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– Me gustaría detenerla para siempre, Harry -respondió amargamente-. Todo es horrible y cruel. ¿Está…?

No pudo terminar la frase.

– Mucho me temo -replicó lord Henry-. La descarga le alcanzó de lleno en el pecho. Debe de haber muerto de manera casi instantánea. Ven; volvamos a casa.

Echaron a andar, uno al lado del otro, en dirección al paseo, y recorrieron casi cincuenta metros sin hablar. Luego Dorian miró a lord Henry y dijo, con un hondo suspiro:

– Es un mal presagio, Harry; un pésimo presagio.

– ¿A qué te refieres? -preguntó lord Henry-. Ah, hablas del accidente, imagino. Pero, ¿quién podía preverlo? La culpa ha sido suya. ¿Qué hacía por delante de la línea de fuego? En cualquier caso no es asunto nuestro. Molesto para Geoffrey, sin duda. No está bien visto agujerear ojeadores. Hace pensar a la gente que uno no sabe dónde tira. Y Geoffrey lo sabe perfectamente; donde pone el ojo pone la bala. Pero no sirve de nada hablar de este asunto.

Dorian hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Es un mal presagio, Harry. Siento como si algo horrible nos fuese a suceder a alguno de nosotros. A mí, tal vez -añadió, pasándose las manos por los ojos, con un gesto de dolor.

Su amigo de más edad se echó a reír.

– Lo único horrible en el mundo es el e

– No hay nadie con quien yo no estaría dispuesto a cambiarme, Harry. No te rías así. Te estoy diciendo la verdad. Ese pobre campesino que acaba de morir es más afortunado que yo. No le tengo miedo a la muerte. Es su forma de llegar lo que me aterroriza. Sus alas monstruosas parecen girar en el aire plomizo a mi alrededor. ¡Dios del cielo! ¿No has visto a un hombre moviéndose detrás de aquellos árboles, un individuo que me vigila, que me está esperando?

Lord Henry miró en la dirección que señalaba la temblorosa mano enguantada.

– Sí -dijo sonriendo-; veo un jardinero que te espera. Imagino que desea preguntarte qué flores quieres esta noche en la mesa. ¡Qué increíblemente nervioso estás, mi querido amigo! Has de ir a ver a mi médico cuando vuelvas a Londres.

Dorian dejó escapar un suspiro de alivio al ver acercarse al jardinero, quien, llevándose la mano al sombrero, miró un momento a lord Henry, como dubitativo, y luego sacó una carta, que entregó a su amo.

– Su gracia me ha dicho que esperase la respuesta -murmuró.

Dorian se guardó la carta en el bolsillo.

– Dígale a su gracia que llegaré enseguida -respondió con frialdad. El mensajero se dio la vuelta, regresando rápidamente hacia la casa.

– ¡Cuánto les gusta a las mujeres hacer cosas peligrosas! -rió lord Henry-. Es una de las cualidades que más admiro en ellas. Una mujer puede coquetear con cualquiera con tal de que haya otras personas mirando.

– ¡Cuánto te gusta decir cosas peligrosas, Harry! En este caso te equivocas por completo. Me gusta mucho la duquesa, pero no estoy enamorado de ella.

– Y la duquesa te quiere más de lo que le gustas, de manera que estáis perfectamente emparejados.

– ¡Eso es difamación, Harry, y nunca hay motivo alguno para la difamación!

– El fundamento de toda difamación es una certeza inmoral -dijo lord Henry encendiendo un cigarrillo. -Sacrificarías a cualquiera por un epigrama.

– El mundo camina hacia el ara por decisión propia -fue la respuesta.

– Me gustaría ser capaz de amar -exclamó Dorian Gray con una nota de profundo patetismo en la voz-. Pero se diría que he perdido la pasión y olvidado el deseo. Estoy demasiado centrado en mí mismo. Mi personalidad se ha convertido en una carga. Quiero escapar, alejarme, olvidar. Ha sido una tontería volver aquí. Creo que voy a telegrafiar a Harvey para que prepare el yate. En el yate estaré a salvo.

