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Se detuvo a apoyarse en una farola. El dolor remitió poco a poco. Cerró los ojos y respiró hondo.

Un sonido tan suave que estuvo a punto de no oír penetró en su consciencia. Se puso rígida y abrió los ojos. A poca distancia se oían pasos. ¿Pero en qué dirección?

Miró la niebla e intentó ver un rostro, una figura, pero no vio nada. Sacó del bolso la pistola que llevaba siempre consigo. El acero frío la tranquilizó enseguida. Se dio cuenta de que la farola era como un foco, y ella estaba justo debajo. Se metió entre las sombras. La oscuridad había sido siempre su aliada.

Otro ruido le hizo apuntar la pistola en su dirección. Cuando se dio cuenta de que había sido un truco, era ya demasiado tarde. Algo la golpeó por detrás. Antes de que pudiera volverse y disparar, cayó al suelo. La pistola saltó de su mano y casi al instante sintió una hoja apretada contra la garganta.

Un rostro le sonreía. Lo reconoció. Su cabello pálido brillaba como la plata incluso en la oscuridad.

– Kronen -susurró.

Sintió que la hoja resbalaba por su piel con la suavidad de una caricia. Quiso gritar, pero el terror le cerraba la garganta.

– Pequeña Eva -murmuró Kronen. Soltó una risita suave, y Eve comprendió que no sobreviviría a aquella noche.

El mundo se veía diferente a diez mil metros de altura. Ni luces de neón ni tráfico ni cemento, solo un cielo negro interminable cuajado de estrellas.

Nick apoyó la cabeza con cansancio y deseó poder dormir. Casi todos los pasajeros del vuelo 201 a Londres parecían roncar tranquilamente. Era la una de la mañana hora de Washington y él seguía completamente despierto, con la manta de la compañía aérea doblada todavía en el regazo.

Estaba demasiado disgustado para dormir. No dejaba de pensar en lo inocente y vulnerable que parecía Sarah. ¡Qué gran actriz! La suya había sido una interpretación digna de un Oscar. Y también había despertado en él instintos que había olvidado que tenía. El deseo de protegerla y abrazarla.

Ahora ya no sabía lo que quería hacerle. Pero la protección no tenía mucho que ver.

Por su culpa estaba sin trabajo, dudaban de su patriotismo y, peor aún, se sentía como un idiota. Van Dam tenía razón. Como espía, no era más que un aficionado.

Cuanto más pensaba en cómo lo había engañado más se enfadaba.

Se juró que, cuando llegara a Londres, le arrancaría la verdad.

Sabía dónde encontrarla. Una llamada de teléfono le había confirmado que se hospedaba en el Savoy, el hotel habitual de su marido. Estaba deseando ver la cara que ponía cuando lo viera allí.

Pero mezclada con su rabia había otra emoción, más profunda y complicada. No dejaba de imaginarla mirándolo con aquellos ojos suaves. Y la confusión de sus sentimientos lo estaba volviendo loco. No sabía si quería besarla o estrangularla. Tal vez ambas cosas.

Una cosa era segura. Tomar aquel avión para Londres debía ser lo más loco que había hecho nunca. Toda su vida había tomado decisiones bien meditadas. Y esa noche había metido la ropa en una maleta, tomado un taxi hasta Dulles y dejado una tarjeta de crédito en el mostrador de British Airways. No era propio de él hacer algo tan impulsivo. Confiaba en que no fuera el comienzo de una tendencia nueva.

El viejo no estaría satisfecho.

Mientras Kronen limpiaba la sangre de la mujer de su navaja, pensó en retrasar la llamada otra hora, otro día. Al menos hasta que hubiera desayunado bien o tomado unas cervezas. Pero al viejo le enfurecería la noticia y no quería hacerle esperar mucho. El viejo no toleraba mucho las frustraciones. Desde la tragedia se mostraba impaciente y fácilmente irritable. Y no era muy inteligente hacerle enfadar.

Aunque Kronen no tenía miedo. Sabía que el viejo lo necesitaba demasiado.

El viejo lo había sacado de los basureros de Dublín a los ocho años y tomado bajo su ala. Quizá fue el pelo casi albino del niño lo que atrajo su atención; o quizá el vacío de sus ojos, señal de un gran vacío interior. Seguramente reconoció, ya entonces, que algún día sería peligroso. Un niño sin alma no necesitaba amor y de mayor podía volverse contra su guardián.

