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Capítulo 12
Cuando al fin regresó a la seguridad de su habitación, el cansancio se le había infiltrado en los huesos y amenazaba con paralizarlo. Se quitó la ropa con los movimientos justos, dejando que el tejido se deslizara por su cuerpo fibroso, a pesar de que en realidad deseaba rasgarlo y hacerlo trizas. Su cuerpo le desagradaba. Esta vez, le había costado casi el doble correrse. De todas las putas cosas de las que tenía que preocuparse, ésa era la más irritante.
Rebuscó ansiosamente en su bolsa de lona, tirando al azar cosas al suelo. De pronto, se detuvo al tocar el suave cilindro. El alivio se apoderó de él, refrescando su cuerpo empapado en sudor.
El cansancio se había trasladado a sus dedos. Le costó tres intentos quitar el precinto de plástico e introducir la aguja en el tapón de goma de la ampolla. Odiaba no ser dueño de sí mismo. La rabia y la impaciencia sólo aumentaban sus náuseas. Procuró calmar el temblor de sus manos cuanto pudo y observó cómo la jeringa succionaba el líquido de la ampolla.
Se sentó al borde de la cama; le flaqueaban las rodillas y el sudor le corría por la espalda desnuda. Con un rápido movimiento, se clavó la aguja en el muslo, introduciendo el líquido incoloro en su flujo sanguíneo. Luego se tumbó de espaldas y aguardó con los ojos cerrados para no ver las líneas rojas que cruzaban su campo de visión. En su cabeza, podía oír el petardeo de sus vasos sanguíneos: ¡pop, pop, pop! Aquella idea podía volverlo completamente loco antes de dejarlo ciego del todo.
A pesar de tener los párpados cerrados, percibía el destello de los truenos que invadía su cuarto apenas iluminado. El retumbar de un trueno hizo vibrar la habitación. Luego comenzó a llover otra vez, suave y pausadamente, con una cadencia semejante a la de una nana.
Sí, su cuerpo le desagradaba. Lo había doblegado fortaleciendo sus fibras, usando pesas, máquinas y cintas mecánicas. Se alimentaba de comidas nutritivas ricas en proteínas y vitaminas. Se había liberado de todas las toxinas, incluyendo la cafeína, el alcohol y la nicotina. Pero, aun así, su cuerpo seguía traicionándolo, poniendo de relieve sus limitaciones, recordándole sus imperfecciones.
Hacía tres meses escasos que había empezado a notar los síntomas. Los primeros eran simplemente molestos: la sed continua y la constante necesidad de orinar. Quién sabía cuánto tiempo llevaba aquella maldita cosa aletargada en su interior, lista para golpearlo en el momento oportuno.
Por supuesto, sería aquella anormalidad la que finalmente acabara con él; un regalo de su ambiciosa madre, a la que ni siquiera había conocido. La muy zorra había tenido que dejarle en herencia algo que podía destruirlo.
Se sentó, ignorando el leve aturdimiento de su cabeza y su visión aún borrosa. Las recaídas eran cada vez más frecuentes y se hacían cada vez más difíciles de prever. Pero, fueran cuales fuesen sus limitaciones, no permitiría que estropearan el juego. La lluvia tamborileaba con más insistencia ahora. Los relámpagos estallaban sin cesar. La habitación parecía bullir de movimiento. Los objetos cubiertos de polvo despertaban a la vida como pequeños robots articulados. La fea habitación saltaba y se agitaba por entero.
Asió la lámpara de la mesilla de noche y enroscó la bombilla, encendiéndola. Su resplandor amarillo detuvo en seco el movimiento. A su luz, podía ver el cúmulo de cosas escapadas de su bolsa de lona abierta. Calcetines, trastos de afeitar, camisetas, varios cuchillos, un escalpelo y una Glock 9 milímetros yacían esparcidos sobre la gruesa alfombra. Ignoró el zumbido familiar que había empezado a invadir su cabeza y, rebuscando entre el montón, se detuvo al encontrar las braguitas rosas. Frotó la suave seda contra su áspera mandíbula y luego aspiró su aroma: una encantadora combinación de polvos de talco, pizza y lefa.
