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– Espero no molestarle si le hago unas pocas preguntas -dijo cortésmente Velikov.

– En absoluto. No tengo citas urgentes para el resto del día. Mi tiempo es suyo.

Una expresión helada se manifestó un instante en los ojos de Velikov, pero se desvaneció rápidamente.

– Supongamos que me dice cómo ha llegado a Cayo Santa María.

Pitt extendió las manos en ademán de impotencia.

– No quiero hacerle perder tiempo. Será mejor que confiese. Soy presidente de la CÍA. Mi consejo de dirección y yo pensamos que sería una buena propaganda alquilar un dirigible y arrojar cupones para papel higiénico en toda Cuba. Tengo entendido que aquí escasea mucho. Desgraciadamente, los cubanos no comprendieron nuestra estratagema de mercado y nos derribaron.

El general dirigió una mirada tolerante pero irritada a Pitt. Se caló unas gafas y abrió una carpeta sobre su mesa.

– Veo por su historial, señor Pitt…, Dirk Pitt, si no lo leo mal…, que es usted una persona muy ingeniosa.

– ¿Dice también que soy un embustero patológico?

– No; pero creo que tiene usted una historia fascinante. Es una lástima que no esté de nuestra parte.

– Vamos, general, ¿qué posibilidades podría tener un no conformista en Moscú?

– Temo que muy pocas.

– Le felicito por su sinceridad.

– ¿Por qué no me dice la verdad?

– Sólo si está dispuesto a creerla.

– ¿Quiere decir que no podría?

– No, si comparte la manía comunista de ver un complot de la CÍA a cada paso.

– Parece que no tiene en mucha estima a la Unión Soviética.

– Dígame una sola cosa que haya hecho su gente en los últimos setenta años que haya merecido el aplauso de la humanidad. Lo más desconcertante es cómo no se han dado cuenta nunca los rusos de que son el hazmerreír del mundo. Su imperio es la broma más patética de la Historia. El siglo veintiuno está a la vuelta de la esquina y su Gobierno actúa como si nunca hubiese dado un paso adelante desde los años treinta.

Velikov no parpadeó siquiera, pero Pitt observó que su cara se ponía ligeramente colorada. Saltaba a la vista que el general no estaba acostumbrado a recibir lecciones de un hombre al que consideraba como un enemigo del Estado. Estudió a Pitt con la inconfundible mirada de un juez que tuviese la vida de un asesino convicto en la balanza. Después, su expresión se hizo reflexiva.

– Haré que sus comentarios lleguen a conocimiento del Politburó -dijo secamente-. Y ahora, si ha terminado su discurso, señor Pitt, me gustaría saber cómo llegaron hasta aquí.

Pitt señaló con ia cabeza la botella.

– Creo que ahora tomaría ese coñac.

– Sírvase usted mismo.

Pitt llenó su vaso hasta la mitad y volvió al sillón.

– Lo que voy a contarle es la pura verdad. Quiero que comprenda que no tengo motivos para mentir. Que yo sepa, no estoy en modo alguno involucrado en ninguna misión secreta de mi Gobierno. ¿Me comprende hasta ahora, general?

– Sí.

– ¿Está funcionando su magnetófono oculto?

– Sí.

Entonces Pitt explicó, con todo detalle, su descubrimiento del dirigible incontrolado, su encuentro con Jessie LeBaron en el despacho del almirante Sandecker, el último vuelo del Prosperteer y, finalmente, cómo se habían salvado por los pelos del huracán, pero sin mencionar que Giordino había derribado el helicóptero, ni que habían descubierto el Cyclops al sumergirse.

Velikov no levantó la mirada cuando Pitt dejó de hablar,

Hojeó el legajo sin cambiar en absoluto de expresión. El general actuaba como si su mente se hallase a años luz de distancia y no hubiese oído una palabra.

Pitt podía jugar también al mismo juego. Asió su vaso de coñac y se levantó del sillón. Tomando un número del Washington Post, observó con ligera sorpresa que llevaba la fecha de aquel mismo día.

– Deben tener un sistema de correo muy eficaz -dijo.

– ¿Perdón?

– Digo que sus periódicos hace sólo unas horas que han salido a la calle.

– Cinco horas, para ser exactos.

El coñac calentaba agradablemente el estómago de Pitt. Su situación no le pareció tan apurada después de la tercera copa. Pasó al ataque.





– ¿Por qué retienen a Raymond LeBaron? -preguntó.

– De momento, es un invitado de la casa.

– Esto no explica por qué se ha mantenido en secreto desde hace dos semanas el hecho de que sigue vivo.

– No tengo que darle ninguna explicación, señor Pitt.

– ¿Cómo es que se ofrecen a LeBaron banquetes de gourmet, en traje de etiqueta, mientras se nos obliga a mis amigos y a mí a comer y vestirnos como presos comunes?

– Porque es esto precisamente lo que son, señor Pitt, presos comunes. El señor LeBaron es un hombre muy rico y poderoso, y los diálogos con él son muy instructivos. Ustedes, por el contrario, son un estorbo. ¿Satisface esto su curiosidad?

– No me satisface en absoluto -dijo bostezando Pitt.

– ¿Cómo destruyeron el helicóptero de patrulla? -preguntó súbitamente Velikov.

– Le arrojamos los zapatos -respondió, malhumorado, Pitt-. ¿Qué otra cosa podían hacer cuatro paisanos, uno de ellos una mujer, que volaban en una bolsa de gas de cuarenta años de antigüedad?

