Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 38 из 97

La cara de Sandecker estaba tan cerca de la de Fawcett que éste habría jurado que la barba roja del almirante tenía vida propia.

– ¿Ha muerto Pitt? -dijo tontamente-. No lo sabía…

– Dígale al presidente que estoy aquí -le interrumpió Sandecker, en tono acerado-. Me recibirá.

La noticia había sido tan inesperada que Dan Fawcett estaba desconcertado.

– Informaré al presidente de lo de Pitt -dijo, hablando muy despacio.

– No hace falta. Sé que lo sabe. Tenemos las mismas fuentes de información.

– Necesito tiempo para averiguar lo que ha ocurrido -dijo Fawcett.

– No tiene tiempo -dijo fríamente Sandecker-. La ley sobre energía nuclear que propone el presidente tiene que ser votada mañana por el Senado. Imagínese lo que podría ocurrir si se informase al senador George Pitt que el presidente ha tenido que ver con el asesinato de su hijo. No hace falta que le describa lo que pasará cuando el senador deje de apoyar la política presidencial y empiece a oponerse a ella.

Fawcett era lo bastante listo para reconocer desde lejos una emboscada. Se echó atrás en su sillón, cruzó las manos y las contempló durante unos momentos. Después se levantó y se dirigió al pasillo.

– Venga conmigo, almirante. El presidente está reunido con el secretario de Defensa, Jess Simmons. Pero deben de estar a punto de terminar.

Sandecker esperó fuera del Salón Oval, mientras Fawcett entraba, pedía disculpas y murmuraba unas palabras al presidente. Dos minutos más tarde, salió Jess Simmons y cambió un saludo amistoso con el almirante; Fawcett salió detrás de él e hizo una seña a Sandecker para que entrase.

El presidente salió de detrás de su mesa y estrechó la mano de Sandecker. Su rostro era inexpresivo; su actitud, natural y tranquila, y sus ojos inteligentes se fijaron en la mirada ardiente de su visitante.

Se volvió Fawcett.

– Discúlpenos, Dan. Quisiera hablar a solas con el almirante Sandecker.

Fawcett salió sin decir palabra y cerró la puerta a su espalda.

El presidente señaló un sillón y sonrió.

– ¿Por qué no nos sentamos y descansamos un poco?

– Prefiero estar de pie -dijo secamente Sandecker.

– Como usted guste. -El presidente se sentó en un mullido sillón y cruzó las piernas-. Siento lo de Pitt y los demás -dijo, sin preámbulos-. Nadie quería que esto sucediese.

– ¿Puedo preguntar, respetuosamente, qué diablos está pasando?

– Dígame una cosa, almirante. ¿Me creería si le dijese que, cuando pedí su colaboración para enviar una tripulación en el dirigible, pretendía algo más que la simple búsqueda de una persona desaparecida?

– Sólo si hubiese una razón sólida para confirmarlo.

– ¿Y creería también que, además de buscar a su marido, la señora LeBaron formaba parte de un complicado plan para establecer una línea directa de comunicación entre Fidel Castro y yo?

Sandecker miró fijamente al presidente, dominando momentáneamente su cólera. Al almirante no le impresionaba en absoluto el jefe de la nación. Había visto llegar y marcharse a demasiados presidentes, y conocido bien sus flaquezas humanas. No habría colocado a ninguno de ellos sobre un pedestal.

– No, señor presidente, no puedo creerlo -dijo, en tono sarcástico-. Si la memoria no me engaña, tiene usted un secretario de Estado muy hábil en Douglas Oates, respaldado por un Departamento de Estado que ocasionalmente se muestra eficaz. Yo diría que están en mejores condiciones para comunicar con Castro a través de los canales diplomáticos existentes.

El presidente sonrió irónicamente.

– Hay veces en que las negociaciones entre países hostiles deben desviarse de los caminos de la diplomacia. Supongo que en esto está de acuerdo.

– Sí.

– Usted no se mete en política, ni en asuntos de Estado, ni en fiestas de sociedad de Washington, ni en camarillas, ¿verdad, almirante?





– Cierto.

– Pero si yo le diese una orden, la obedecería.

– Sí, señor -respondió Sandecker, sin vacilar-. A menos, naturalmente, que fuese ilegal, inmoral o anticonstitucional.

El presidente reflexionó un momento. Después asintió con la cabeza y alargó una mano hacia un sillón.

– Por favor, almirante. Tengo el tiempo limitado, pero le explicaré brevemente lo que pasa. -Hizo una pausa hasta que Sandecker se hubo sentado-, Veamos… Hace cinco días, un documento secreto escrito por Fidel Castro pasó disimuladamente desde La Habana a nuestro Departamento de Estado. En el fondo, era una proposición para allanar el camino a unas relaciones positivas y constructivas entre Cuba y los Estados Unidos.

– ¿Qué tiene esto de sorprendente? -preguntó Sandecker-. Ha estado buscando establecer mejores lazos desde que el presidente Reagan le echó a patadas de Granada.

– Cierto -convino el presidente-. Hasta ahora, el único acuerdo al que hemos llegado en la mesa de negociaciones ha sido el de elevar los cupos de inmigración para disidentes cubanos que vengan a Norteamérica. Sin embargo, esto va mucho más allá. Castro quiere que le ayudemos a sacudirse el yugo de Rusia.

Sandecker le miró con escepticismo.

