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– ¿Dónde está?

Ethan la miraba con aire de superioridad.

– ¿Crees que puedes aparecer así sin más y empezar a hacer preguntas?

– ¿Qué crees que vas a conseguir de mí? -preguntó Lena, porque siempre había algo. ¿Qué quieres?

Ethan se encogió de hombros, pero ella leyó la respuesta en sus labios. Era evidente que ella le atraía, pero también que le gustaba controlarlo todo. Lena podía entrar en el juego; tenía más experiencia que un mocoso de veintitrés años.

Se reclinó en la silla y dijo:

– Dime dónde se celebra la fiesta.

– No hemos empezado bien -replicó Ethan-. Siento lo de la muñeca.

Lena se miró la mano: se le estaba formando un moratón allí donde los dedos habían apretado el hueso.

– No es nada -repuso ella.

– Me tienes miedo.

Lena le miró incrédula.

– ¿Por qué iba a tenerte miedo?

– Porque te he hecho daño -dijo, señalando de nuevo la muñeca-. Vamos, no era mi intención. Lo siento.

– ¿Crees que después de lo que me pasó el año pasado me da miedo que un chaval me agarre la manita? -Soltó una risa desdeñosa-. No me das miedo, capullo.

La expresión de su rostro sacó otra vez a pasear a Jekyll y Hyde, y la mandíbula de Ethan se movió como la pala de un bulldozer.

– ¿Qué? -preguntó Lena, deseosa de saber hasta dónde podía provocarle.

Si intentaba agarrarle la muñeca otra vez, lo patearía y lo dejaría sangrando en el suelo.

– ¿He herido tus pobres sentimientos? -le provocó Lena-. ¿El pequeño Ethie va a echarse a llorar?

Su voz no se alteró.

– Vives en el colegio mayor.

– ¿Me estás amenazando? -Lena se echó a reír-. Sabes dónde vivo, ¿y qué?

– Estaré allí a las ocho y media.

– ¿Estás seguro? -preguntó ella, intentando averiguar adónde quería llegar.

– Te recogeré a las ocho -dijo Ethan, poniéndose en pie-. Iremos a ver una peli y luego a la fiesta.

– Vaya -comenzó a decir ella, como si eso fuera un chiste-. No lo creo.

– Creo que necesitas hablar con el amigo de Andy para quitarte a ese poli de encima.

– ¿Ah, sí? -dijo ella, aunque sabía que era cierto-. ¿Y por qué?

– Los polis son como los perros; tienes que andarte con ojo con ellos. Nunca sabes cuál está rabioso.

– Estupenda metáfora -dijo Lena-. Pero sé cuidar de mí misma.

– De hecho, es un símil. -Se echó la bolsa de gimnasia al hombro-. Péinate con el pelo hacia atrás.

Lena se negó.

– Ni hablar.

– Péinate hacia atrás -le repitió-. Te veré a las ocho.

7



Sara estaba sentada en el vestíbulo principal del Hospital Grady, contemplando el flujo ininterrumpido de gente que entraba y salía por la gran puerta principal. El hospital se había construido hacía cien años, y Atlanta lo había ampliado desde entonces. Lo que comenzó con unas pequeñas instalaciones pensadas para asistir a los indigentes de la ciudad, con un puñado de habitaciones, contenía ahora casi mil camas y preparaba al veinticinco por ciento de médicos de Georgia.

Desde que Sara trabajara allí, se añadieron al edificio principal varias secciones, pero no se había hecho gran cosa para mezclar lo viejo y lo nuevo. El vestíbulo nuevo era enorme, y parecía la entrada a un centro comercial. Había mármol y cristal por todas partes, pero casi todos los pasillos que de él partían estaban forrados de azulejo verde aguacate en las paredes y de un agrietado amarillo en el suelo, que se remontaban a los años cuarenta y cincuenta, de modo que pasar del vestíbulo a cualquier pasillo era como viajar en el tiempo. Sara imaginó que la dirección del hospital se había quedado sin dinero antes de completar la reforma.

En el vestíbulo no había bancos, probablemente para que no los ocuparan los vagabundos, pero Sara tuvo la suerte de conseguir una silla de plástico que alguien había dejado cerca de la entrada. Desde donde estaba sentada, podía ver entrar y salir a la gente a través de las grandes cristaleras. Aun cuando la vista daba a uno de los aparcamientos de varias plantas de la Universidad Estatal de Georgia, era visible el perfil de la ciudad y las nubes oscuras que se deslizaban sobre los tejados como gatos en lo alto de una valla. Algunos estaban sentados en las escaleras de acceso, fumando o charlando, matando el tiempo antes de que empezara el turno o llegara su autobús.

