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– El almirante y su buque insignia no deben partir hasta las ocho. No emplee el teléfono. Llévele personalmente mi petición y recalque la urgencia del caso.

Antes de que Borchev pudiese replicar, Velikov colgó el teléfono y corrió a la entrada principal de la Embajada, sin prestar atención al atareado personal que preparaba la evacuación. Corrió hacia la limusina y apartó a un lado al chófer, que esperaba para conducir al embajador soviético a lugar seguro.

Hizo girar la llave de contacto y metió la marcha en el instante en que zumbó el motor. Las ruedas de atrás giraron y chirriaron furiosamente al salir el coche del patio de la embajada a la calle.

Dos manzanas más allá, Velikov se detuvo en seco. Una barricada militar le cerraba el paso. Dos coches blindados y una compañía de soldados cubanos estaban apostados en el ancho bulevar. Un oficial se acercó al coche e iluminó la ventanilla con una linterna.

– Por favor, ¿quiere mostrarme sus documentos de identidad?

– Soy el general Peter Velikov, agregado a la Misión Militar Soviética. Me urge llegar a la residencia del coronel general Kolchak. Apártense a un lado y déjenme pasar.

El oficial observó un momento la cara de Velikov, como para asegurarse de que era él. Apagó la linterna e hizo señas a dos de sus hombres para que subiesen al asiento de atrás. Entonces dio una vuelta alrededor del coche y subió por la puerta de delante.

– Le estábamos esperando, general -dijo, en tono frío pero cortés-. Tenga la bondad de seguir mis indicaciones y torcer a la izquierda en el próximo cruce.

Pitt estaba plantado con los pies ligeramente separados y agarrando la rueda del timón con ambas manos, mientras observaba cómo pasaba por su lado, con terrible lentitud, el faro de la entrada del puerto. Toda su mente, todo su cuerpo, todos sus nervios se concentraban en alejar lo más posible el barco de la populosa ciudad antes de que estallase el nitrato de amonio.

El agua se convirtió de verde gris en esmeralda y el barco empezó a balancearse suavemente al surcar las olas que venían de alta mar. El Amy Bigalow hacía agua a causa de las planchas arrancadas de la proa, pero todavía obedecía al timón y flotaba en la estela del remolcador.

Le dolía todo el cuerpo de cansancio. Se aguantaba por pura fuerza de voluntad. La sangre de los cortes producidos por las explosiones de las granadas de la fragata se había coagulado y había pintado rayas de un rojo oscuro en su cara. No sentía el sudor ni la ropa que se pegaba a su cuerpo.

Cerró un momento los ojos y deseó estar de regreso en su apartamento, con un martini con ginebra Bombay en la mano y sentado debajo de una ducha caliente. Dios mío, qué fatigado estaba.

Una súbita ráfaga de viento entró por las ventanas destrozadas del puente, y Pitt abrió de nuevo los ojos. Observó las orillas de la costa a babor y a estribor. Las piezas de artillería emplazadas disimuladamente alrededor del puerto permanecían silenciosas y todavía no había señales de aviones o de lanchas patrulleras. A pesar de la batalla sostenida con la fragata armada, no se había dado la alarma. La confusión y la falta de información entre fuerzas militares de seguridad de La Habana estaban trabajando a su favor.

La ciudad todavía dormida continuaba estando detrás de ellos, como sujeta a la popa de la embarcación. Ahora había salido ya el sol y el convoy podía ser visto desde cualquier lugar de la costa.

Unos minutos más, unos pocos minutos más, no paraba de repetirse mentalmente.

Velikov recibió la orden de detenerse en una esquina desierta cerca de la plaza de la Catedral, en la vieja Habana. Fue conducido al interior de un mísero edificio de ventanas polvorientas y rajadas, pasando por delante de unas vitrinas donde se exhibían descoloridos pósters de estrellas de cine de los años cuarenta, que miraban a la cámara sentados en el bar.

Taberna frecuentada antaño por ricas celebridades americanas, Sloppy Joe's no era ahora más que un sórdido tugurio largo tiempo olvidado, salvo por unos pocos viejos. Cuatro personas estaban sentadas a un lado del deslustrado y descuidado bar.

El interior estaba oscuro y olía a desinfectante y a deterioro. Velikov no reconoció a sus anfitriones hasta que llegó a la mitad de la habitación sin barrer. Entonces se detuvo en seco y miró fijamente, con incredulidad, mientras se sentía invadido por súbitas náuseas.

Jessie LeBaron estaba sentada entre un hombre gordo y extraño y Raúl Castro. El cuarto hombre del grupo le dirigió una mirada amenazadora.

– Buenos días, general -dijo Fidel Castro-. Me alegro de que haya podido venir a reunirse con nosotros.

73

Pitt aguzó los oídos al percibir el zumbido de un avión. Soltó la rueda del timón y se asomó a la puerta del puente.

