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Quince
– Solo es un rasguño.
– ¡Vuelve a la cama, O'Hara! -ladró Potter.
Nick cruzó la habitación del hospital y abrió el armario. Estaba vacío.
– ¿Dónde está mi camisa?
– No puedes irte. Has perdido mucha sangre.
– Mi camisa, Potter.
– En la basura. Estaba llena de sangre, ¿vale?
Nick se quitó con un juramento el camisón del hospital y miró la venda de su hombro izquierdo. El efecto del analgésico que le habían puesto en Urgencias empezaba a remitir. Sentía como si alguien le golpeara el torso con un martillo neumático. Pero no podía quedarse allí esperando que ocurriera algo. Ya había perdido demasiadas horas.
– ¿Por qué no te metes en la cama y dejas que yo me ocupe de todo? -preguntó Potter.
Nick lo miró con furia.
– ¿Como te has ocupado hasta ahora?
– ¿Y de qué le vas a servir a ella fuera de aquí? ¿Quieres decírmelo?
Nick sintió que su rabia daba paso al dolor.
– ¡La tenía, Roy! La tenía en mis brazos…
– La encontraremos.
– ¿Igual que a Eve Fontaine?
El rostro de Potter se tensó.
– No, espero que no.
– ¿Y qué vas a hacer para evitarlo? -gritó Nick.
– Seguimos esperando que hable el hombre al que derribaste. Todavía no ha dicho gran cosa. Y estamos investigando la otra pista, la de la Compañía Berkman.
– Registra el edificio.
– No puedo. Necesito el permiso de Van Dam y no consigo localizarlo. Y tenemos pocas pruebas…
– A la porra con las pruebas -musitó Nick, yendo hacia la puerta.
– ¿Adónde vas?
– A hacer un allanamiento.
– No puedes ir allí sin refuerzos -lo siguió al pasillo.
– Ya he visto tus refuerzos. Y prefiero una pistola.
– ¿Sabes disparar?
– Aprendo deprisa.
– Espera, déjame que hable con Van Dam.
Nick hizo una mueca. Apretó el botón del ascensor y miró la ropa de Potter.
– Dame tu camisa.
– ¿Qué?
– Es suficiente con allanamiento. No quiero que me acusen de indecencia.
– Estás loco. No te daré mi camisa. Me la devolverías llena de agujeros de bala.
Nick llamó de nuevo al ascensor.
– Gracias por el voto de confianza.
Se abrió el ascensor y salió Tarasoff.
– Señor, hay algo nuevo. Acabo de oírlo en la radio. Tiros en el edificio Berkman.
Nick y Potter se miraron.
– ¡Dios mío! -exclamó el primero-. Sarah…
– ¿Dónde está Van Dam? -preguntó el segundo.
– No lo sé, señor. Sigue sin contestar al teléfono.
– Se acabó. Vamonos, O'Hara -entraron los tres en el ascensor-. No sé por qué me juego mi carrera por ti. Ni siquiera me caes bien. Pero tienes razón. O nos movemos ahora o, si esperamos las órdenes de Van Dam, acabaremos todos en el hospital -miró a Tarasoff-. Y yo no he dicho eso. ¿Entendido?
– Sí señor.
Potter examinó a su subordinado.
– ¿Qué talla usas?
– ¿Señor?
– De camisa.
– Ah… dieciséis.
– Bien. Préstele la camisa a O'Hara. Estoy harto de verle los pelos del pecho. Y no tema, me ocuparé de que no se la manche de sangre.
Tarasoff obedeció, pero no parecía cómodo en camiseta y chaqueta. Salieron hacia el aparcamiento.
– Llama por radio y pide que vaya un equipo al edificio.
– ¿Debo intentar localizar a Van Dam?
Potter vaciló un instante. Vio la mirada de advertencia de Nick.
– No -dijo-. Por el momento, este será nuestro secreto.
Tarasoff lo miró perplejo.
– Sí, señor.
Nick se coló en el asiento de atrás del coche.
– ¿Sabes, Potter? Puede que no seas tan tonto como creía.
El otro movió la cabeza con aire sombrío.
– O puede que sí -repuso-. Puede que sí.
Sarah aterrizó sobre la espalda con un golpe sordo.
Lo primero que sintió fue alegría de estar viva. Vio la ventana a unos cinco metros encima de ella y comprendió que había caído a un tejado adyacente. Los gritos de Kronen la pusieron en movimiento. Estaba de pie en la ventana, gritando órdenes. Otras voces respondían desde la oscuridad de abajo. Sus hombres registraban el suelo en busca de su cuerpo. Al no encontrarlo, no tardarían en volver su atención al tejado.
Se puso en pie. Sus ojos se habían adaptado ya a la oscuridad y podía distinguir la línea del tejado contra el cielo. De repente notó que no eran solo sus ojos: el cielo se había aclarado. Se acercaba el amanecer. Y ella tenía que llegar a un lugar seguro antes de que saliera el sol.
Bajo ella había luces de linternas. Unos pasos rodeaban el edificio. Los hombres volvieron a gritar. No habían encontrado su cuerpo.
Sarah subía ya una pendiente de tejas. Al llegar arriba, se dejó caer al tejado de al lado. La niebla parecía cerrarse en torno a ella como un velo protector. Tenía el vestido empapado de las tejas mojadas y el raso se pegaba a ella como una segunda piel helada. Pasó de las tejas a una superficie plana de grava y corrió hacia una puerta en el tejado. Estaba cerrada. La golpeó con los puños hasta que se hizo daño en las manos, pero no se abrió. Se volvió y buscó otra ruta de escape… otra puerta, una escalera… El cielo se aclaraba cada vez más. Tenía que salir de aquel tejado. Un grito lejano le dijo que ya la habían descubierto.
