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Veíikov no discutió. Permaneció impávido.
– Me encantaría llevármelo -dijo Hagen.
– No hace falta que se ensucie las manos, señor Hagen -dijo Fidel-. Tengo expertos en interrogatorios cruentos, que están esperando fuera.
– No se atreverán -gritó Velikov.
– Tengo el deber de advertirle que, si no impide que se produzca la explosión, será torturado. No con simples inyecciones como las que administran a los presos políticos en sus hospitales mentales de Rusia, sino con torturas indecibles que se sucederán de día y de noche. Nuestros mejores especialistas médicos le mantendrán con vida. Ninguna pesadilla podrá compararse con sus sufrimientos, general. Gritará hasta que no pueda más. Entonces, cuando sea poco más que un vegetal, ciego, sordo y mudo, será trasladado y arrojado en un barrio bajo de algún lugar de África del Norte, donde sobrevivirá o morirá y donde nadie ayudará ni compadecerá a un pordiosero tullido que vivirá en la miseria. Se convertirá en lo que ustedes, los rusos, llaman una no-persona.
La coraza de Velikov se agrietó, pero muy ligeramente.
– No malgaste su aliento. Morirá usted. Yo también moriré. Todos moriremos.
– Se equivoca. Los barcos que transportan las municiones y el nitrato de amonio han sido sacados del puerto por las mismas personas a quienes usted quiere culpar. En este momento, agentes de la CÍA los están conduciendo a alta mar, donde la fuerza explosiva sólo matará a los peces.
Velikov aprovechó rápidamente su ligera ventaja.
– No, señor presidente, es usted quien se equivoca. Los cañonazos que ha oído hace unos minutos eran de una embarcación soviética que ha detenido a los barcos y los conduce de nuevo a puerto. Puede que estallen demasiado pronto para su discurso de celebración, pero cumplirán el fin propuesto.
– Miente -dijo Fidel, con inquietud.
– Su reinado como gran padre de la revolución ha terminado -dijo Velikov en tono malicioso y mordiente-. Yo moriré de buen grado por la patria rusa. ¿Sacrificará usted su vida por Cuba? Tal vez lo habría hecho cuando era joven y no tenía nada que perder, pero ahora se ha ablandado y acostumbrado demasiado a que sean otros los que hagan el trabajo sucio por usted. Se da buena vida y no está dispuesto a perderla. Pero esto se ha acabado. Mañana sólo será una fotografía más en las paredes, y un nuevo presidente ocupará su sitio. Un presidente que será fiel al Kremlin.
Velikov dio unos pasos atrás y sacó una cajita del bolsillo.
Hagen la reconoció inmediatamente.
– Es un transmisor electrónico. Puede enviar desde aquí una señal que detonará los explosivos.
– ¡Oh, Dios mío! -gritó desesperadamente Jessie-. ¡Oh, Dios mío, va a hacerlo, va a hacerlo ahora!
– No se moleste en llamar a sus guardaespaldas -dijo Velikov-. No llegarían a tiempo.
Fidel le miró con ojos fríos.
– Recuerde lo que le he dicho.
Velikov respondió desdeñosamente a su mirada.
– ¿Puede realmente imaginarse que gritaré angustiado en una de sus sucias cárceles?
– Entregúeme el transmisor y podrá salir de Cuba sin sufrir el menor daño.
– ¿Y volver a Moscú como un cobarde? Nunca.
– Está usted loco -dijo Fidel, con una expresión que era una curiosa mezcla de rabia y de miedo-. Ya sabe la suerte que le espera si hace estallar los explosivos, si sigue con vida.
– Esto es muy poco probable -se burló Velikov-. Este edificio está a menos de quinientos metros del canal del puerto. No quedará nada de nosotros, -Hizo una pausa, duro el semblante como el de una gárgola. Después dijo-: Adiós, señor presidente.
– ¡Bastardo…!
Hagen saltó sobre la mesa con increíble agilidad en un hombre de su corpulencia y sólo estaba a unos centímetros de Velikov cuando el ruso apretó el botón de activación del transmisor.
74
El Amy Bigalow se vaporizó.
El Ozero Zaysan tardó solamente una fracción de segundo más en dejar de existir. La fuerza combinada de los cargamentos volátiles de los dos barcos levantó una enorme columna de restos encendidos y de humo que se elevó a más de mil metros en el cielo tropical. Un vasto torbellino se abrió en el mar como un geiser gigantesco de agua y vapor embravecidos, se confundió con el humo y estalló hacia fuera.
El brillante resplandor blanco rojizo centelleó en el agua con la cegadora intensidad de diez soles, y fue seguido de una ruidosa caída que alisó las crestas de las olas.
La imagen del valiente y pequeño Pisto, lanzado a cincuenta metros de altura, como un cohete espacial que se desintegrase, quedó grabada para siempre en la mente de Pitt. Éste observó pasmado cómo caían sus destrozados restos y Jack y su tripulación en aquel torbellino, como granizo ardiendo.
Moe, sus hombres y su bote se borraron simplemente de la superficie del mar.
La furia explosiva derribó a los dos helicópteros armados. Las gaviotas fueron aplastadas en un radio de dos millas por la onda expansiva. La hélice del Ozero Zaysan giró sobre el mar y se estrelló contra el castillo de mando del destructor soviético, matando a todos los que se hallaban en el puente. Planchas de acero retorcidas, roblones, eslabones de cadenas y aparejos de cubierta llovieron sobre la ciudad, perforando paredes y tejados como proyectiles de cañón. Muchos postes de teléfono y farolas fueron cortados por su base.
