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– Me gustaría saber de dónde vinieron los tres cadáveres de la cabina de mandos -dijo Sandecker.

– Fue un alarde melodramático de Castro para demostrar sus buenas intenciones, en el que no he tenido tiempo de reflexionar a fondo.

– ¿No han recelado los rusos?

– Todavía no. Su sentimiento de superioridad ante los cubanos les impide ver algo que revele el ingenio latino.

– Así pues, Raymond LeBaron está vivo y coleando en algún lugar de Cuba.

El presidente abrió los brazos.

– Sólo puedo presumir que ésta es, en efecto, su situación.

Según las fuentes de información de la CÍA, el servicio secreto soviético pidió interrogar a LeBaron. Los cubanos accedieron y, desde entonces, nadie ha vuelto a verlo.

– ¿No va usted a tratar al menos de negociar el rescate de LeBaron? -preguntó Sandecker.

– La situación es ya lo bastante delicada como para que tengamos que meterle a él en el juego. Cuando podamos firmar el pacto con Cuba, no me cabe duda de que Castro se encargará de la custodia de LeBaron, en vez de los rusos, y nos lo devolverá.

El presidente hizo una pausa y miró al reloj de encima de la chimenea.

– Voy a llegar tarde a una conferencia con los encargados de los presupuestos. -Se levantó y se dirigió a la puerta. Entonces se volvió a Sandecker-. Se lo diré en pocas palabras. Jessie LeBaron fue informada de la situación y se aprendió de memoria nuestra respuesta a Castro. El plan era hacer que el dirigible regresara con un LeBaron a bordo. Una señal a Castro de que mi respuesta era enviada de la misma manera en que había enviado él su proposición. Pero algo salió mal. Usted se ha cruzado con Jess Simmons al entrar. Él me ha informado sobre las fotos tomadas por nuestro servicio de reconocimiento aéreo. En vez de detener al dirigible y escoltarlo a Cárdenas, el helicóptero cubano disparó contra él. Entonces, por alguna razón desconocida, el helicóptero estalló, y éste y el dirigible cayeron al mar. Debe comprender, almirante, que no puedo enviar fuerzas de rescate, debido a la delicada naturaleza de la misión. Siento realmente lo de Pitt. Tenía con él una deuda que nunca podré pagar. Sólo podemos rezar para que él, Jessie LeBaron y sus otros amigos hayan de algún modo podido sobrevivir.

– Nadie podría sobrevivir a un accidente aéreo en medio de un huracán -dijo Sandecker, con mordacidad-. Tendrá que perdonarme, señor presidente, si le digo que incluso Mickey Mouse habría podido proyectar mejor la operación.

Una expresión dolida se pintó en la cara del presidente. Fue a decir algo, pero lo pensó mejor y abrió la puerta.

– Lo siento, almirante, pero llegaré tarde a la conferencia.

El presidente no dijo más, salió del Salón Oval y dejó plantado allí a Sandecker, confuso y solo.

27

El núcleo del huracán Evita rodeó la isla y giró hacia el nordeste y el golfo de México. El viento redujo su velocidad a cuarenta nudos, pero habrían de transcurrir otros dos días para que fuese sustituido por el suave alisio del sur.

Cayo Santa María parecía vacío de toda vida, animal o humana. Diez años antes, en un momento de generosa camaradería, Fidel Castro había donado la isla a sus aliados comunistas en un gesto de buena voluntad. Entonces dio una bofetada a la Casa Blanca al proclamar que era un territorio de la URSS.

Los nativos fueron trasladados en secreto pero por la fuerza a la isla grande, y unidades de ingenieros del GRU (Glavnoye Raz-vedyvatelnoye Upravleniye, o Primer Directorio de Información del Estado Mayor General Soviético), rama militar de la KGB, vinieron y empezaron a construir una instalación subterránea secreta. Trabajando en etapas y solamente al amparo de la oscuridad, dieron poco a poco forma al complejo debajo de la arena y las palmeras, Aviones espías de la CÍA examinaron la isla, pero no detectaron instalaciones defensivas ni envío de materiales por mar o por aire. Las ampliaciones fotográficas sólo mostraron unos pocos caminos en mal estado que al parecer no llevaban a ninguna parte. La isla fue estudiada rutinariamente, pero nada se descubrió que indicase una amenaza a la seguridad de los Estados Unidos.

En alguna parte del subsuelo de la isla azotada por el viento, Pitt se despertó en una pequeña habitación estéril, sobre una cama con un colchón de plumas y bajo una luz fluorescente que estaba continuamente encendida. No podía recordar si había dormido alguna vez sobre un colchón de plumas, pero lo encontró muy cómodo y tomó mentalmente nota de buscar uno igual, si volvía algún día a Washington.

Aparte de las magulladuras, las articulaciones doloridas y unas ligeras punzadas en la cabeza, se sentía bastante bien. Yació allí y contempló el techo pintado de gris, mientras recordaba lo acaecido la noche pasada: el descubrimiento por Jessie de su marido; los guardias que les escoltaron, a él, a Giordino y a Gu

Deslizando las manos por debajo de la sábana, exploró su cuerpo. A excepción de varios metros de vendas y esparadrapo, estaba desnudo. Le maravilló la obsesión de la feúcha doctora por los vendajes. Sacó los pies descalzos y los apoyó en el suelo de hormigón, y permaneció sentado allí, pensando en lo que tenía que hacer. Una exigencia de la vejiga le recordó que todavía era humano, por lo que se dirigió al retrete, deseando poder tomar una taza de café. Ellos, fueran quienes fuesen, le habían dejado su reloj Doxa. Las saetas marcaban las once y cincuenta y cinco. Como nunca había dormido más de nueve horas seguidas en su vida, presumió con razón que eran de la mañana.





