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Seis

Sarah pensó que aquello no podía estar sucediendo.

Tenía que ser una pesadilla surgida de los rincones más oscuros de su inconsciente. Estaba sentada en una silla dura de madera, delante de una mesa de madera desnuda. Unas luces fluorescentes caían sobre ella desde el techo e iluminaban todos sus movimientos. Hacía frío en la habitación y ella, ataviada solo con camisón y bata, se sentía medio desnuda. Un detective de fríos ojos azules le lanzaba una pregunta tras otra sin dejarle terminar ni una fase. Le permitió usar el baño después de que ella se lo pidiera una docena de veces, y solo acompañada por una matrona.

De regreso en la sala de interrogatorios, dispuso de un momento a solas para calibrar su situación. ¡Podía ir a la cárcel, acusada de asesinar a una mujer a la que había conocido la noche anterior!

Dejó caer la cabeza sobre las manos y sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas. Se esforzaba tanto por no llorar que apenas se dio cuenta de que se abría la puerta y volvía a cerrarse.

Pero sí oyó la voz que pronunciaba su nombre. Y esa única palabra fue como un rayo de sol. Levantó la vista.

Nick O'Hara estaba de pie ante ella. Algún milagro lo había transportado a través del océano y estaba allí… el único amigo que tenía en Londres.

¿Pero era un amigo?

Enseguida notó que pasaba algo raro. Tenía los labios apretados y los ojos inexpresivos. Buscó algo de calor, algún consuelo en su rostro, pero solo vio rabia. Poco a poco captó otros detalles: la camisa arrugada, la corbata suelta, la pegatina de British Airways en el maletín. Acababa de bajar del avión.

Dejó el maletín sobre la mesa y la miró con furia.

– Señora, está usted en un buen lío -gruñó.

– Lo sé -musitó ella, con voz lastimosa.

– ¿No puede decir nada más?

– ¿Va a sacarme de aquí? -musitó ella.

– Eso depende.

– ¿De qué?

– De si lo hizo usted o no.

– ¡Claro que no lo hice yo!

Nick pareció sorprendido por la violencia de su grito. Guardó silencio un momento. Cruzó los brazos y se apoyó con irritación en el borde de la mesa.

Sarah apretó las manos sobre la mesa. No le gustaba que la viera en aquella situación, y menos aún que hubiera traicionado su confianza en él como amigo.

– ¿Qué hace usted en Londres? -murmuró.

– Yo podría preguntar lo mismo. Y esta vez espero la verdad.

– ¿La verdad? -levantó la vista-. Yo nunca le he mentido.

– ¡Oh, vamos! -rugió él. Empezó a andar por la estancia con agitación-. No me mire con esa cara de inocencia, señora Fontaine. Debe creer que soy muy tonto. Primero insiste en que no sabe nada y luego se larga a Londres. Acabo de hablar con el inspector. Ahora quiero oír su versión. Usted conocía a Eve, ¿verdad?

– En absoluto. La conocí ayer. Y fue usted el que me mintió, señor O'Hara.

– ¿Sobre qué?

– Geoffrey. Usted me dijo que estaba muerto y yo lo creí. Y usted lo sabía todo el tiempo.

– ¿De qué está hablando?

– ¡Geoffrey está vivo!

La mirada de incredulidad del rostro de él era demasiado auténtica. Se preguntó si sería posible que Nick no supiera que Geoffrey estaba vivo.

– Creo que será mejor que se explique -dijo él-. Y quiero que no omita ningún detalle, porque ya puede imaginar que está en un buen lío. Las pruebas…

– Todas las prueba son circunstanciales.

– Las pruebas son estas: encontraron el cuerpo de Eve Fontaine alrededor de medianoche en un callejón desierto a pocas manzanas de El Cordero y la Rosa. No describiré el estado del cuerpo; solo diré que es evidente que alguien la odiaba. La camarera del pub recuerda haberla visto con una mujer americana… usted. También recuerda que discutieron. Eve salió corriendo y usted la siguió.

– ¡La perdí en la puerta de El Cordero y la Rosa!

– ¿Tiene testigos?

– No.

– Una lástima. La policía llamó a la casa de Eve en Margate y habló con el jardinero. El hombre la recuerda y le dio a Eve su mensaje por teléfono. Y todavía tiene el trozo de papel con su nombre y el hotel.

– Se lo di para que ella pudiera llamarme.

– Para la policía tiene usted un motivo evidente. Venganza. Descubrió que Geoffrey Fontaine era bigamo y decidió vengarse. Esas son las pruebas.

– ¡Pero yo no la maté!

– ¿No?

– Tiene que creerme.

– ¿Por qué?

– Porque nadie más me cree -el miedo y la soledad la envolvieron sin previo aviso como una marea-. Nadie me cree…

Nick la observó con una mezcla de emociones. ¡Parecía tan asustada! Vio un trozo de camisón azul a través de la bata abierta. El pelo rojizo le caía por la cara. Era la primera vez que se lo veía suelto y lo encontraba muy hermoso. Toda la rabia que sentía hacia ella se evaporó de repente. Le había hecho daño y se sentía como un monstruo. Le tocó la cabeza con suavidad.

– Sarah. Sarah. Todo se arreglará -murmuró-. Todo irá bien.

Se acuclilló y atrajo el rostro de ella hacia su hombro. Su cabello era suave, sedoso… el aroma cálido y femenino de su piel resultaba intoxicante. Sabía que lo que sentía en ese momento era peligroso, pero no podía evitarlo. Deseaba sacarla de allí, protegerla y darle calor. Y no podía mostrarse objetivo.

Se apartó de mala gana.

– Háblame, Sarah. Cuéntame por qué crees que tu marido está vivo.

