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Optó por el ascensor, deseando actuar deprisa y discretamente. Lo programó para un breve ascenso, y a continuación para un desplazamiento horizontal de ala en ala.

– Tengo que decir que tú y Roarke tenéis una casa fantástica. Sencillamente súper.

– Oh, servirá hasta que encontremos algo más grande -replicó Eve secamente, y se negó a permitir que la carcajada de Jess le crispara los nervios-. Dime, ¿decidiste trabajar con Mavis en serio antes o después de enterarte de su relación con Roarke?

– Ya te lo he dicho, Mavis es una entre un millón. Me bastó con verla un par de veces dando un breve concierto en el Down and Dirty para saber que congeniaríamos. -Le dedicó una sonrisa irresistible, como un niño del coro sosteniendo una rana debajo de la túnica-. Claro que no la perjudicó tener un contacto como Roarke. Pero tenía que valer.

– Sin embargo te enteraste del contacto antes.

Jess se encogió de hombros.

– Había oído comentarlo. Por eso bajé a verla. Ese club no es la clase de local que frecuento. Pero ella me deslumbró. Si consigo que dé grandes conciertos picantes, y si Roarke, o alguien de su posición, por así decirlo, está interesado en invertir en una próxima actuación, todo estará resuelto.

– Tienes mucha labia, Jess. -Eve salió de la cabina al abrirse las puertas-. Mucha labia.

– Como te decía, llevo haciendo conciertos desde que era niño. Creo que sé cómo hacerlo.

Jess miró alrededor mientras ella lo conducía por el pasillo. Arte, madera cara, alfombras artesanales. Eso era el dinero, pensó. Lo suficiente para levantar imperios.

Eve se volvió ante la puerta de su despacho.

– No sé cuánto tiene -dijo, leyéndole el pensamiento a la perfección-, y tampoco me importa.

Sin dejar de sonreír, él arqueó una ceja y clavó la mirada en el grueso diamante en forma de lágrima que descansaba sobre el corpiño de su delicado traje de seda.

– Pero no vistes con harapos ni llevas bisutería, encanto.

– Lo he hecho, y puede que vuelva a hacerlo. -Tecleó el código de la cerradura-. Y no me llames encanto.

Entró y saludó con un movimiento de la cabeza a una atónita pero atenta Peabody.

– Siéntate -dijo a Jess, yendo a su escritorio.

– Un rincón agradable. Hola, cielo. -No consiguió recordar el nombre de Peabody, pero le dedicó una radiante sonrisa como si fueran viejos amigos-. ¿Has visto la actuación?

– Casi toda.

Él se dejó caer en una silla.

– ¿Y qué te ha parecido?

– Increíble. Tú y Mavis hicisteis realmente un buen papel. -Se aventuró a devolverle la sonrisa, no muy segura de si eso esperaba Eve de ella-. Estoy lista para comprar el primer disco.

– Eso es lo que esperaba oír. ¿Es posible tomar una copa aquí? -preguntó a Eve-. Prefiero abstenerme antes de la actuación y ahora estoy más que preparado para empezar a beber.

– Claro. ¿Qué te apetece?

– El champán tenía buen aspecto.

– Debe de haber una botella en la cocina, Peabody. Sirve una copa a nuestro invitado, ¿quieres? ¿Y por qué no sirves café para nosotras?

Eve se recostó y reflexionó. Técnicamente debería empezar a grabar a partir de ese momento, pero antes de hacerlo quería una introducción.

– Alguien como tú, que diseña música y la atmósfera que la rodea, tiene que ser técnico además de artista, ¿no es así? Eso es lo que me estabas explicando antes de la actuación.

– Ésa es la forma en que funciona el negocio hoy en día, y así ha sido durante muchos años. -Agitó una de sus esbeltas manos con un brazalete de oro-. Tengo suerte de tener aptitud e interés por ambas cosas. Los tiempos de sacar una melodía en el piano o un tema de jazz con la guitarra han quedado atrás, del mismo modo que el combustible fósil se ha extinguido prácticamente.

– ¿De dónde sacas tu preparación técnica? Habría dicho que no está al alcance de cualquiera.

Él sonrió cuando Peabody regresó con las copas. Se tentía cómodo, relajado, y supuso que estaba en una especie de entrevista de trabajo.

– De trabajar hasta altas horas de la noche. Pero también hice un curso a distancia con el Instituto de Tecología de Massachusetts.

Ella ya conocía algunos datos por Peabody, pero quería camelarlo.

– Digno de elogio. Te has hecho tú solo un nombre en el mundo del espectáculo y el diseño. ¿No es así, Peabody?

– Sí. Tengo todos tus discos y espero ansiosa el próximo. Ya hace tiempo del último.

– Eso he oído decir. -Eve recogió la pelota que Peabody le lanzó sin saberlo-. ¿Has pasado una época de poca inspiración, Jess?

– En absoluto. Quería dedicar tiempo a perfeccionar el nuevo equipo, a reunir los componentes adecuados. Cuando saque el nuevo material será algo que nadie ha visto u oído antes.

– Y Mavis es el trampolín.

– Es un decir. Ha sido un golpe de suerte. Ella exhibirá parte del material que no va conmigo, y he personalizado ciertos temas para que encajen con ella. Confío en dar conciertos por mi cuenta en los próximos meses.

– Cuando todo esté en su sitio.

Él bebió un sorbo de champán.

– Exacto.

– ¿Has diseñado alguna vez bandas sonoras para realidad virtual?

– De vez en cuando. No es un mal oficio si el programa es interesante.

– Y apuesto a que sabes poner subliminales.