Sara miró su reloj, preguntándose por qué no llegaba Jeffrey. Le había dicho que la recogería a las cuatro, y eran más de las cinco. Supuso que estaría en algún atasco -en las vías que conectaban con el centro, la hora punta comenzaba a las dos y media y duraba hasta las ocho-, pero aun así le preocupaba que no hubiera llegado. Jeffrey era de los que siempre calculaban mal. Sara tenía el móvil de su madre en la mano, dispuesta a llamar a Jeffrey, cuando el aparato empezó a sonar.

– ¿Cuánto retraso traes? -preguntó ella.

– ¿Retraso? -Hare soltó un grito ahogado-. Me dijiste que estabas tomando la píldora.

Sara cerró los ojos, pensando que lo último que necesitaba ahora era a su estúpido primo. Le amaba con locura, pero Hare tenía una incapacidad patológica para tomarse nada en serio.

– ¿Has hablado con mamá? -le preguntó Sara.

– Ajá -exclamó, pero no dio más datos.

– ¿Cómo va todo en la clínica?

– Todos esos niños llorando -refunfuñó-. No sé cómo lo aguantas.

– Lleva un poco de tiempo acostumbrarse -le dijo Sara, comprensiva.

Aún se moría de vergüenza al recordar aquella vez en que un niño de seis años se puso a chillar en el aparcamiento del Piggly Wiggly cuando la reconoció como la mujer que le ponía las inyecciones.

– Lloriqueos -prosiguió Hare-. Quejas. -Agudizó la voz hasta que sonó en un deliberado falsete-. «¡Pon las gráficas en su sitio! ¡Deja de pintarrajear en la libreta de recetas! ¡Métete la camisa! ¿Sabe tu madre lo del tatuaje?» Dios todopoderoso, esa Nelly Morgan es una mujer muy dura.

Sara sonrió ante su imitación de la gerente. Nelly llevaba años al frente de la clínica, desde la época en que Sara y Hare eran pacientes.

– En fiiiiin -Hare alargó la palabra-. He oído decir que vuelves esta noche.

– Sí -le dijo Sara, temiendo dónde podía desembocar la conversación. Decidió facilitar las cosas a Hare-. Sé que estás de vacaciones. Si quieres irte puedo empezar a trabajar mañana.

– Oh, Zanahoria, no seas ridícula -se burló-. Prefiero que me debas una.

– Y te debo una -aseguró ella.

Se interrumpió antes de darle las gracias; no porque no le estuviera agradecida, sino porque Hare siempre encontraba la manera de convertir lo que dijera en un chiste.

– Supongo que esta noche vas a trabajar en lo de Greg Louganis -dijo Hare.

Sara tuvo que reflexionar un momento antes de entender lo que le preguntaba. Greg Louganis era un saltador olímpico que había ganado la medalla de oro.

– Sí -dijo, y enseguida, debido a que Hare trabajaba en la sala de urgencias de Grant, le preguntó-: ¿Conocías a Andy Rosen?

– Creía que eras capaz de atar cabos -dijo-. Vino por Año Nuevo con un banana split en el brazo.

Al trabajar en urgencias, Hare hablaba en argot al referirse a cualquier dolencia conocida del ser humano.

– ¿Y?

– Pues eso. La arteria radial se había partido como si fuera una goma.

A Sara le extrañó. Cortarte el brazo hacia arriba no era la manera más inteligente de matarte. Si se abría la arteria radial, solía cerrarse sola rápidamente. Había maneras más fáciles de desangrarse.

– ¿Crees que intentó suicidarse de verdad? -preguntó.

– Lo que intentó fue llamar la atención -dijo Hare-. Papi y mami flipaban en colores. Nuestro pequeñín se regodeaba en los rayos de su amor, haciéndose el valiente.

– ¿Llamaste a un psiquiatra?

– Su madre es una comecocos -le dijo Hare-. Dijo que ella misma se encargaría de sus putos problemas.

– ¿Se puso grosera?

– ¡Claro que no! -replicó Hare-. Fue muy correcta. Te lo adorno para que parezca más dramático.