Vio el folleto de la agencia inmobiliaria debajo del montón y lo sacó, lo desdobló y lo alisó. La cuartilla incluía una foto en color de la hermosa casa colonial, una descripción detallada de sus instalaciones y el reluciente logotipo azul de Heston Inmobiliaria. La casa sin duda había colmado sus expectativas, y estaba seguro de que así seguiría siendo.
En la parte de abajo del folleto había una pequeña foto de una mujer atractiva que intentaba aparentar profesionalidad a pesar de que había algo… ¿qué era lo que había en sus ojos? Una especie de inseguridad, algo que la hacía parecer incómoda con su bonita blusa clásica y su traje azul marino. Pasó el pulgar por su rostro, corriendo la tinta y dejando un rastro azul y negro sobre su piel. Así estaba mejor. Sí, ya podía sentir su fragilidad. Quizá sólo podía verla y sentirla porque había pasado mucho tiempo observándola, estudiándola atentamente y examinándola. Se preguntaba qué era lo que tan denodadamente intentaba ocultar Tess McGowan.
Cruzó la habitación con paso lento y decidido. No quería enojarse porque aún le flaquearan las rodillas. Clavó el folleto en el tablón de corcho. Luego, como si el recuerdo de Tess y de sus piernas torneadas le trajera a la memoria otra cosa, sacó de debajo de la mesa una caja. Desgraciadamente, los empleados de mudanzas eran muy descuidados hoy en día. Se iban por ahí y se tomaban descansos haciendo caso omiso de las preciosas posesiones que se dejaban a su cargo. Sonrió al romper la cinta de embalar y levantó la tapa, en la que estaba escrito M. O'Dell.
Sacó unos recortes de periódico amarillentos. Bombero sacrifica su vida. Abierto un fondo de ayuda para la familia del héroe. Qué modo tan horrible de perder a su padre, en un espantoso incendio.
– ¿Sueñas con él, Maggie O'Dell? -musitó-. ¿Imaginas su cuerpo lamido por las llamas?
Se preguntaba si al fin habría encontrado el talón de Aquiles de la valiente y decidida agente especial O'Dell.
Dejó a un lado los recortes de periódico. Debajo, descubrió un tesoro aún más valioso: una agenda de cuero. Pasó las páginas hasta encontrar la semana siguiente, y al instante se sintió decepcionado. El enojo volvió a acometerlo mientras visaba por segunda vez la notación hecha a lápiz. Ella estaba en Kansas City, en una conferencia sobre seguridad. Luego se calmó y sonrió de nuevo. Tal vez fuera mejor así. Sin embargo, era una lástima que la agente O'Dell se perdiera su debut en Newburgh Heights.
Capítulo 13
Domingo, 29 de marzo
Maggie vació la última caja con las cosas de la cocina, lavando y secando cuidadosamente las copas de cristal y colocándolas a continuación en el estante superior del aparador. Aún le extrañaba que Greg le hubiera permitido llevarse el juego de ocho copas. Aseguraba que eran un regalo de bodas de un pariente de Maggie, aunque ella no sabía de ningún miembro de su familia que pudiera permitirse un obsequio tan caro y de tan buen gusto. Su propia madre le había regalado un horno tostador, un regalo práctico, desprovisto de todo sentimentalismo, que reflejaba fielmente las características de los O'Dell a los que ella conocía.
Las copas le recordaron que debía llamar a su madre para darle su número de teléfono. Al instante sintió la tirantez de costumbre en el pecho. Naturalmente, no había razón para que le diera sus señas. Su madre rara vez salía de Richmond, y sin duda no la visitaría en un futuro inmediato. Maggie se crispó al imaginar que su madre pudiera invadir su nuevo santuario. Hasta la llamada de teléfono obligatoria le parecía una intromisión en su apacible jornada dominical. Pero tenía que llamarla antes de salir para el aeropuerto. Después de tantos años, volar todavía la asustaba, de modo que ¿por qué no olvidarse de la posibilidad de que el avión perdiera el control a treinta mil pies de altura con una conversación que sin duda le haría chirriar los dientes?