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Catorce

Una sombra cayó sobre la pared del vestíbulo. Alguien andaba por la sala, fuera de su campo de visión. La sombra se acercaba a las escaleras. Nick y Sarah no podían salir a la calle sin cruzar el vestíbulo y el campo de visión del asesino. No les quedaba más remedio que seguir por el pasillo de arriba.

Nick la tomó de la mano y tiró de ella hacia una escalera más alejada. De la sala de estar llegó un grito de mujer, ruido de pasos que corrían y dos golpes secos, de balas amordazadas por un silenciador. El pasillo parecía no acabarse nunca.

Subieron corriendo la escalera estrecha. Habían llegado al ático. Nick cerró la puerta con suavidad, pero no había cerradura. No encendieron la luz. Por la ventana entraba algo de claridad. En las sombras, a sus pies, había formas vagas: cajas, muebles viejos, un perchero. Nick se agachó detrás de un baúl y tomó a Sarah en sus brazos. Ella apretó el rostro contra su pecho y oyó el latido de su corazón.

De abajo llegó un crujido a madera rota. Alguien abría las puertas a patadas y se abría paso metódicamente en dirección a su escalera.

Nick la empujó contra el suelo.

– No te muevas -dijo.

– ¿Adónde vas?

– Cuando llegue el momento, corre.

– Pero… -el hombre se había alejado ya en la oscuridad.

Los pasos subían por la escalera del ático.

Sarah permaneció inmóvil. Los pasos se acercaban más y más. Buscó en la oscuridad algo que la ayudara a defenderse, pero no vio nada.

Se abrió la puerta, que chocó contra la pared. Entró luz de la escalera.

En ese mismo instante oyó el sonido de un puño chocando con un cuerpo, seguido de un golpe sordo. Se levantó y vio a Nick peleando con el asesino, un hombre al que no había visto nunca. Rodaron por el suelo. Nick lanzó un segundo puñetazo, pero el golpe apenas rozó la mejilla del otro. El asesino consiguió soltarse y le dio un puñetazo en el estómago. Nick gruñó y rodó fuera de su alcance. El asesino se lanzó hacia una pistola que había en el suelo a pocos metros.

Nick, atontado por el golpe, no pudo reaccionar con rapidez. Los dedos del asesino se cerraron en torno a la pistola. Nick, desesperado, se lanzó sobre su muñeca, pero solo lo alcanzó en el antebrazo. El cañón giró hacia su rostro.

Sarah no tuvo tiempo de pensar. Saltó desde el baúl. Su pie formó un arco en el aire y golpeó la mano del asesino. La pistola salió volando y cayó detrás de un montón de cajas. El asesino, que no había recuperado el equilibrio, no pudo esquivar el golpe siguiente.

El puño de Nick lo alcanzó en la mandíbula. Cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza en un baúl. Cayó al suelo inconsciente.

Nick se puso en pie.

– ¡Vamos! -dijo.

Sarah bajó delante al segundo piso. Cuando corría hacia la otra escalera recordó el cuerpo de Corrie en el suelo. La ponía enferma pensar que tenía que pisar sangre, pero no quedaba más remedio si quería llegar a la puerta.

Bajó las escaleras obligándose por no pensar. Solo serían unos pasos y después estaría fuera. A salvo.

No vio al hombre del vestíbulo hasta que fue demasiado tarde. Captó un movimiento y una garra aferró su brazo. Vio una mano enguantada y el brillo de un revólver. El arma no apuntaba a ella, sino a la parte superior de la escalera, donde estaba Nick.

El arma se disparó.

Nick cayó hacia atrás, como si hubiera recibido un golpe en el pecho. Su camisa se llenó de sangre. Sarah gritó su nombre una y otra vez mientras la arrastraban hacia la puerta. El aire frío le golpeó el rostro. Luego, la arrojaron en el asiento trasero de un coche. Se cerró la puerta. Levantó la vista; un revólver apuntaba a su cabeza.

Solo entonces vio el rostro de Kronen, el pelo rubio pálido, la sonrisa de cera. La había esperado en estaciones de trenes y en ciudades distintas. Era el rostro de sus pesadillas.

Era un rostro del infierno.

Van Dam seguía al lado del teléfono cuando llamó Tarasoff para comunicarle el desastre doble. O'Hara estaba en Urgencias. Y no habían encontrado a Sarah Fontaine.

Cuando colgó el teléfono, empezó a andar por la estancia. Estaba nervioso. Le preocupaba el nuevo vínculo con la compañía F. Berkman. La transferencia de fondos a un asesino a sueldo había sido un descuido increíble. Ahora Potter olería sangre y querría investigar. Tenía que alejarlo del rastro. Su futuro dependía de ello. Si capturaban al viejo, se mostraría pragmático e intentaría comprar su libertad con información. Y su nombre sería de los primeros en salir.

Decidió hacer la maleta por si acaso. Consideró sus opciones. Cerrar la puerta. Bajar las escaleras. Parar un taxi. Iría directamente a la embajada rusa. No le gustaba la idea, pero los rusos tenían fama de tratar bien a los desertores. Sería mejor que la cárcel.

Una llamada a la puerta lo sobresaltó.

– ¿Sí?

– Traigo un informe. ¿Puedo entrar, señor?

Van Dam se acercó a la puerta con recelo.

– Mire, Tarasoff acaba de llamar. Si no hay nada nuevo…

– Lo hay, señor.

Van Dam abrió una rendija. Una patada desde el otro lado lanzó la puerta contra su cara y el dolor lo hizo retroceder. Trató de despejarse la cabeza.