La mujer respiró hondo y lo miró con ojos húmedos.

– Me llamó hace dos días -dijo-. La tarde del funeral.

– Espera. ¿Te llamó?

– Me dijo que fuera con él. Duró muy poco… ni siquiera dijo quién era…

– ¿Era larga distancia?

– Estoy segura.

– ¿Y por eso te subiste a un avión? ¿Pero por qué a Londres?

– Un presentimiento. Esta era su ciudad. Tenía que estar aquí.

– ¿Y cuándo te enteraste de lo de Eve?

– Cuando llegué aquí. La conserje del hotel me enseñó una dirección que dejaba Geoffrey. Era la de la casa de Eve en Margate.



Nick asimilaba los datos nuevos con una sensación creciente de confusión. Se sentó en una silla y la miró con atención.

– Esa llamada de Geoffrey parece tal disparate que empiezo a pensar que estás diciendo la verdad.

– Estoy diciendo la verdad. ¿Cuándo vas a creerme?

– Está bien. Te daré el beneficio de la duda. Por el momento.

Empezaba a creerla. Y eso significaba mucho para ella. Empezó a llorar. Movió la cabeza con irritación.

– ¿Qué es lo que tiene usted, señor O'Hara? -preguntó-. Siempre que estoy con usted me echo a llorar.

– No importa -repuso él-. Es típico de las mujeres. Supongo que forma parte de su esencia.

Sarah lo miró y vio que sonreía. ¡Qué transformación tan sorprendente! De extraño a amigo. Había olvidado lo atractivo que era. No solo físicamente. En su voz había una gentileza nueva que no sabía explicarse.

Se inclinó hacia ella y la joven se estremeció. Nick se quitó la chaqueta y se la echó por los hombros. Olía a él; parecía cálida como una manta. La apretó contra sí y la envolvió una calma especial: la sensación de que no podía ocurrirle nada malo mientras tuviera la chaqueta de Nick O'Hara sobre los hombros.

– La sacaremos de aquí en cuanto llegue nuestro hombre del consulado -dijo él.

– ¿Pero no se ocupa usted de esto?

– Me temo que no. Este no es mi territorio.

– Pero entonces, ¿qué hace aquí?

Antes de que pudiera contestar se abrió la puerta.

– ¡Nick O'Hara! -dijo un hombre bajo-. ¿Qué demonios haces tú aquí?

El interpelado se volvió hacia el umbral.

– Hola, Potter -dijo, después de una pausa incómoda-. Cuánto tiempo.

– No lo suficiente.

Potter entró en la estancia y examinó a Sarah con mirada crítica de la cabeza a los pies. Lanzó su sombrero sobre el maletín de Nick.

– Así que usted es Sarah Fontaine.

La joven miró confusa a Nick.

– El señor Roy Potter -dijo este con sequedad-. El… ¿cómo te llaman ahora? ¿El agregado político de la Embajada?

– Tercer secretario -comentó Potter.

– Encantador. ¿Dónde está Dan Lieberman? Pensé que vendría él.

– Me temo que nuestro cónsul no ha podido venir. Vengo en su lugar -Potter le estrechó la mano a Sarah-. Espero que la hayan tratado bien, señora. Siento que haya tenido que pasar por esto, pero lo arreglaremos enseguida.

– ¿Cómo? -preguntó Nick con suspicacia.

Potter se volvió hacia él.

– Quizá deberías irte. Seguir con tus… vacaciones.

– No. Creo que me quedo.

– Esto es un asunto oficial. Y si no me equivoco, ya no estás con nosotros, ¿verdad?

– No comprendo -Sarah frunció el ceño-. ¿Cómo que ya no está con ustedes?

– Significa que me han dado vacaciones indefinidas -aclaró Nick con calma-. Veo que las noticias viajan deprisa.

– Cuando se trata de temas de seguridad nacional, sí.

Nick hizo una mueca.

– No sabía que era tan peligroso.

– Digamos que tu nombre está en una lista poco halagadora. Yo en tu lugar procuraría no mancharlo más. Es decir, si quieres conservar tu puesto.

– Mira, vamos al grano. El caso de Sarah, ¿recuerdas?

Potter miró a la joven.

– He hablado con el inspector Appleby. Dice que las pruebas contra usted no son tan sólidas como él quisiera. Está dispuesto a dejarla marchar, siempre que yo me responsabilice de su conducta.

Sarah lo miró atónita.

– ¿Estoy libre?

– Así es.

– ¿Y no hay nada que…?

– Han retirado los cargos -le tendió la mano-. Felicidades, señora Fontaine. Está libre.

La mujer se la estrechó con calor.

– Muchísimas gracias, señor Potter.

– De nada. Pero no se meta en más líos, ¿vale?

– De acuerdo -miró a Nick con alegría, esperando ver una sonrisa en su rostro. Pero él no sonreía. Parecía más bien receloso-. ¿Algo más? -preguntó a Potter-. ¿Algo que deba saber?

– No, señora. Puede salir de aquí ahora mismo. De hecho, la llevaré personalmente al Savoy.

– No te molestes -intervino Nick-. Ya la llevo yo.

Sarah se acercó más a él.

– Gracias, señor Potter, pero iré con el señor O'Hara. Somos… somos como viejos amigos.

Potter frunció el ceño.

– ¿Amigos?

– Me ha ayudado mucho desde que murió Geoffrey.

Potter tomó su sombrero.

– De acuerdo. Buena suerte, señora Fontaine -miró a Nick-. Oye, O'Hara, enviaré un informe a Van Dam en Washington. Seguro que le interesa saber que estás en Londres. ¿Piensas volver pronto a casa?