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Siete
– Quiero respuestas, Dan. Empezando por quién ordenó la puesta en libertad de Sarah Fontaine y por qué.
Dan Lieberman, jefe de asuntos consulares, miraba a Nick con el rostro pasivo de un funcionario que llevaba mucho tiempo en el Departamento de Estado. Los años de no dejar traslucir nada habían dejado su impronta. Desde que lo conociera cuatro años atrás, Nick no había visto jamás ninguna emoción en su rostro. Su trabajo lo había convertido en un gran jugador de poker.
– ¿Qué pasa con su caso? -siguió Nick-. A mí me parece que se lidia con él de un modo muy peculiar.
– Ha habido irregularidades -admitió Lieberman.
– Sí. Empezando con la aparición del hijo de perra de Potter en la Comisaría.
Lieberman sonrió débilmente.
– ¿Qué es lo que hay entre él y tú?
– Sokolov. No me digas que lo has olvidado.
– Ah, sí, el caso Sokolov. Ahora me acuerdo.
– Tú no lo conociste, ¿verdad?
– No.
– Dicen que lo encontraron sus hijos el día de Año Nuevo. Tenía dos hijos de unos diez años. Bajaron al sótano a buscar a su padre y lo encontraron con una bala en la cabeza. Un buen regalo de Año Nuevo, ¿eh?
– Esas cosas ocurren. No deberías arruinar tu carrera por eso.
– Si Potter me hubiera hecho caso, esos niños habrían estado a salvo en Montana. Y ahora seguramente se estén congelando en Siberia, molestados por la KGB.
– Era un traidor. Se arriesgó y perdió. Pero todo eso ya es historia. No has venido a quejarte de Potter, ¿verdad?
– No. Vengo por Sarah Fontaine. Quiero saber qué hace él en su caso.
Lieberman movió la cabeza.
– Nick, no debería estar hablando contigo. Así que, antes de que te diga nada, dime tú por qué te interesa este caso.
– Llamémoslo un ultraje moral. Sarah está ahora sentada en mi habitación del hotel preguntándose si es viuda o no. Yo creo que su marido está vivo. Pero todo el mundo nos dice que ha muerto. Que debería darle el pésame y olvidarme de todo.
– ¿Y por qué no haces lo que te dicen?
– No me gusta que me mientan. Y no me gusta que me ordenen que cuente mentiras. Si hay un motivo para mantenerla en la oscuridad, quiero oírlo. Si es válido, me retiraré. Pero ella está sufriendo y creo que tiene derecho a saber la verdad.
Lieberman suspiró.
– De nuevo luchando con molinos de viento, ¿eh? ¿Sabes cómo te llamábamos aquí? Don Quijote. ¿Por qué no te ahorras una úlcera y te vas a casa?
– O se que no me ayudarás.
– No porque no quiera. Pero no sé nada.
– ¿Puedes decirme por qué ha ido Potter a Comisaría en tu puesto?
– Vale, eso sí. Esta mañana me llamaron de arriba para decirme que Potter llevaría el caso y que yo no debía mezclarme.
– ¿Cómo de arriba?
– Mucho.
– ¿Cómo arreglaron su puesta en libertad?
– A través de la Inteligencia británica, creo.
– ¿Es un esfuerzo conjunto?
– Saca tus propias conclusiones.
– ¿Cuál es la participación de Potter?
– ¿Quién sabe? Es evidente que a la CIA le interesa tu viuda.
– ¿Has estudiado el caso Fontaine?
– Brevemente. Antes de que me retiraran de él.
– ¿Qué te parece?
– Que el cargo de asesinato tenía lagunas importantes. Un buen abogado lo habría destrozado.
– ¿Y de la muerte del marido?
– Irregular.
– ¿Sabías algo de Eve Fontaine?
– No mucho. Me han dicho que compró su casa hace un año. Que vivía muy recluida. Pasaba todo su tiempo en Margate. Pero seguro que tú sabes mucho más que yo. ¿No dices que la viuda está en tu habitación?
– Así es. En mi vieja pensión de Baker Street.
– Ah, en Kenmore -Lieberman archivó la información sin cambiar de expresión-. ¿Qué clase de mujer es?
Nick pensó un momento.
– Callada -dijo al fin-. Inteligente. Y en este momento muy confusa.
– He visto la foto de su pasaporte. No me pareció… muy especial.
– A mucha gente no se lo parece.
– ¿Puedo preguntar cuál es tu interés?
– No.
Lieberman sonrió.
– Mira, Nick; yo no sé nada más. Si descubro algo, te llamaré. ¿Cuánto tiempo estarás en Kenmore?
Nick se puso en pie.
– Unos días, supongo.
– ¿Y Sarah Fontaine se quedará contigo?
Nick no tenía respuesta para eso. Si de él dependía, Sarah volvería a Washington enseguida. Solo imaginarla sola en su habitación bastaba para ponerlo nervioso. La propietaria de Kenmore, una vieja conocida, le había asegurado que sus dos musculosos hijos se ocuparían de resolver cualquier problema, pero estaba ansioso por regresar. No podía apartar de su mente la terrible muerte de Eve.
– Si Sarah se queda en Londres, yo también -dijo.
Se estrecharon la mano.
– A propósito -preguntó Nick-, ¿has oído hablar de un tal Magus?
El rostro de Lieberman no se alteró.
– No me suena de nada.
Nick se detuvo en el umbral.
– Una última cosa. ¿Puedes darle un mensaje a Roy Potter?
– De acuerdo.
– Dile que retire a sus sabuesos. O por lo menos que nos sigan a una distancia más discreta.
Lieberman frunció el ceño.
– Se lo diré. Pero yo en tu lugar me aseguraría de que son ellos los que te siguen. Porque si no lo son, la alternativa puede ser bastante menos agradable.
