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Potter y Tarasoff se miraron.

– Señor, puedo explicar… -dijo el primero.

– Sí -repuso Van Dam, muy serio-. Creo que debe hacerlo.

Nick y Sarah ofrecían el rostro al viento en los altos acantilados de Margate. Las gaviotas se lanzaban desde el cielo y sus gritos cortaban el aire como plañideras. El sol brillaba con fuerza y relucía como cristales rotos. Hasta Sarah empezaba a cobrar vida bajo aquel toque mágico.

Desde que saliera de Londres esa mañana, se había quitado la chaqueta y la bufanda. Ataviada ahora con una camisa de algodón blanca y la falda gris, se detuvo bajo el sol y levantó el rostro hacia él. Estaba viva. Un hecho que había olvidado a menudo en las dos últimas semanas.

– ¿Sarah? -Nick le tocó el brazo y señaló al sendero. Con su camisa y pantalones desgastados parecía más un pescador que un burócrata-. ¿Falta mucho?

– No. Está encima de la colina.

El hombre echó a andar y ella lo observó. No conocía todavía sus razones para estar allí pero se fiaba de él. Era un amigo, y aquello era lo único que importaba.

Nick miró hacia atrás. No había rastro de ningún perseguidor. Estaban solos.

– Me pregunto por qué no nos siguen.

– A lo mejor se han cansado.

– Bien, sigamos.

– No te gusta la CIA, ¿verdad? -preguntó ella.

– No.

– ¿Por qué?

– No me fío de ellos. Y de Roy Potter el que menos.

– ¿Qué te hizo el señor Potter?

– A mí nada. Excepto quizá enviarme de vuelta a Washington.

– ¿Tan malo es Washington?

– No es el lugar ideal para la carrera diplomática.

– ¿Cuál lo es?

– Los lugares calientes. Sudáfrica. África.

– Pero tú estabas en Londres.

– No fue mi primera opción. Me ofrecieron Camerún, pero tuve que rechazarlo.

– ¿Por qué?

– Por Lauren. Mi ex mujer.

– Ah.

La joven se preguntó qué había fallado entre ellos. ¿Rutina? ¿El aburrimiento? No podía imaginar que nadie se aburriera de Nick. Era un hombre de muchas capas, cada una más compleja que la anterior. ¿Podía llegar a conocerlo una mujer?

Cruzaron en silencio la fila de buzones y vieron la casa blanca detrás de la valla de madera. El jardinero viejo no estaba a la vista.

– Es ahí -dijo ella.

– Vamos a ver si hay alguien -repuso Nick. Se acercó a llamar al timbre, pero no hubo respuesta-. Creo que está vacía. Mejor.

– ¿Nick? -lo siguió a la parte de atrás y lo encontró moviendo el picaporte.

La puerta se abrió lentamente. La luz del sol iluminó el suelo de piedra pulida. A sus pies yacía un trozo de plato de porcelana. No se veía nada más fuera de su sitio. Los cajones de la cocina estaban cerrados. En la ventana había dos plantas. El goteo de un grifo era lo único que se oía.

– Espera aquí -le susurró Nick

Desapareció en la habitación siguiente y ella miró a su alrededor. Se hallaba en el corazón de la casa. Allí cocinaba Eve y Geoffrey y ella reían juntos. La estancia parecía resonar todavía con su presencia. Y ella era una intrusa allí.

– ¿Sarah? -la llamó Nick desde el umbral-. Ven a ver esto.

Lo siguió a la sala de estar. En los estantes había libros encuadernados en piel. Figuritas de china decoraban la chimenea. En el hogar había todavía cenizas. Solo habían tocado un escritorio. Habían vaciado los cajones y roto y tirado al suelo un montón de correspondencia.

– El robo no fue el motivo -dijo él, señalando las figuritas antiguas de la chimenea-. Creo que buscaban información. Una agenda, quizá. O un número de teléfono.

La joven miró a su alrededor. Un poco más allá vio una puerta abierta. Una fascinación inexplicable y dolorosa la atrajo hacia ella. Sabía lo que había más allá, pero no podía detenerse.

Era el dormitorio. Miró la colcha de flores de la cama doble con los ojos llenos de lágrimas. Era la cama de otra mujer. ¿Cuántas noches había pasado Geoffrey allí? ¿Cuántas veces habían hecho el amor? ¿La echaba de menos cuando no estaba allí?

Eran preguntas que solo él podía contestar. Tenía que encontrarlo o nunca sería libre.

Salió de la casa llorando y un momento después miraba el mar desde el acantilado. Apenas oyó los pasos de Nick acercarse.

Pero sintió las manos de él posarse con suavidad en sus hombros. No habló; se limitó a acompañarla en silencio. Y eso era lo que ella necesitaba.