Pero un niño sin alma también podía ser muy útil. El viejo lo adoptó, le dio de comer, le enseñó, quizá incluso lo quiso un poco, pero nunca se fio de él del todo.

Kronen percibía su desconfianza desde muy joven. Y en lugar de enfadarse, luchaba por vencerla. Hacía todo lo que el viejo quería. Y después de treinta años de cumplir con su voluntad, se había convertido en algo automático. Pero a Kronen le gustaba su trabajo. Le daba una sensación de placer y satisfacción. Sobre todo cuando tenía que ver con mujeres.

Como esa noche.

Por desgracia, la mujer no había hablado. En eso se había mostrado más fuerte que ninguno de los hombres a los que se había encontrado. Ni siquiera una hora de sus técnicas más persuasivas habían conseguido nada. Había gritado mucho, lo cual lo había irritado y excitado, pero no le había dado ninguna información. Y después había muerto cuando menos lo esperaba.

Eso era lo que más le molestaba.

No había tenido intención de matarla. Por lo menos todavía. ¡Qué mala suerte descubrir demasiado tarde que su víctima tenía un corazón débil! Parecía bastante sana.

Terminó de limpiar la hoja. Le gustaba la limpieza, sobre todo en su navaja predilecta. La guardó en su funda y miró el teléfono. No tenía sentido retrasar más el asunto. Marcó el número de Amsterdam.

– Eva no ha hablado -dijo cuando contestaron.

El silencio del viejo fue bastante elocuente.

– ¿Ha muerto?





– Sí -repuso Kronen.

– ¿Y la otra?

– Sigo vigilándola. Dance no se ha acercado a ella.

El viejo emitió un sonido de impaciencia.

– No puedo esperar eternamente. Tenemos que obligarlo a salir.

– ¿Cómo?

– Secuéstrala.

– Pero la CIA la está siguiendo.

– Me encargaré de que se ocupen de ellos mañana. Entonces te llevas a la mujer.

– ¿Y luego?

– Averigua si sabe algo. Si no es así, también podremos usarla. Lanzaremos un ultimátum. Si Dance está vivo, responderá.

Kronen no estaba tan seguro. A diferencia del viejo, él no tenía fe en algo tan ridículo como el amor. Además, había visto a Sarah Fontaine y no creía que ningún hombre… -desde luego no Simon Dance- acudiera en su rescate. No, era absurdo arriesgar la vida por una mujer. Y estaba seguro de que Dance no sería tan estúpido.

Aun así, sería un experimento interesante. Y cuando terminara, el viejo le permitiría ocuparse de ella. Su corazón sería más fuerte que el de Eve Fontaine. Duraría mucho más. Sí, sería un experimento interesante. Le daba algo con lo que soñar.

Sara soñó que corría detrás de Geoffrey gritando su nombre. Oía sus pasos delante, pero no lo veía, él permanecía siempre fuera de su alcance. Luego, los pasos cambiaron. Estaban detrás. Ya no era perseguidora sino perseguida. Corría entre la niebla y los pasos se acercaban cada vez más. El corazón le latía con fuerza y las piernas se negaban a moverse. Luchaba por seguir avanzando.

Una mujer de ojos verdes le bloqueó el camino. Una mujer que se reía de ella desde el medio de la calle. Los pasos se acercaban. Sarah se volvió.

El hombre que avanzó hacia ella era alguien a quien conocía, alguien de ojos grises cansados. Salió, despacio, de entre la niebla. Y el miedo de ella se evaporó cuando lo vio. Sus pasos resonaban en la calle adoquinada…

Sarah se despertó empapada en sudor. Alguien llamaba a su puerta. Encendió la luz. Eran las cuatro de la mañana.

Volvieron a llamar, ahora con más fuerza.

– ¿Señora Fontaine? -dijo una voz de hombre-. Abra, por favor.

– ¿Quién es?

– La policía.

Salió de la cama, se puso una bata y abrió la puerta. Fuera había dos agentes de uniforme acompañados por un conserje del hotel.

– ¿Señora Sarah Fontaine?

– Sí. ¿Qué ocurre?

– Lamento molestarla, señora, pero es necesario que nos acompañe a Comisaría.

– No comprendo. ¿Por qué?

– Vamos a arrestarla.

La joven se aferró con ambas manos a la puerta y los miró sorprendida.

– ¿A mí? ¿Por qué?

– Por asesinato. El asesinato de la señora Eve Fontaine.