– ¿Menos agradable que la CIA? -preguntó Nick-. Lo dudo.
Cuando Nick regresó a su habitación en la pensión Kenmore, encontró a Sarah dormida. Se había tumbado en la cama, con el rostro sobre la almohada y el brazo caído a un lado. Las gafas habían caído al suelo y el sol iluminaba su pelo cobrizo.
La miró con atención. Fuera cual fuera la razón, a él le parecía muy hermosa.
No en el sentido clásico. No como Lauren, su ex mujer, quien, con su pelo moreno y sus ojos verdes hacía volver la cabeza a la gente.
La mujer que tenía delante no se parecía nada a Lauren. A Sarah le maravillaba que un hombre como Geoffrey se hubiera casado con ella. Pero no estaba dispuesta a abandonar a su marido. Quería creer en él. Y curiosamente, aquella lealtad hacia Geoffrey era lo que más le gustaba de ella.
Se volvió hacia la ventana. En la calle había un coche negro aparcado. La CIA seguía vigilándolos. Saludó con la mano, pensando cómo podía haber caído tan bajo el espionaje. Después cerró las cortinas y se tumbó en la otra cama.
La luz del día resultaba desconcertante. Estaba cansado, pero solo podía cerrar los ojos y pensar. ¿Por qué se había colocado a sí mismo en aquella posición? Lo inteligente sería irse a casa y dejar que la CIA se ocupara de todo. Pero si le ocurría algo a Sarah, nunca se lo perdonaría.
Se fue quedando dormido poco a poco. Una visión se coló en sus sueños: una mujer de ojos color ámbar. Deseaba tocarla, pero sus manos se enredaron en el pelo de ella. Sarah. ¿Cómo era posible que alguien no la considerara hermosa? El rostro de ella se difuminó y se quedó solo. Como siempre.
En una de las salas de Roy Potter sonó una voz por la radio.
– O'Hara salió del despacho de Lieberman hace cuarenta minutos -dijo un agente-. Ha vuelto a Kenfmore. Hace una hora que no veo a la mujer. Las cortinas están corridas. Creo que se han acostado.
– Y seguro que no para dormir -murmuró Potter a su ayudante.
El agente Tarasoff apenas sonrió. El agente Tarasoff no tenía sentido del humor. Vestía correctamente y hasta el modo en que comía su sandwich de ternera asada resultaba aburrido. Daba mordiscos pequeños y se limpiaba los dedos entre uno y otro. Potter, por otra parte, comía como una persona normal… sin demasiada pulcritud. Tragó el último bocado y tomó el micrófono.
– Vale, chicos; no os mováis y enteraros de quién pasa por ahí.
– Sí, señor.
– ¿Qué tal estáis situados?
– No podemos quejarnos. Hay un pub en la acera de enfrente.
– ¿Os ha visto ya?
– Me temo que sí. Antes nos hizo un gesto obsceno.
– ¿Ya? ¿Qué le hicisteis? ¿Ir a presentaros?
– No, señor; nos vio cuando salimos de Comisaría.
– Vale. Es la una y media. Dentro de dos horas podéis retiraros.
Dejó el micrófono y lanzó a la papelera el papel que envolvía antes el sandwich; falló por mucho, pero no le apetecía levantarse.
Tarasoff se incorporó y tomó el papel.
– ¿Qué piensa de todo esto, señor Potter?
El interpelado se encogió de hombros.
– No estoy muy seguro.
– ¿Cree que ese tal O'Hara pueda ser espía de alguien?
Potter lanzó una carcajada.
– ¿O'Hara? No, demasiao honrado. La clase de hombre que se pasa el día preocupándose por ballenas muertas o esas cosas -miró el sandwich a medio comer del otro-. ¿Piensas terminar eso?
– No, señor. Puede quedárselo.
Potter aceptó la sugerencia y dio un mordisco.
– O'Hara no es tonto, pero es pura teoría, nada de práctica. Habla cuatro idiomas. No es un mal diplomático, pero no vive en el mundo real.
– ¿Pero por qué se ha mezclado en esto? No tiene sentido.
– ¿Nunca has estado enamorado?
– Estoy casado.
– No, me refiero a enamorado.
– Bueno, sí; supongo que sí.
– Supones. Eso no es amor. Me refiero a algo apasionado, algo que te vuelve loco y te hace arriesgar tu vida. Quizá incluso casarte.
– ¿Está enamorado de Sarah Fontaine?
– ¿Por qué no?
Tarasoff movió la cabeza con gravedad.
– Yo creo que está espiando.
Potter soltó una carcajada.
– No subestimes el poder de las hormonas.
– Eso mismo dice siempre mi mujer -Tarasoff frunció el ceño y miró la manga de la chaqueta de su superior-. Será mejor que se limpie esa mostaza.
Potter miró la gota amarilla de su manga. Día nuevo, mancha nueva. Buscó una servilleta y acabó conformándose con un trozo de folio.
Lo arrojó a la papelera. Falló. Se levantó de la silla con un gruñido. Estaba levantando el papel cuando se abrió la puerta.
– ¿Sí? -preguntó. Luego, guardó silencio.
Tarasoff se volvió y miró al hombre que había en el umbral. Era Jonathan Van Dam.
Potter carraspeó.
– Señor Van Dam. No sabía que estaba en Londres.
El recién llegado se sentó en la silla que ocupaba antes Potter y apartó unos vasos de plástico de la mesa antes de colocar su maletín sobre ella.
– Siento curiosidad sobre un tema. Habíamos intervenido el teléfono de Sarah Fontaine… ¿y sabe lo que ocurrió hace unos días? Recibió una llamada de su esposo. Toda una hazaña, ¿no le parece? ¿O las comunicaciones han mejorado tanto?