– ¿A salvo de qué, Dorian? Tienes algún problema. ¿Por qué no me dices de qué se trata? Sabes que te ayudaría. -No te lo puedo decir, Harry-respondió con tristeza-. Y supongo que sólo se trata de mi imaginación. Ese desgraciado accidente me ha trastornado. Tengo un horrible presentimiento de que algo parecido puede sucederme a mí.

– ¡Qué absurdo!

– Espero que tengas razón, pero así es como lo siento. ¡Ah! Ahí está la duquesa, que parece Artemisa en traje sastre. Ya ve que estamos de regreso, duquesa.

– Me han informado de todo, señor Gray -respondió ella-. El pobre Geoffrey está terriblemente afectado. Y al parecer usted le había pedido que no disparase contra la liebre. ¡Qué curioso!

– Sí; muy curioso. No sé qué fue lo que me empujó a decirlo. Un impulso repentino, supongo. Me pareció una bestiecilla encantadora. Siento que le hayan hablado del ojeador. Es una cosa lamentable.

– Es un tema molesto -intervino lord Henry-. Carece de valor psicológico. En cambio, si Geoffrey lo hubiera hecho aposta, ¡qué interesante sería! Me gustaría conocer a un verdadero asesino.

– ¡Qué desagradable eres, Harry! -exclamó la duquesa-. ¿No le parece, señor Gray? Harry, el señor Gray vuelve a no encontrarse bien. Me parece que se va a desmayar. Dorian hizo un esfuerzo para reponerse y sonrió.

– No es nada, duquesa -murmuró-; tan sólo que estoy muy nervioso. Nada más que eso. Me temo que he caminado demasiado esta mañana. No he oído lo que ha dicho Harry. ¿Algo muy inconveniente? Me lo tendrá que contar en otra ocasión. Creo que voy a ir a tumbarme un rato. Me disculpará usted, ¿no es cierto?



Habían llegado ya a la gran escalera que llevaba desde el invernadero hasta la terraza. Mientras la puerta de cristal se cerraba detrás de Dorian, lord Henry se volvió y miró a su prima con ojos lánguidos.

– ¿Estás muy enamorada de él? -preguntó.

La duquesa tardó algún tiempo en contestar, contemplando, inmóvil, el paisaje.

– Me gustaría saberlo -dijo, finalmente.

Lord Henry movió la cabeza.

– Saberlo sería fatal. Es la incertidumbre lo que nos atrae. Un poco de niebla mejora mucho las cosas.

– Se puede perder el camino.

– Todos los caminos llevan al mismo sitio, mi querida Gladys.

– ¿Que es…?

– La desilusión.

– Fue mi debut en la vida -suspiró la duquesa.

– Pero llegó con la corona ducal.

– Estoy harta de hojas de fresa.

– Te sientan bien.

– Sólo en público.

– Las echarías de menos -dijo lord Henry.

– No renunciaría ni a un pétalo.

– Monmouth tiene oídos.

– Los ancianos son duros de oído.

– ¿No ha tenido nunca celos?

– Ojalá los hubiera tenido.

Lord Henry miró a su alrededor como si buscara algo.

– ¿Qué estás buscando? -preguntó ella.

– El botón de tu florete -respondió él-. Se te acaba de caer.

La duquesa se echó a reír.

– Todavía me queda la máscara.

– Hace que tus ojos parezcan todavía más hermosos -fue su respuesta.

Su prima volvió a reír. Sus dientes brillaron como simientes blancas en un fruto escarlata.

En el piso alto, Dorian Gray estaba tumbado en un sofá de su cuarto, sintiendo vibrar de terror todas las fibras de su cuerpo. De repente la vida se había convertido en un peso insoportable. La horrible muerte del desdichado ojeador, derribado entre la maleza como un animal salvaje, le había parecido una prefiguración de su propia muerte. Casi se había desmayado al oír la broma cínica que lord Henry había lanzado al azar.

A las cinco llamó a su criado y le ordenó que le preparase una maleta para regresar a Londres en el expreso de la noche, y que la berlina estuviera delante de la puerta a las ocho y media. Había decidido no dormir una noche más en Selby Royal. Era un lugar de malos augurios. La muerte se paseaba por allí a la luz del día. La hierba del bosque se había manchado de sangre.