Él hizo una pausa y volvió a beber.

– ¿Subliminales? Eso es algo puramente técnico.

– Pero tú eres un buen técnico, ¿no, Jess? Lo bastante bueno para conocer los ordenadores por dentro y por fuera. Al igual que los cerebros. Un cerebro es un ordenador, ¿recuerdas?

– Claro.

– Y te has metido en alteradores de ánimo, que provocan cambios de humor. Patrones de conducta y emocionales. Ondas cerebrales. -Sacó del cajón del escritorio una grabadora y la colocó a simple vista-. Háblanos de ello.

– ¿Qué demonios es esto? -Jess dejó la copa y se irguió en el borde de la silla-. ¿Qué ocurre?

– Ocurre que voy a recitarte tus derechos y vamos a tener una charla. Oficial Peabody, pon en marcha la grabadora de refuerzo y toma nota, por favor.

– No os he dado mi consentimiento para ser interrogado -replicó él poniéndose de pie.

Eve lo imitó.

– Está bien. Podemos hacer que sea obligatorio y llevarte a comisaría. Allí tendrás que esperar, ya que no he reservado la sala de interrogatorios. Pero no te importará pasarte unas horas encerrado, ¿verdad?

Él volvió a sentarse despacio.

– Te vuelves rápidamente poli, Dallas.

– Digamos que nunca dejo de serlo. Teniente Dallas, Eve -empezó a decir a la grabadora, y pasó a precisar la hora y el lugar antes de recitar el Miranda revisado-. ¿Has comprendido tus derechos y alternativas, Jess?

– Sí, los he comprendido. Pero no sé a qué viene todo esto.

– Voy a decírtelo claramente. Se te está interrogando en relación a las muertes sin resolver de Drew Mathias, S. T. Fitzhugh, el senador George Pearly y Cerise Devane.

– ¿Quién? -exclamó él, convincentemente confundido-. ¿Devane? ¿No es ésa la mujer que saltó del Tattler Building? ¿Qué se supone que tengo que ver con ese suicidio? Ni siquiera la conocía.

– ¿Acaso no sabías que Cerise Devane era la presienta y principal accionista de la Tattler Enterprises?

– Bueno, supongo que lo sabía, pero…

– Supongo que tu nombre ha aparecido en The Tattler alguna vez a lo largo de tu carrera.

– Claro, siempre andan tratando de sacar trapos sucios de la gente. Y han sacado algunos míos. Es parte del oficio. -El miedo lo había abandonado dejando paso a indignación-. Escucha, la señora saltó. Yo estaba en mi estudio del centro ensayando cuando lo hizo. Tengo testigos. Mavis es uno de ellos.

– Sé que no estabas en el lugar de los hechos porque yo sí estaba. Al menos no estabas allí en carne y hueso. -Jess esbozó una sonrisa burlona.

– ¿Qué soy entonces, un maldito fantasma?

– ¿Conoces o has tenido alguna vez contacto con un técnico autotrónico llamado Drew Mathias?

– No me suena.

– Mathias se examinó en el mismo instituto.

– Como otros miles. Yo opté por un curso a distancia. Nunca he puesto el pie en el campus.

– ¿Y nunca has tenido ningún contacto con otros estudiantes?

– Claro que sí. Mediante telenexo, correo electrónico, fax láser o lo que fuera. -Se encogió de hombros, tamborileando con los dedos en la parte superior de una de sus botas labradas a mano-. No recuerdo ningún técnico electrónico con ese nombre.

Ella decidió cambiar de táctica.

– ¿Cuántas veces has trabajado en subliminales individualizados?

– No sé de qué me estás hablando.

– ¿No comprendes el término?

– Sé qué significa. -Esta vez a Jess le temblaron los hombros al encogerlos-. Y que yo sepa, nunca se ha hecho, de modo que no sé qué me estás preguntando.

Eve probó suerte y miró a su ayudante.

– ¿Sabes qué estoy preguntándole, Peabody?

– Creo que está bastante claro, teniente. -La oficial estaba sumida en la confusión, pero añadió-: Te gustaría saber cuántas veces el interrogado ha trabajado en subliminales individualizados. Tal vez debería recordar al interrogado que hoy en día no es ilegal investigar o interesarse en este campo. Sólo el desarrollo y fabricación van contra la actual legislación estatal, federal e internacional.

– Muy bien, Peabody. ¿Te aclara eso las cosas, Jess?

Aquella intervención había dado tiempo a Jess para tranquilizarse.

– Claro. Me interesa ese campo. Como a otra mucha gente.

– Se aparta un poco de tu especialidad, ¿no crees? Eres un músico, no un científico licenciado.

Ése era el botón. Jess se incorporó con los ojos brillantes.

– Estoy licenciado en musicología. La música no es sólo un montón de notas que se tocan juntas, encanto. Es la vida misma. Los recuerdos. Las canciones desencadenan reacciones emocionales específicas y a menudo predecibles.

– Y yo que pensaba que sólo era una forma agradable de pasar el rato.

– El entretenimiento es sólo una faceta. Los celtas iban a la guerra con gaitas. Para ellos era un arma tan válida como el hacha. Los nativos guerreros de África se preparaban para la lucha con tambores. Los esclavos se alimentaban de sus cantos espirituales, y los hombres llevan siglos seduciendo a las mujeres con música. La música actúa sobre la mente.

– Lo que nos lleva de nuevo a preguntarte: ¿cuándo decidiste dar un paso más allá y vincularla a las ondas cerebrales individuales? ¿Lo descubriste por casualidad, por puro azar, mientras componías una melodía?