Cientos de personas perecieron en sus camas mientras dormían. Muchas resultaron terriblemente heridas por los trozos de cristal o aplastadas por los techos desplomados. Trabajadores y peatones madrugadores fueron levantados del suelo y estrellados contra los edificios.
La onda expansiva azotó la ciudad con fuerza doble a la de cualquier huracán, aplastando las estructuras de madera próximas al puerto como si fuesen juguetes de papel, derribando almacenes, rompiendo cien mil ventanas y arrojando contra las casas automóviles aparcados.
Dentro del puerto, estalló el monstruoso Ozero Baykai.
Al principio, surgieron del casco llamas que parecían de soplete. Después, todo el petrolero se abrió en una gigantesca bola de fuego. Una oleada de petróleo en llamas inundó las estructuras próximas al muelle, provocando una reacción de explosiones en cadena en el combustible de los cargueros amarrados. Trozos de metal al rojo penetraron en los depósitos de petróleo y de gasolina del lado este del puerto. Estallaron uno tras otro, como en un castillo de fuegos artificiales, cubriendo la ciudad con gigantescas nubes de humo negro.
Una refinería de petróleo explotó; después estalló una fábrica de productos químicos, seguida de explosiones en una empresa de pinturas y en una fábrica de abonos. Dos buques de carga que se hallaban cerca y se dirigían al mar abierto, chocaron, se incendiaron y empezaron a arder. Un pedazo de acero al rojo del petrolero destruido cayó sobre uno de los diez vagones de ferrocarril cargados de depósitos de propano, y todos volaron por el aire como una sarta de cohetes.
Otra explosión…, después otra… y otra.
Seis kilómetros de ciudad próxima al mar se convirtieron en un holocausto. Cenizas y hollín cayeron sobre la capital como una negra nevada. Pocos de los estibadores que trabajaban en los muelles sobrevivieron. Afortunadamente, casi no había nadie en las refinerías y en la fábrica de productos químicos. Se habrían perdido muchas más vidas de no haber sido un día de fiesta nacional.
Lo peor del desastre dentro del puerto había pasado, pero la pesadilla que afligiría al resto de la ciudad estaba todavía por llegar.
Una enorme ola de veinte metros surgió del torbellino y avanzó en dirección a la costa. Pitt y sus compañeros contemplaron horrorizados cómo rugía detrás de ellos aquella montaña verde y blanca. Esperaron inmóviles, sin dejarse llevar por el pánico, sólo mirando y esperando que la pequeña y frágil lancha se convirtiese en un pecio más, y el agua, en su tumba.
El rompeolas a lo largo del Malecón estaba solamente a treinta metros cuando aquel alud horizontal engulló la lancha, La cresta se encorvó y estalló encima de ellos. Arrancó a Ma
Pitt se agarró con tanta fuerza al timón que éste fue arrancado de su montura y él salió despedido. Pensó que había llegado el fin, pero, con un consciente esfuerzo de voluntad, respiró hondo y retuvo el aire al ser sumergido en el agua. Como en sueños, pudo mirar hacia abajo a través de aquel agua extrañamente clara y diabólica, viendo cómo daban tumbos los coches que diríanse empujados por una mano de gigante.
Sumergido en aquel hirviente torbellino, se sintió extrañamente sereno. Le pareció una ridiculez estar a punto de ahogarse en una calle de una ciudad. Se aferraba todavía tenazmente a su deseo de vivir, pero no luchaba tontamente, tratando de conservar el precioso oxígeno. Se relajó y trató en vano de mirar a través de la espuma; de algún modo, su mente funcionaba con extraordinaria claridad. Sabía que si la ola le arrojaba contra un edificio de hormigón, las toneladas de agua que venían detrás le aplastarían como a una sandía lanzada desde un avión.
Su miedo habría aumentado si hubiese visto estrellarse la lancha contra la segunda planta de un edificio de apartamentos que albergaba a técnicos soviéticos. El impacto rompió el casco como si las tablas fuesen tan frágiles como una cascara de huevo. El motor Diesel de cuatro cilindros salió disparado a través de una ventana rota y fue a parar a una escalera.
Afortunadamente, Pitt fue lanzado a una calle lateral estrecha, como un leño a impulso de una cascada. La ola se lo llevaba todo por delante como un montón de desperdicios. Pero, al doblar la esquina de un edificio lo bastante recio para resistir su ataque, la ola empezó a perder fuerza. Dentro de unos segundos alcanzaría su límite, y el reflujo arrastraría cuerpos humanos y cascotes hacia el mar.
La falta de oxígeno hizo que Pitt empezara a ver estrellas. Sus sentidos comenzaron a apagarse uno a uno. Sintió un fuerte golpe en el hombro al chocar contra un objeto fijo. Lo rodeó con un brazo, tratando de sujetarse, pero fue lanzado hacia delante por la fuerza de la ola. Tropezó con otra superficie lisa y esta vez alargó las manos y se aferró a ella en un abrazo mortal, sin reconocerla como el rótulo de una joyería.
Sus facultades mentales y sensoriales fueron menguando y se extinguieron como si se hubiese cortado una corriente eléctrica. Había un martilleo en su cabeza y la oscuridad cubría las estrellas que centelleaban detrás de sus ojos. Solamente su instinto le sostenía y, muy pronto, incluso éste iba a abandonarle.