En el umbral había un hombre vestido de negro, un hombre que debería estar muerto.

– Esto es por Eve -dijo el recién llegado.

Apretó el gatillo tres veces. Tres balas explotaron en el pecho de Van Dam.

El impacto lo lanzó al suelo. Tuvo una última imagen de luz que se fue apagando poco a poco, como un atardecer que diera paso a la noche.

Sarah se acurrucó en el suelo de madera y se abrazó las rodillas. Le castañeteaban los dientes. Hacía frío en la habitación y el vestido de raso verde calentaba poco. Estaba a oscuras. La única luz procedía de una ventana pequeña muy alta; era la luz de la luna. No sabía qué hora era; había perdido la noción del tiempo. El terror había convertido aquella noche en una eternidad.

Cerró los ojos con fuerza, pero seguía viendo la cara de Nick, su expresión de sorpresa y dolor, y luego la sangre extendiéndose por su camisa. Un dolor terrible la embargó por dentro. Dejó caer el rostro sobre las rodillas y sus lágrimas mojaron el vestido de raso.

Un momento después levantó el rostro. Estaba segura de que iba a morir. Y la certeza le producía una paz extraña, la convicción de que su destino era inevitable y no podía hacer nada. Estaba demasiado cansada y tenía demasiado frío para que le importara mucho. Después de días de terror, sentía una especie de calma.

Esa paz la ayudó a concentrarse. Sin el pánico que enturbiara sus percepciones, pudo examinar la situación con frialdad, clínicamente, como estudiaba las bacterias en el microscopio en su trabajo.



Estaba retenida en un almacén grande en el piso cuarto de un edificio viejo. La única salida era por la puerta, que estaba cerrada. La ventana era muy pequeña y estaba a mucha altura. Olía a café y recordó la plataforma de carga que había visto en el piso bajo y los sacos marcados con los nombres F. Berkman, Koffie, Hele Bonen.

Pensó que podía ayudarla estar en un lugar de trabajo, donde antes o después llegarían los obreros. Pero luego recordó que era domingo y seguramente no iría nadie excepto Kronen.

Oyó unos pasos que subían las escaleras. Se abrió una puerta y volvió a cerrarse. Dos hombres hablaban en holandés. Uno era Kronen. La otra voz era baja y ronca, casi inaudible. Los pasos se acercaron a su puerta. Se quedó inmóvil.

Entró luz brillante de la habitación contigua. Trató de ver las caras de los dos hombres que había en el umbral, pero al principio solo pudo percibir las siluetas. Kronen encendió la luz. Lo que vio la hizo encogerse.

El hombre situado más cerca de ella no tenía rostro.

Sus ojos eran pálidos, sin pestañas, y tan muertos como piedras frías. Pero la miró y sus ojos se movieron, y entonces se dio cuenta de que llevaba una máscara. Un escudo de goma color carne cubría su rostro. En el cuello llevaba una bufanda roja.

Supo quién era antes de oírle hablar. Tenía delante a Magus. El hombre al que habían encargado matar a Geoffrey.

– Señora de Simon Dance -dijo en un susurro-. Levántese para que pueda verla mejor.

Le sujetó la muñeca y ella se estremeció.

– Por favor, no me haga daño. Yo no sé nada, de verdad.

– ¿Y por qué se marchó de Washington?

– Fue la CIA. Ellos me engañaron…

– ¿Para quién trabaja?

– Para nadie.

– ¿Y por qué vino a Amsterdam?

– Creí que encontraría a Geoffrey… es decir, Simon. Por favor, déjeme marchar.

– ¿Y por qué iba a hacerlo?

Sarah lo miró fijamente, incapaz de pensar una sola razón por la que debiera dejarla vivir. La mataría, por supuesto. Y ninguna súplica podría impedirlo.

Magus se volvió hacia Kronen, que parecía muy divertido.

– ¿Esta es la mujer de la que hablabas? -preguntó con incredulidad-. ¿Esta criatura estúpida? ¿Te ha costado dos semanas encontrarla?

La sonrisa de Kronen se evaporó.

– Tenía ayuda -señaló.

– Ella encontró a Eve sin ayuda.

– Es más lista de lo que parece.

– Sin duda -la máscara se volvió hacia Sarah-. ¿Dónde está su marido?

– No lo sé.

– Usted encontró a Eve. Y a Helga. Seguro que sabe cómo encontrar a su marido.

La joven inclinó la cabeza y miró al suelo.

– Está muerto.

– Miente.

– Murió en Berlín. En el fuego.

– ¿Quién lo dice? ¿ La CIA?

– Sí.

– ¿Y usted los cree?

Sarah asintió con la cabeza y él se volvió hacia Kronen con furia.

– ¡Esta mujer no sirve para nada! Hemos perdido el tiempo. Si Dance sale a la luz por ella es que es idiota.

Sarah se puso rígida al oír el desprecio de su voz. Para aquel hombre, su vida valía tan poco como la de un insecto. Matarla sería fácil… y solo sentiría disgusto. Un nudo de rabia atenazó su vientre. Levantó la barbilla con violencia. Si tenía que morir, no lo haría como una mosca. Tragó saliva.

– Y si mi esposo sale a la luz, espero que lo envíe directamente al infierno -gritó.

Los ojos pálidos de la máscara expresaron cierta sorpresa.

– ¿Al infierno? Nos veremos allí. Su marido y yo tendremos una eternidad juntos. Yo ya he sentido las llamas. Sé lo que es arder vivo.

– Yo no tuve nada que ver con eso.

– Pero su marido sí.

– ¡Esta muerto! Matarme a mí no lo hará sufrir.