algo mientras garabateaba en su cuaderno, posiblemente sin anotar nada que tuviera que ver con él. Y, si lo que estaba escribiendo versaba sobre él, no sentía ni la más mínima curiosidad al respecto. Prefería imaginarse sus gemidos cuando al fin se clavara dentro de ella, empujando fuerte, hasta que empezara a gritar. Disfrutaba tanto cuando gritaban… Sobre todo, cuando las penetraba. La vibración producía estertores en sus cuerpos, como si estuviera causando un jodido terremoto.
Aquélla era una de las muchas cosas que tenía en común con su viejo amigo y antiguo socio. Por lo menos, eso no tenía que fingirlo. Se subió las gafas de sol sobre el puente de la nariz y se dio cuenta de que ella estaba esperando.
– Señor Harding -dijo, interrumpiendo sus pensamientos-. No ha contestado a mi pregunta.
No recordaba cuál era la puta pregunta. Ladeó la cabeza y sacó la barbilla con ese gesto patético que parecía decir «perdóneme, soy ciego».
– Le he preguntado si le han servido de algo los ejercicios que le recomendé.
Cómo no. Si aguardaba lo suficiente, la gente siempre se lo ponía fácil, siempre le suministraba la respuesta, se repetía o se levantaba, o hacía cualquier cosa que él quería que hiciese. Aquello empezaba a dársele bien. Lo cual seguramente era una ventaja, en caso de que la ceguera se volviera permanente.
– ¿Señor Harding?
Ese día ella no parecía tener mucha paciencia. Le dieron ganas de preguntarle cuánto tiempo hacía que no follaba. Ése era, sin duda, su problema. O quizás necesitara unas cuantas películas porno de su nueva colección privada.
Sabía por sus propias indagaciones que estaba divorciada desde hacía casi veinticinco años. El suyo había sido un matrimonio corto, de apenas dos años: un error de juventud. Sin duda había tenido varios amantes desde entonces, pero, naturalmente, esos detalles no estaban disponibles en Internet.
Por el modo en que cruzó los brazos, advirtió que su paciencia empezaba a agotarse. Por fin, contestó educadamente:
– Los ejercicios funcionaron muy bien, pero eso no demuestra nada, ni sirve de nada.
– ¿Por qué dice eso?
– ¿De qué sirve ponerme… en fin, perdone la expresión… ponerme como un burro si estoy solo?
Ella sonrió por primera vez desde que se conocían.
– Por algún sitio hay que empezar.
– Está bien, pero me temo que, si me sugiere que empiece a utilizar muñecas hinchables, tendré que oponerme.
Otra sonrisa. Ese día parecía estar sembrado. ¿Debía decirle que le gustaría que ella fuera su muñeca hinchable? Se preguntaba si haría buenas mamadas con aquella dulce y sexy boquita suya. Estaba seguro de que él podía llenársela a la perfección.
– No, no le haré más sugerencias de momento -dijo ella, ajena a sus pensamientos-. Sin embargo, yo lo animaría a continuar con esos ejercicios. La idea es tener, y perdone la expresión, un método fijo de excitación al que poder recurrir si desea mantener relaciones con una mujer y no se siente capaz.
Sentada sobre la esquina de la mesa, ella balanceaba lánguidamente el pie izquierdo. Su mocasín de cuero negro colgaba, oscilando juguetonamente, de sus dedos. Él deseó que se le cayera. Quería ver si llevaba las uñas pintadas. Le encantaban las uñas de los pies pintadas de rojo.
– Aunque nos cueste creerlo, muchas de nuestras ideas preconcebidas acerca del sexo -continuó ella, aunque él apenas le prestaba atención-, proceden de nuestros padres. Los niños varones, en concreto, tienden a imitar el comportamiento de sus padres. ¿Cómo era su padre, señor Harding?
– Él, ciertamente, no tenía problemas con las mujeres -dijo secamente, y al instante se arrepintió de haber permitido que ella advirtiera que aquel asunto era delicado. Ahora no soltaría su presa. Insistiría en sonsacarle y en ponerlo a prueba hasta que encontrara un modo de meter también a su madre de por medio. A menos… a menos que cambiara las tornas y consiguiera desviar su atención hacia otro lado.
– Mi padre llevaba mujeres a casa muy a menudo. Incluso me dejaba mirar. A veces, esas mujeres permitían que me uniera a ellos. ¿Qué otro hombre puede decir que a los trece años una mujer le chupaba la polla mientras su padre se la follaba por detrás?
Allí estaba: esa mirada de perfecto asombro. Pronto le seguiría otra de piedad. Era curioso que la verdad poseyera un poder de persuasión tan notable. Llamaron a la puerta, y ella se sobresaltó. Él se quedó abstraído, con la mirada perdida, como un buen ciego.
– Siento interrumpir -dijo la secretaria desde la puerta-. La llamada que estaba esperando, por la línea tres.
– Debo atender esta llamada, señor Harding.
– No se preocupe -él se levantó y buscó tientas su bastón-. Quizá debamos dejarlo por hoy.
– ¿Está seguro? Sólo tardaré un minuto o dos.
– No, estoy exhausto. Además, creo que hoy ya se ha ganado de sobra su sueldo -la recompensó con una sonrisa para que no insistiera. Encontró la puerta antes de que ella se ofreciera a llamar a su supuesto chófer.
Mientras aguardaba el ascensor, la ira empezó a agitarse en sus entrañas. Ella no tenía derecho a meter a sus padres por medio. Había sobrepasado sus límites. Sí, ese día, la doctora Gwen Patterson había ido demasiado lejos.