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– Yo no mato para los muertos. Mato para los vivos. Dance está vivo.

– Yo soy inocente…

– En este negocio no hay inocentes.

– ¿Y su esposa? ¿Tampoco lo era?

– ¿Mi esposa? -apartó la vista-. Sí. Sí, era inocente. Nunca pensé que… -la miró-. ¿Sabe cómo murió?

– Lo siento. Siento lo que ocurrió. Pero yo no tuve nada que ver.

– Yo lo vi. La vi morir.

– Por favor, tiene que escucharme…

– Desde la ventana del dormitorio la vi andar hasta el coche. Se paró al lado de las rosas y me despidió con la mano. Nunca he olvidado aquel momento. Ni su sonrisa -se golpeó la frente-. Es como una foto fija aquí en mi cabeza. La última vez que la vi con vida…

Guardó silencio. Miró a Kronen.

– Antes de mañana, trasládala a un lugar seguro donde no puedan oírla. Si Dance no aparece a buscarla en los dos próximos días, mátala. Despacio. Ya sabes cómo.

Kronen sonreía. Sarah se estremeció.

En algún lugar del edificio sonó una alarma. Una luz roja parpadeaba encima de la puerta.

– ¡Ha entrado alguien! -dijo Kronen.

Los ojos de Magus brillaban como diamantes.

– Es Dance -contestó-. Tiene que ser él.

Kronen salió de la estancia con su pistola en la mano. La puerta se cerró. Sarah se quedó sola con los ojos fijos en la luz roja que se encendía y apagaba.

Se apoyó contra la puerta y miró a su alrededor. En su prisa por salir, Kronen y Magus habían dejado la luz encendida y podía examinar la estancia.

El almacén no estaba vacío. En un rincón se amontonaban cajas de cartón con el nombre de F. Berkman. Vio una cinta aislante ancha alrededor de la caja más grande. La arrancó y la dobló unas cuantas veces, probando su fuerza. Bien usada, podía estrangular a un hombre. No sabía si sería capaz de hacerlo, pero en su situación cualquier arma era un regalo del cielo.

Después, examinó la ventana y la descartó como medio de fuga. Imposible que cupiera por ella.

Solo quedaba un modo de salir: la puerta. ¿Pero cómo?





Unas sillas amontonadas le dieron una idea. Podía golpear con una de ellas. Bien. Otro arma. Amontonadas pesaban tanto que apenas pudo arrastrarlas por el suelo. Su plan podía funcionar.

Llevó las silla hasta un lado de la puerta y ató la cinta a la pata de la de abajo. Estiró la cinta y se acurrucó al lado contrario de la puerta. Tiró de su extremo de la cinta y esta se levantó a unos centímetros del suelo. Si calculaba bien el momento, tropezarían con ella. Y eso le daría unos segundos, los suficientes para salir por la puerta.

Ensayó sus movimientos una y otra vez. Tenía que salir bien. Era su única oportunidad.

Estaba preparada. Se subió a una de las sillas y desenroscó los tubos fluorescentes del techo. La habitación quedó a oscuras. Cuando bajaba de la silla, oyó disparos fuera, seguidos de gritos y más disparos. Sería más fácil huir con toda aquella confusión.

Primero tenía que llamar la atención de alguien. Acercó una silla a la ventana, contó tres y la lanzó contra el cristal, que se hizo añicos.

Oyó otro grito y pasos que subían la escalera. Llevó la silla al umbral y buscó en la oscuridad su trozo de cinta. ¿Dónde estaba?

Los pasos estaban en la habitación de al lado y se acercaban a su puerta. Se abrió el cerrojo. Buscó en el suelo con desesperación y encontró la cinta justo cuando se abría la puerta. Un hombre entró en la estancia con tal rapidez que apenas tuvo tiempo de reaccionar. Tiró de la cinta, que se enganchó en un pie de él. Algo cayó al suelo. El hombre se inclinó hacia adelante y cayó sobre su vientre. Enseguida se puso de rodillas y empezó a levantarse.

Sarah no se lo permitió. Le golpeó con la silla en la cabeza. Sintió, más que oyó, el golpe en su cráneo y el horror de lo que había hecho la obligó a soltar la silla.

El hombre no se movía. Pero mientras ella le registraba los bolsillos empezó a gemir, lo que implicaba que no lo había matado. No llevaba un revólver encima. ¿Se le habría caído? No tenía tiempo de buscarlo a oscuras, era mejor huir mientras pudiera.

Salió del almacén y echó el cerrojo tras ella. Voló hasta las escaleras, pero solo había bajado dos escalones cuando se quedó inmóvil. De abajo llegaban voces. Kronen subía las escaleras, cortándole la única vía de escape.

Entró en la oficina y cerró la puerta. A diferencia de la otra, no era de madera sólida. Sólo los retrasaría unos minutos. Tenía que encontrar otra salida.

El almacén era un callejón sin salida, pero en la oficina, encima de la mesa, había una ventana.

Se subió a la mesa y se asomó por ella. Solo se veía niebla y oscuridad. Tiró de la ventana, pero no se abrió. Tendría que romper el cristal.

Tomó impulso y le dio una patada. Los tres primeros intentos fueron vanos; el tacón golpeaba el cristal sin resultado. Pero la cuarta patada rompió el cristal. El aire frío le golpeó el rostro. Se asomó al exterior y vio que la ventana se abría sobre un tejado que se perdía en la oscuridad. ¿Qué había debajo? Podía haber una caída de tres pisos hasta la calle o podía ser que cayera hacia un tejado adyacente. Había visto que, en los edificios viejos de Amsterdan, los tejados se juntaban unos con otros en una línea casi continua. La niebla le impedía ver lo que ocultaba la oscuridad. Tendría que acercarse más.

Pensó que las tejas estarían resbaladizas, así que se quitó los zapatos. Vio con alarma que tenía sangre en el tobillo. No sentía dolor, pero la sangre salía de un punto de su píe. Lo miró como embrujada, y entonces fue consciente de otros ruidos: los golpes de Kronen en la puerta de la oficina y los gemidos del hombre al que había dejado inconsciente.

Se le acababa el tiempo.

Salió al tejado. El vestido se enganchó en un trozo de cristal roto y ella tiró con fuerza, rompiéndolo. Su elección era ya muy sencilla. Una muerte rápida o una dolorosa. Una caída en la oscuridad sería muy preferible a morir en manos de Kronen. La idea de morir podía soportarla, la del dolor no.

Oyó que cedía la puerta y el grito de rabia de su perseguidor. Se deslizó por el tejado abajo. No había nada a lo que agarrarse ni nada que parara su descenso. Las tejas estaban mojadas y resbalaban bajo sus dedos. Sus piernas cayeron por el borde. Se agarró un instante al canalón y cuando ya no pudo sostenerse más, se dejó caer.