– Los helicópteros no estallan en el aire sin una razón.

– Tal vez fue alcanzado por un rayo.

– Entonces, señor Pitt, si su misión tenía simplemente por objeto averiguar la causa de la desaparición del señor LeBaron y la búsqueda de un tesoro, ¿cómo explica el relato del capitán del buque patrulla, que afirmó que la cabina de mandos estaba tan acribillada a tiros que nadie podía haber sobrevivido, y que surgió un rayo de luz del dirigible un instante antes de que estallase el helicóptero, y que una búsqueda exhaustiva en el lugar del accidente no descubrió rastros de ningún superviviente? Sin embargo, todos ustedes aparecen como por arte de magia en esta isla, en medio de un huracán, cuando las patrullas de seguridad se habían resguardado del viento. Muy oportuno, ¿no le parece?

– ¿Cómo lo interpreta usted?

– O la aeronave estaba dirigida por control remoto u otros tripulantes fueron muertos por los tiradores que iban en el helicóptero. Ustedes y la señora LeBaron fueron traídos cerca de la playa por un submarino y, durante el desembarco, fueron arrojados contra las rocas y sufrieron lesiones.

– Tiene usted mucha imaginación, general, pero no da en el blanco. Sólo la parte de nuestra llegada a tierra es correcta. Y ha olvidado el factor más importante: el móvil. ¿Por qué tendrían cuatro náufragos desarmados que atacar lo que, sea lo que fuere, tienen ustedes aquí?

– Todavía no tengo la respuesta -dijo Velikov, con una benévola sonrisa.

– Pero quiere tenerla.

– Yo nunca me doy por vencido, señor Pitt. Su historia, aunque ingeniosa, no se tiene en pie. -Apretó un botón del interco-municador de encima de la mesa-. Pronto volveremos a hablar.

– ¿Cuándo podemos esperar que se pongan en contacto con nuestro Gobierno, para que éste pueda iniciar las gestiones para nuestra liberación?

Velikov dirigió a Pitt una mirada bonachona.

– Le pido disculpas. Olvidé mencionar que su Gobierno ha sido informado hace solamente una hora.

– ¿De nuestro accidente?

– No; de su muerte.

Durante un largo instante, Pitt no comprendió. Después, poco a poco, empezó a hacerse la luz en su cerebro. Apretó las mandíbulas y traspasó a Velikov con la mirada.

– Hable claro, general.

– Muy sencillo -dijo Velikov, en un tono tan amistoso como si estuviese pasando un rato con el cartero-. Sea por accidente o deliberadamente, han venido ustedes a dar con nuestra instalación militar más secreta fuera de la Unión Soviética. No podemos permitir que salgan de aquí. Cuando yo conozca los verdaderos hechos, tendrán ustedes que morir.

28

Entregándose a su pasatiempo predilecto, que era comer, Hagen dedicó una hora a disfrutar de un almuerzo mexicano a base de enchiladas con un huevo, seguidas de sopaipillas, y todo ello regado con tequila. Pagó la cuenta, salió del restaurante y se dirigió en coche a la dirección atribuida a Clyde Ward. Su informador en la compañía de teléfonos había averiguado que el número consignado en la libreta negra del general Fisher correspondía a un teléfono público instalado en un puesto de gasolina. Comprobó la hora. Dentro de seis minutos, su piloto llamaría a aquel número desde el reactor aparcado.

Encontró la gasolinera en una zona industrial próxima a la estación del ferrocarril. Era de autoservicio y en ella se vendía una marca desconocida. Se detuvo junto a un surtidor cuya pintura roja estaba cubierta de mugre e insertó la boquilla en el depósito de carburante del coche, evitando cuidadosamente mirar hacia el teléfono instalado en el interior de la gasolinera.

Poco después de aterrizar en el aeropuerto de Albuquerque, había alquilado un coche y había sacado treinta litros de gasolina del depósito, para que su parada en la estación pareciese justificada. El aire que quedó dentro del depósito gorgoteó cuando él enroscó la tapa y dejó la manguera en su sitio. Entró en la oficina y estaba manoseando su cartera cuando empezó a sonar el teléfono colgado de la pared.

El único empleado de servicio, que estaba reparando un neumático pinchado, se enjugó las manos con un trapo y descolgó el auricular. Hagen escuchó.

– Mel's Service… ¿Quién…? Aquí no hay ningún Clyde… Sí, estoy seguro. Tiene el número equivocado… Sí, el número es éste pero yo llevo seis años trabajando aquí y no he conocido a ningún Clyde.

Colgó, se dirigió a la caja registradora y sonrió a Hagen.

– ¿Cuánta ha puesto?

– Treinta y ocho litros. Trece dólares con cincuenta y siete centavos.

Mientras el empleado buscaba el cambio de un billete de veinte, Hagen resiguió con la mirada la estación. No pudo dejar de admirar lo bien que se había montado el escenario; porque era precisamente esto, un escenario. Los suelos de la oficina y de la sección de lubricantes no habían visto una bayeta en varios años. Pendían telerañas del techo; las herramientas tenían más herrumbre que aceite, y las palmas de las manos y las uñas del empleado estaban grasientas. Pero fue el sistema de vigilancia lo que le asombró. Sus ojos adiestrados descubrieron cables eléctricos sutilmente disimulados y que no correspondían al servicio corriente de la estación. Sintió más que vio los micrófonos y cámaras ocultos.