– El odio de Castro contra los Estados Unidos es una obsesión. ¿Por qué diablos está haciendo todavía maniobras para el caso de una invasión? Y los rusos no dejarán que les echen de allí. Cuba representa su única cabeza de puente en el hemisferio occidental. Y si, en un momento de locura, le retirasen su apoyo, la isla se hundiría en un caos económico. Cuba no puede mantenerse por sí sola en pie; no tiene recursos para ello. Yo no daría crédito a Fidel, aunque el propio Cristo le aplaudiese.

– Es un hombre voluble -convino el presidente-, pero no menosprecie sus intenciones. Los soviéticos están enterrados en su propio caos económico. La paranoia del Kremlin contra el mundo exterior ha hecho que su presupuesto militar alcance alturas astronómicas que ya no pueden soportar. El nivel de vida de sus ciudadanos es el peor de todas las naciones industrializadas. Sus cultivos agrícolas, sus objetivos industriales, sus exportaciones de petróleo, están por los suelos. Han perdido los medios de seguir extrayendo una ayuda masiva de los países del bloque del Este. Y en la situación de Cuba, los rusos han llegado a un punto donde exigen más de lo que ofrecen. Los días de las ayudas de mil millones de dólares, de los préstamos benévolos, del suministro de armas baratas, han quedado atrás. Se acabaron los regalos.

Sandecker sacudió la cabeza.

– Aun así, si yo estuviera en el lugar de Castro, lo consideraría un mal regalo. Es imposible que el Congreso apruebe subvenciones de miles de millones de dólares para Cuba, y los doce millones de habitantes de la isla difícilmente pueden vivir sin artículos de importación.

El presidente miró el reloj de encima de la repisa de la chimenea.

– Dispongo solamente de otro par de minutos. En todo caso, lo que más teme Castro no es el caos económico ni una contrarrevolución, sino el lento y continuo aumento de la influencia soviética en todos los rincones de su Gobierno. Los hombres de Moscú pican un poco aquí, roban un poco allá, esperando con paciencia el momento oportuno para hacer las maniobras adecuadas para dominar el Gobierno y controlar los recursos del país. Hasta ahora no se ha dado cuenta Castro de que sus amigos del Kremlin están intentando segarle la hierba bajo los pies para apoderarse de Cuba. Su hermano, Raúl, se quedó pasmado cuando se enteró de la grave infiltración de su cuerpo de oficiales por compatriotas que eran ahora fieles a la Unión Soviética.

– Me parece sorprendente. Los cubanos detestan a los rusos. Sus puntos de vista sobre la vida son antagónicos.

– Cierto que Cuba no pretendió nunca convertirse en instrumento del Kremlin, pero, desde la revolución, miles de jóvenes cubanos han estudiado en universidades rusas. Muchos, en vez de volver a casa para trabajar en un empleo determinado por el Estado, un empleo que pueden aborrecer o que les puede llevar a un callejón sin salida, se dejaron influir por las sutiles ofertas rusas de prestigio y de dinero. Los astutos, que colocaron su futuro por encima del patriotismo, renunciaron en secreto a Castro y juraron fidelidad a la Unión Soviética. Y hay que decir esto en honor de los rusos. Cumplen sus promesas. Y empleando su influencia sobre el Gobierno cubano, elevaron a sus nuevos subditos a posiciones de poder.

– Castro es todavía venerado por el pueblo cubano -dijo Sandecker-. Dudo de que los cubanos se quedaran con los brazos cruzados, viéndole totalmente sometido a Moscú.

La expresión del presidente se hizo grave.

– La verdadera amenaza es que los rusos asesinen a los hermanos Castro y culpen de ello a la CÍA. Algo bastante fácil, ya que es sabido que la Agencia hizo varios atentados contra su vida en los años sesenta.

– Y el Kremlin tendría las puertas abiertas para instalar un gobierno títere.

El presidente asintió con la cabeza.

– Lo cual nos lleva a su proposición de un pacto entre Cuba y los Estados Unidos. Castro no quiere alarmar a los rusos y que estos actúen antes de que hayamos accedido a respaldar su juego para echarles del Caribe. Desgraciadamente, después de hacer el gambito de apertura, ha hecho oídos sordos a mis respuestas y a las de Doug Oates.

– Parece la antigua rutina del palo y la zanahoria para abrir el apetito.

– Así lo creo yo también.

– ¿Y cómo encajan los LeBaron en todo esto?

– Se vieron metidos en ello -dijo el presidente con un toque de ironía-. Ya conoce la historia. Raymond LeBaron voló en su antiguo dirigible en busca de un barco del tesoro. En realidad, tenía otro proyecto en la cabeza, pero esto no le interesa a la AMSN ni a usted personalmente. Quiso el destino que Raúl Castro estuviese inspeccionando las defensas fuera de La Habana cuando LeBaron fue localizado por sus sistemas de detección en la costa. Entonces se le ocurrió pensar que el contacto podía resultar útil. Por consiguiente, ordenó a sus fuerzas de vigilancia que interceptasen el dirigible y lo escoltasen hasta un aeródromo próximo a la ciudad de Cárdenas.

– Puedo adivinar el resto -dijo Sandecker-. Los cubanos inflaron el dirigible y ocultaron a bordo un mensajero que llevaba el documento entre los Estados Unidos y Cuba, y lo soltaron, imaginándose que los vientos dominantes lo empujarían hacia los Estados Unidos.

– Algo así -reconoció sonriendo el presidente-. Pero no confiaron en los vientos variables. Un íntimo amigo de Fidel y un piloto subieron a bordo llevando el documento. Condujeron el dirigible hacia Miami, saltaron al agua a pocas millas de la costa y fueron recogidos por un yate que esperaba.