Un par de helicópteros armados volaban a lo largo de la costa, viniendo del norte. Pitt volvió a mirar hacia la entrada del puerto. Un barco de guerra gris avanzaba por el canal a toda velocidad, levantando una ola enorme con la proa. Esta vez era un destructor soviético, fino como un lápiz, apuntando con los cañones de proa a los maltrechos e indefensos barcos de la muerte. Había empezado una caza de la que nadie podía escapar.

Jack salió a la cubierta del remolcador y miró el destrozado puente del Amy Bigalow. Se maravilló de que alguien siguiese vivo y manejando el timón. Se llevó una mano a un oído y esperó hasta que otra mano hizo el mismo ademán, en señal de comprensión. Aguardó a que un tripulante corriese a la popa del carguero e hiciese la misma señal a Moe, a borde del Ozero Zaysan. Después volvió dentro y llamó por radio.

– Aquí el Pisto. ¿Me oyen? Cambio.

– Perfectamente -respondió Pitt.

– Le oigo -dijo Moe.

– Ha llegado la hora de que aten la rueda del timón y abandonen el barco -dijo Jack.

– ¡Qué bien! -gruñó Moe-. Dejemos que esos cascarones infernales se hundan solos.

– Dejaremos los motores funcionando a toda velocidad -dijo Pitt-. ¿Qué hará el Pisto?

– Seguiré dirigiéndolo durante unos minutos más, para asegurarme de que los barcos no vuelvan hacia la costa -respondió Jack.

– Será mejor que no se retrase. Los chicos de Castro vienen por el canal.

– Les veo -dijo Jack-. Suerte. Cierro.





Pitt fijó el timón en la posición de avante y llamó a Ma

– Casi le hemos dejado atrás -gritó Ma

– Comuniqué por radio con el destructor y les dije que se apartasen o volaríamos el barco cargado de municiones.

Antes de que Ma

– No se lo han tragado -gruñó Ma

Puso en marcha el motor y dispuso la caja de cambios de manera que, cuando tocasen el agua, su velocidad fuese igual a la del barco. Soltaron los cables y cayeron de costado sobre las olas, casi a punto de volcar. El Amy Bigalow prosiguió su último viaje, abandonado y condenado a la destrucción.

Ma

– Tenemos que ayudarles -dijo Pitt.

– De acuerdo -convino Ma

Antes de que pudiesen dar media vuelta, Jack había captado la situación y gritó por su megáfono:

– Déjenlos. Yo les recogeré cuando me suelte. Preocúpense de ustedes y diríjanse a tierra.

Pitt tomó el puesto de piloto de un tripulante que se había aplastado los dedos con las cuerdas del pescante. Dirigió la lancha hacia los altos edificios del Malecón y puso la velocidad al máximo.

Ma

Moe se volvió, disimulando un sentimiento de pánico. Sabía que no volvería a ver vivos a sus amigos.

Pitt estaba calculando la distancia entre los buques que se retiraban y la costa. Todavía estaban lo bastante cerca, demasiado cerca, para que los explosivos destruyesen la mayor parte de La Habana, pensó lúgubremente.

– ¿Aprobó el presidente Antonov su plan para asesinarme? -preguntó Fidel Castro.

Velikov estaba en pie, con los brazos cruzados. No le habían invitado a sentarse. Miró a Castro con frío desdén.

– Soy un militar de alta graduación de la Unión Soviética. Exijo que se me trate como a tal.

Los negros y furiosos ojos de Raúl Castro echaron chispas.

– Esto es Cuba. Aquí no puede usted exigir nada. No es más que una escoria de la KGB.

– Basta, Raúl, basta -le amonestó Fidel. Miró a Velikov-. No juegue con nosotros, general. He estudiado sus documentos. Ron y Cola ya no es un secreto.

Velikov jugó sus cartas.

– Estoy perfectamente enterado de la operación. Otro ruin intento de la CÍA para socavar la amistad entre Cuba y la Unión Soviética.

– Si es así, ¿por qué no me avisó?

– No tuve tiempo.

– Pero lo encontró para hacer salir de la capital a los rusos -saltó Raúl-. ¿Y por qué escapaba usted a estas horas de la mañana?

Una expresión de arrogancia se pintó en el rostro de Velikov.

– No me tomaré la molestia de contestar a sus preguntas. ¿Necesito recordarle que gozo de inmunidad diplomática? No tiene usted derecho a interrogarme.

– ¿Cómo pretende hacer estallar los explosivos? -preguntó tranquilamente Castro.

Velikov guardó silencio. Las comisuras de sus labios se torcieron ligeramente hacia arriba en una sonrisa, al oír los lejanos estampidos de disparos de cañón. Fidel y Raúl intercambiaron una mirada, pero nada se dijeron.

Jessie se estremeció al sentir que aumentaba la tensión en el pequeño bar. Por un momento, lamentó no ser hombre para poder sacar a golpes la verdad al general. De pronto sintió náuseas y deseos de gritar, al ver que se estaba perdiendo un tiempo precioso.

– Por favor, dígales lo que quieren saber -suplicó-. No puede permitir que miles de niños mueran por una insensata causa política.