Un minuto más tarde, se inclinó sobre la jofaina y se lavó la cara con agua fría. La única toalla era áspera y apenas si absorbía la humedad. Se dirigió al armario, lo abrió y encontró una camisa y unos pantalones caqui en una percha, y un par de sandalias. Antes de vestirse, se quitó varias vendas de las heridas que empezaban a cicatrizar y flexionó los músculos, gozando de la recobrada libertad de movimientos. Después de vestirse, probó la pesada puerta de hierro. Estaba cerrada con llave, por lo que golpeó la gruesa plancha de metal, produciendo un ruido hueco que resonó en las paredes de hormigón.

Un muchacho que parecía no tener más de diecinueve años y llevaba uniforme soviético de faena, abrió la puerta y se echó atrás, apuntando una pistola no más grande que un martillo corriente al estómago de Pitt. Señaló un largo pasillo a la izquierda y Pitt siguió la indicación. Pasaron por delante de otras puertas de hierro y Pitt se preguntó si Gu

Se detuvieron ante un ascensor cuya puerta fue abierta por otro guardia. Entraron en él y Pitt sintió una ligera presión en las plantas de los pies al elevarse la cabina. Miró el indicador de encima de la puerta y advirtió que había luces para cinco plantas. Una instalación muy grande, pensó. El ascensor se detuvo y se abrieron las puertas automáticas.

Pitt y su guardián salieron a una habitación alfombrada y de techo abovedado. Las dos paredes laterales tenían estanterías llenas de cientos de libros. La mayoría de ellos eran en inglés y muchos correspondían a los más famosos escritores americanos actuales. Un gran mapa de América del Norte cubría toda la pared del fondo. Pitt pensó que aquella habitación parecía un estudio particular. Había una grande y antigua mesa tallada cubierta de mármol y llena de números actuales del Washington Post, el New York Times, el Wall Street Journal y USA Today. Sobre otras mesas colocadas a ambos lados de la puerta, había montones de revistas técnicas, entre ellas Computer Technology, Science Digest y el Air Force Journal. La alfombra era de color granate, muy gruesa, y sobre ella descansaban seis sillones de cuero verde colocados a espacios regulares.

Manteniendo su silencio, el guardián volvió a entrar en el ascensor y dejó a Pitt solo en la habitación vacía.

Debe de haber llegado el momento de observar al mono, murmuró para sí. No se molestó en buscar la lente de la cámara de vídeo en las paredes. Estaba seguro de que se hallaba oculta en alguna parte de la habitación, registrando sus acciones. Resolvió provocar una reacción, se tambaleó un momento como si estuviese borracho, puso los ojos en blanco y se derrumbó sobre la alfombra.

Al cabo de quince segundos, se abrió una puerta secreta, cuyos bordes coincidían perfectamente con líneas de latitud y longitud del mapa gigantesco de la pared, y entró en la habitación un hombre bajito que vestía un elegante uniforme soviético cortado a la medida. Se arrodilló y miró los ojos entreabiertos de Pitt.

– ¿Puede oírme? -preguntó en inglés.

– Sí -murmuró Pitt.

El ruso se dirigió a una mesa y vertió algo de una botella de cristal en un vaso haciendo juego. Volvió y levantó la cabeza de Pitt.

– Beba esto -le ordenó.

– ¿Qué es?

– Coñac Courvoisier, seco y fuerte -le respondió el oficial ruso, con perfecto acento americano-. Es bueno para su dolencia.

– Prefiero el Rémy Martin, más suave y aromático -dijo Pitt, levantando el vaso-. A su salud.

Sorbió el coñac hasta que no quedó nada en el vaso; entonces se puso en pie, buscó un sillón y se sentó.

El oficial sonrió, divertido.

– Parece haberse recobrado muy pronto, señor…

– Snodgrass, Elmer Snodgrass, de Moline, Illinois.

– Un bonito nombre del Medio Oeste -dijo el ruso, sentándose detrás de la mesa-. Yo soy Peter Velikov.

– El general Velikov, si la memoria de las insignias militares rusas no me engaña.

– No le engaña -reconoció Velikov-. ¿Quiere otro coñac?

Pitt sacudió la cabeza y estudió al hombre sentado al otro lado de la mesa. Calculó que no mediría más de un metro setenta de estatura, que pesaría unos sesenta y cinco kilos y que tendría menos de cincuenta años. Tenía un aire amistoso y tranquilizador, pero Pitt percibió una frialdad disimulada. Sus cabellos cortos eran negros, con sólo un toque de gris en las patillas, y tenía entradas sobre la frente. Sus ojos eran tan azules como un lago alpino, y la cara de piel blanca parecía esculpida más al estilo clásico romano que al eslavo. Vístele con una toga y pon en su cabeza una corona de laurel, pensó Pitt, y Velikov podría servir de modelo para un busto en mármol de Julio César.