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La ola había alcanzado su límite y empezó a replegarse sobre sí misma para volver al mar. Demasiado tarde para Pitt, que estaba perdiendo el conocimiento. Su cerebro consiguió de algún modo enviar un último mensaje. Introdujo torpemente un brazo entre el rótulo y la barra de soporte que sobresalía del edificio, y lo mantuvo allí. Entonces sus pulmones no pudieron aguantar más y empezó a ahogarse.

El gran estruendo de las explosiones se extinguió en los montes y en el mar. No había luz de sol en la ciudad, no verdadera luz de sol. La ocultaba una capa de humo negro de increíble densidad. Todo el puerto parecía estar ardiendo. Los muelles, los barcos, los almacenes y ocho kilómetros cuadrados de agua recubierta de petróleo brillaban con llamas azules y anaranjadas que se elevaban hacia la oscura bóveda.

La terriblemente malparada ciudad empezó a recobrarse y se puso en pie, tambaleándose. Las sirenas emularon la ruidosa intensidad de las crepitantes hogueras. La tremenda oleada había refluido al golfo de México, arrastrando una enorme masa de cascotes y cadáveres.

Los supervivientes salieron a trompicones a la calle, heridos y pasmados, como ovejas desconcertadas, impresionados por la enorme devastación que les rodeaba, preguntándose qué había sucedido. Algunos caminaban inconscientes, sin sentir sus lesiones. Otros contemplaban atontados un gran pedazo del timón del Amy Bigalow que había caído en la estación de autobuses y aplastado cuatro vehículos y a varias personas que estaban esperando.

Un trozo del mástil de proa del Ozero Zaysan fue encontrado clavado en el centro del campo de fútbol del Estadio de La Habana. Una grúa de una tonelada cayó sobre un pabellón del Hospital de la Universidad, aplastando las únicas tres camas desocupadas en una sala de cuarenta. Esto fue pregonado como uno de los cien milagros que se produjeron aquel día. Un gran triunfo para la Iglesia católica y un ligero contratiempo para el marxismo.

Empezaron a formarse grupos de bomberos de ocasión y la policía acudió en tropel a la zona portuaria. Unidades del Ejército fueron convocadas, así como las milicias. Al principio hubo pánico en medio de aquel caos. Las fuerzas militares desistieron del trabajo de socorro y se prepararon para la defensa de la isla bajo la errónea creencia de que los Estados Unidos iban a invadirla. Parecía haber heridos en todas partes, algunos chillando de dolor y la mayoría alejándose cojeando del puerto incendiado.

El terremoto se extinguió con las ondas expansivas. El techo del Sloppy Joe's se había derrumbado, pero las paredes seguían en pie. El bar era una ruina. Vigas de madera, pedazos de yeso, muebles volcados y botellas rotas yacían desparramados bajo una espesa nube de polvo. La puerta de batiente había sido arrancada de sus goznes y pendía en un ángulo extraño sobre los guardaespaldas de Castro, que gemían bajo un pequeño montón de ladrillos.

Ira Hagen se puso dolorosamente en pie y sacudió la cabeza para librarla de los efectos de la conmoción. Se frotó los ojos para ver entre la nube de polvo y se apoyó en una pared para sostenerse. Miró a través del techo ahora derrumbado y vio cuadros que pendían todavía de las paredes del piso de arriba.

Su primer pensamiento fue para Jessie. Ésta yacía debajo de la mesa que todavía se mantenía en el centro de la estancia. Estaba encogida, hecha un ovillo. Hagen se arrodilló y le dio suavemente la vuelta.

Ella permaneció inmóvil, aparentemente exánime bajo la capa de polvo blanco de yeso, pero no había sangre ni heridas graves. Entreabrió los ojos y gimió. Hagen sonrió aliviado y se quitó la chaqueta. La dobló y se la puso debajo de la cabeza.

Jessie se incorporó y le agarró las muñecas con más fuerza de la que él creía posible, y le miró fijamente.

– Dirk ha muerto -murmuró.

– Tal vez se ha salvado -dijo suavemente Ira Hagen, pero sin convicción.

– Dirk ha muerto -repitió ella.

– No se mueva -dijo él-. Esté tranquila mientras voy a ver qué ha sido de los Castro.

Se levantó trabajosamente y empezó a buscar entre las ruinas. Oyó una tos a su izquierda y caminó sobre los cascotes hasta llegar al bar.

Raúl Castro estaba agarrado con ambas manos a la barra del bar, aturdido, tratando de limpiar de polvo su garganta. Manaba sangre de su nariz y tenía un feo corte en el mentón.





Hagen se maravilló de lo cerca que habían estado los unos de los otros antes de las explosiones y lo desperdigados que estaban ahora. Levantó una silla volcada y ayudó a Raúl a sentarse.

– ¿Está bien, señor? -preguntó, sinceramente preocupado.

Raúl asintió débilmente con la cabeza.

– Estoy bien. ¿Y Fidel? ¿Dónde está Fidel?

– No se mueva. Iré a buscarle.

Hagen se movió entre los escombros hasta que encontró a Fidel Castro. El líder cubano estaba caído de bruces y vuelto a un lado, incorporado sobre un brazo. Hagen contempló fascinado la escena que se desarrollaba en el suelo.

La mirada de Castro estaba fija en una cara vuelta hacia arriba a sólo medio metro de distancia. El general Velikov yacía sobre la espalda, con los miembros extendidos y una viga grande aplastándole las piernas. La expresión de su semblante era una mezcla de desafío y aprensión. Miró fijamente a Castro con ojos amargados por el sabor de la derrota.

En la expresión de Castro no había el menor atisbo de emoción. El polvo de yeso le daba el aspecto de una estatua esculpida en mármol. La rigidez de su rostro, parecido a una máscara, y su total concentración, eran casi inhumanos.

– Estamos vivos, general -murmuró con acento triunfal-. Estamos vivos los dos.

– Esto no es justo -farfulló Velikov entre los dientes apretados-. Ambos deberíamos estar muertos.

– Dirk Pitt y los otros consiguieron de algún modo hacer pasar los barcos entre sus unidades navales y sacarlos a mar abierto -explicó Hagen-. La fuerza destructora de las explosiones fue solamente una décima parte de lo que habría sido si los barcos hubiesen permanecido en el puerto.

– Ha fracasado, general -dijo Castro-. Cuba sigue siendo Cuba.

– Tan cerca de conseguirlo, y sin embargo… -Velikov sacudió resignadamente la cabeza-. Y ahora hablemos de la venganza que juró usted tomarse contra mí.

– Morirá por cada uno de mis paisanos que ha asesinado -le prometió Castro, con una voz tan fría como una tumba abierta-. Lo mismo da que sean mil muertes o cien mil. Usted va a sufrirlas todas.

Velikov le dirigió una sonrisa torcida. Parecía carecer en absoluto de nervios.

– Vendrán otros hombres y otros tiempos, y seguro que le matarán, Fidel. Lo sé. Ayudé a trazar cinco planes alternativos para el caso de que fallase éste.