Después de un rato, se volvió hacia él.

– Tengo que encontrar a Geoffrey -dijo-. Y tú no puedes venir conmigo.

– No puedes ir sola. Mira lo que le ocurrió a Eve.

– No me quieren a mí. Quieren a Geoffrey. Y yo soy su único vínculo. No me harán nada.

– ¿Y cómo vas a encontrarlo?

– Me encontrará él.

Nick movió la cabeza.

– Eso es una locura. No sabes a lo que te enfrentas.

– ¿Y tú sí? Si lo sabes dímelo.

Nick no contestó. Se limitó a mirarla con ojos que se habían oscurecido hasta adquirir una tonalidad a plata manchada.

Sarah se volvió y echó a andar, y él la siguió con las manos en los bolsillos. Se detuvieron ante los buzones, donde Whitstable Lane se fundía con el sendero del acantilado.

Un cartero se llevó una mano a la gorra y se alejó con su bici por el camino. Acababa de entregar el correo. Sarah metió la mano en el buzón del número 25. Había otra catálogo y tres facturas, todas dirigidas a Eve.

– No las necesitará -comentó Nick.

– No, creo que no -guardó las facturas en el bolso-. Esperaba que hubiera algo más…

– ¿Qué? ¿Que le hubiera escrito una carta? No sabes ni por dónde empezar, ¿verdad?

– No -confesó ella-. Pero lo encontraré -añadió con terquedad.

– ¿Cómo? No olvides que la CIA te está esperando.

– Los despistaré como sea.

– ¿Y luego qué? ¿Y si el asesino de Eve decide ir en tu busca? ¿Crees que puedes lidiar con él sola?

La mujer echó a andar por el sendero. Nick la tomó por el brazo y la volvió hacia él.

– ¡Sarah! ¡No seas estúpida!

– ¡Tengo que encontrar a Geoffrey!

– Pues déjame ir contigo.

– ¿Por qué? -gritó ella.

La respuesta la pilló desprevenida. Nick la tomó en sus brazos y, antes de que tuviera tiempo de reaccionar la besó con fuerza en la boca. El grito de las gaviotas se difuminó, y el viento pareció transportarla lejos, hasta hacerle perder la noción de dónde se hallaba. Lo abrazó a su vez y abrió los labios. Ya no importaba nada que no fuera el sabor de la boca de él, el olor del mar sobre su piel.

Los gritos de las gaviotas cobraron fuerza a medida que se imponía la realidad. Sarah se soltó. A juzgar por su expresión, Nick parecía tan sorprendido como ella.

– Supongo que por eso -musitó.

La joven movió la cabeza confusa. La había besado. Había sido tan rápido, tan inesperado, que no podía entender lo que implicaba. Pero sabía una cosa: ella lo deseaba. Y el deseo crecía a cada minuto que pasaba.

– ¿Por qué has hecho eso?

– Ha ocurrido sin más. Yo no pretendía… -se volvió-. ¡No, maldición! Lo retiro. Yo sí quería.

Sarah se retiró, más confusa que nunca. ¿Qué le ocurría? Solo unos días atrás creía estar locamente enamorada de Geoffrey. Y en ese momento Nick O'Hara era el único hombre que deseaba. Todavía podía saborear sus labios, sentir sus manos abrazándola, y no dejaba de pensar en lo maravilloso que sería volver a besarlo. En esas condiciones, lo mejor sería no tenerlo cerca.

– Por favor, Nick -dijo-. Vuelve a Washington. Tengo que encontrar a Geoffrey y tú no puedes venir conmigo.

– ¡Espera, Sarah!

Pero ella se alejaba ya.

En silencio, como dos extraños, fueron hasta el coche alquilado por Nick, que estaba aparcado en una calle de tiendas pequeñas. Detrás del vehículo estaba el mismo Ford negro que los había seguido desde Londres.

La silueta de uno de los agentes resultaba visible contra el cristal oscuro. Sarah miró a través del parabrisas al pasar; no había ningún movimiento dentro del coche. Nick también lo notó. Se detuvo y golpeó la ventanilla. El agente no se movió ni habló. ¿Estaría dormido? Era difícil saberlo a través del cristal oscuro.

– ¿Nick? -susurró ella-. ¿Crees que le pasa algo?

– Sigue andando -contestó él con suavidad-. Quiero que entres en el coche y no te muevas.

– Nick…

Este se acercaba al Ford con cautela. La curiosidad la impulsó a seguirlo. El agente seguía sin moverse. Nick vaciló un segundo y abrió la puerta del acompañante.

Los hombros del agente cayeron hacia un lado. Un brazo cayó del coche hacia la calle. Nick retrocedió horrorizado cuando unas gotas rojo brillante mancharon la acera.