El tejado siguiente se elevaba ante ella como una pared de teja. Aparte de una ventana alta y una antena en la parte superior, el resto de su superficie era lisa como el hielo. Jamás podría escalarlo.
Los gritos llegaron de nuevo, esa vez más cerca. Una teja suelta cayó del tejado y se estrelló en la acera. Se volvió y vio a Kronen saliendo por la ventana. Iba hacia ella. Rodeó su jaula del tejado como un pájaro atrapado, buscando desesperadamente una salida. En la parte de atrás solo había una caída vertical hasta un callejón. Corrió al otro lado y se asomó por el borde. Mucho más abajo se veía la calle. No había terrazas ni escaleras que cortaran su caída si saltaba. Solo el suelo mojado, esperando a su cuerpo.
Oyó un ruido en las tejas y Kronen lanzó un juramento. Su revólver había caído a la calle. Estaba ya en el segundo tejado. Unos segundos más y estaría a su lado.
Volvió a mirar el tejado vertical de al lado, una barrera infranqueable entre la libertad y ella. Sintió una llovizna fría mezclándose con sus lágrimas. Entonces, a través de las lágrimas, vio un alambre negro que bajaba desde la antena. ¿Sería lo bastante fuerte para soportar su peso?
El ruido de los pasos de Kronen en la grava acabó con sus dudas. Se agarró al alambre y empezó a subir el tejado empinado. Sus pies resbalaron unos centímetros y luego encontraron apoyo. Subió poco a poco.
El juramento de Kronen resonó en los edificios. No se atrevía a volver la vista a ver si la seguía. Su mirada estaba fija delante, en la superficie mojada de la pizarra gris. Los dedos le dolían. Tenía los pies hinchados. El tejado parecía extenderse eternamente. Solo se oía el viento y los gritos de rabia de Kronen.
Siguió avanzando, sin poder ver su objetivo ni cuánto le quedaba. Continuó su esfuerzo hasta que al fin sus dedos se cerraron en torno a la antena. ¡El metal parecía tan sólido, tan fuerte! Terminó de subir los últimos centímetros y se sentó. Tenía que descansar unos segundos.
Pero cuando levantó la cabeza y miró lo que había al otro lado, vio que no había nada. Había llegado al final de la fila. Más abajo no había otro tejado, solo una caída hasta la calle.
Lágrimas de desesperación rodaron por sus mejillas. Bajó la cabeza y sollozó como una niña asustada. El ruido de su llanto ahogó todo lo demás. Luego, percibió otro sonido, débil al principio, pero cada vez más fuerte: una sirena.
Kronen también lo oyó. La miró como un poseído. Buscó con frenesí otro modo de subir. No lo había. Se agarró al alambre con un juramento y empezó a subir hacia ella.
Sarah lo observó con incredulidad. Era alto y se movía como un mono por el tejado de pizarra. La joven tiró con fuerza del alambre, intentando en vano soltarlo de la antena. Intentó ponerse en pie y esperarlo. La sirena se olía muy cerca. Solo necesitaba unos momentos.
Los dedos de Kronen se cerraron en la parte de arriba del tejado. Sarah vio su cabeza asomar por allí. Sus ojos la miraron. En ellos no había ni rabia ni odio, sino algo más terrible… anticipación. Esperaba impaciente su muerte.
– ¡No! -gritó ella-. ¡No!
Se lanzó hacia él. Sus dedos se clavaron en sus ojos, obligándolo a retroceder hacia el borde. El hombre le sujetó la muñeca y la retorció de tal modo que ella gritó. Al soltarse se tambaleó y estuvo a punto de perder el equilibrio. Kronen subió a la parte superior y avanzó despacio hacia ella.
Se miraron un momento, los dos solos en el tejado. Uno de ellos no sobreviviría. No se dejaría capturar viva.
El hombre sacó una navaja de la chaqueta y ella retrocedió un paso más. La hoja se acercó más a ella. Ya no pensaba capturarla viva. Quería matarla. Sarah cruzó los brazos delante en un gesto automático de protección. Sintió el dolor en el brazo cuando la hoja tocó la carne desnuda. Se dejó caer de rodillas. Los zapatos de él crujieron al acercase a ella. Clavó el tacón en el vestido de ella, sujetándola al tejado. No podía escapar. Ni siquiera podía levantarse. Observó en silencio cómo volvía a elevarse la hoja en un arco mortal.
Todos sus instintos primitivos se unieron en un último y desesperado acto de supervivencia. Se lanzó a las rodillas de él con un grito. Kronen se tambaleó y ella atacó su pie. El golpe movió el tobillo de su sitio. Kronen trató de buscar un punto de apoyo. La navaja cayó sobre el tejado. Al caer hacia la calle, se agarró al borde del tejado, pero solo un momento. Sus ojos se encontraron con los de ella; era una mirada de infinita sorpresa. Cayó al vacío con los brazos levantados hacia el cielo. La joven cerró los ojos. Los gritos de él resonaban todavía en sus oídos mucho después de que hubiera llegado a la calle.
Quería vomitar. El mundo daba vueltas a su alrededor. Bajó la cabeza y apretó la mejilla contra la teja fría y mojada para combatir la náusea. Se estremeció. En la calle se oían ruidos de sirenas y voces, pero estaba agotada y tenía demasiado frío para moverse. Solo el grito de Nick consiguió hacerla mirar.
Estaba abajo, en la calle, agitando los brazos en su dirección, sus ojos se llenaron de lágrimas.
– ¡No te muevas! -gritó él-. Vamos a llamar a los bomberos para que te bajen.