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La expresión en el rostro de Claus demostró claramente que por fin había comprendido el dilema en que se encontraban, aunque aún le costaba aceptar la realidad de las palabras de Pitt.

– No a todos. Es diabólico… No se atreverían a matarnos a todos. El mundo acabaría por descubrir la verdad.

– No si el avión que los lleva de regreso a casa se estrella misteriosamente en el mar. Más allá de la investigación para determinar las causas del accidente, nadie sabrá lo que ocurrió en realidad.

Claus miró a su esposa y apoyó un brazo sobre sus hombros.

– Mucho me temo que el señor Pitt tenga razón. Specter no puede permitir que ninguno de nosotros regrese vivo.

– En cuanto ustedes se lo cuenten todo a los reporteros, Specter no se atreverá a matar a los demás miembros de su equipo científico. Todos los organismos policiales de sus respectivos países se unirán para acabar con Specter y su imperio con todos los medios legales a su alcance. Créanme, marcharse ahora con nosotros es el único camino que tienen.

– ¿Puede garantizarnos que nos sacará de la isla sanos y salvos? -preguntó Hilda con voz vacilante.

Pitt parecía muy preocupado por la pregunta.

– No puedo prometerle algo que no puedo prever a ciencia cierta. Pero está claro que morirá si permanece aquí.

Claus apretó afectuosamente el hombro de su mujer.

– Bien, mamá, esta parece ser la oportunidad para ver de nuevo a nuestros seres queridos.

La mujer levantó la cabeza y le dio un beso en la mejilla.

– Entonces nos iremos juntos.

– Ya vuelven -anunció Giordino, con la oreja apoyada en la puerta.

– Si tienen ustedes la bondad de vestirse -le dijo Pitt a la pareja-, mi amigo y yo nos ocuparemos de los guardias. -Dio la espalda a los científicos, que comenzaron a vestirse, y se unió a Giordino, con la Colt.45 en la mano.

Pasaron los segundos mientras los guardias se acercaban por el pasillo. Pitt y Giordino esperaron pacientemente hasta que el sonido de los pasos les indicó que los guardias estaban al otro lado de la puerta. Giordino tiró violentamente del pomo y dejó que se estrellara contra el suelo. La sorpresa paralizó a los guardias, que se vieron arrastrados al interior de la habitación. Miraron con asombro las pistolas que les apuntaban a la cabeza.

– Al piso, rápido -les ordenó Pitt, mientras Giordino comenzaba a rasgar una sábana. En cuestión de segundos los desarmaron, ataron y amordazaron.

Cinco minutos más tarde, Pitt, escoltado por Claus y Hilda, y Giordino en la retaguardia, salieron del recinto, cruzaron la calle donde una multitud de guardias y bomberos rodeaban la barredora que continuaba ardiendo, y desaparecieron al amparo de las sombras.

38

Tenían un largo camino por delante. Los hangares, situados en el istmo al final de la pista, estaban a casi dos kilómetros del barracón donde habían estado prisioneros los Lowenhardt. Además de la fotografía aérea de las instalaciones para guiarse, en esos momentos contaban con la ayuda de los científicos, que conocían el trazado de las calles. Claus Lowenhardt acortó un poco el paso para hablar en voz baja con Giordino.

– ¿Su amigo tiene realmente el control de la situación?

– Digamos que Dirk es un hombre de infinitos recursos, capaz de salir con bien de las situaciones más complicadas.

– Usted confía en él. -Era una declaración más que una pregunta.

– Completamente. Lo conozco desde hace casi cuarenta años y jamás me ha dejado en la estacada.

– ¿Es un agente de inteligencia?

– Qué va. -Giordino no pudo contener la risa-. Dirk es ingeniero naval. Es el director de proyectos especiales de la National Underwater and Marine Agency . Yo soy su segundo.

– ¡Dios nos proteja! -murmuró Lowenhardt-. Si hubiese sabido que ustedes no eran agentes de la CIA, especializados en misiones secretas, no habría venido con ustedes ni arriesgado la vida de mi esposa.

– Sus vidas no podrían estar en mejores manos -le aseguró Giordino, en voz baja y dura como el cemento.

Pitt iba de un edificio a otro, siempre al amparo de las sombras y lejos de las farolas y los focos instalados en los techos. No era algo sencillo. El complejo estaba iluminado de un extremo a otro. Habían instalado focos en todos los edificios que bordeaban las calles para disuadir a cualquiera que intentase escapar. Debido a la iluminación, Pitt utilizaba los prismáticos en lugar de las gafas de visión nocturna para observar la zona y detectar la presencia de los guardias que pudieran estar agazapados en las sombras.

– Es curioso que no veamos a ningún guardia recorriendo las calles -murmuró.

– Eso es porque los guardias sueltan a los perros hasta la mañana -dijo Hilda.

Giordino se detuvo bruscamente.

– Usted no mencionó a los perros en ningún momento.

– No me lo preguntaron -respondió la mujer.





– Estoy seguro de que son doberma

– Hemos tenido mucha suerte de llegar hasta aquí -dijo Pitt con toda sinceridad-. A partir de ahora tendremos que redoblar las precauciones.

– Para colmo se nos han acabado los filetes -se lamentó Giordino.

Pitt estaba a punto de bajar los prismáticos cuando vio una cerca metálica coronada con alambre de espino. La verja en la carretera que conducía al aeropuerto estaba vigilada por dos guardias, claramente iluminados por las luces de la entrada. Pitt ajustó el enfoque de los prismáticos y miró de nuevo. No eran hombres, sino mujeres vestidas con monos azules. Dos perros sueltos olisqueaban el suelo delante de la verja. Eran doberma

– Hay una cerca que cierra el paso a la carretera de la pista. -Le pasó los prismáticos a Giordino.

– ¿Te has fijado en que hay una cerca más baja, a un par de metros de la primera? -preguntó Giordino mientras miraba la entrada a través de los prismáticos.

– ¿Crees que es para proteger a los perros?

– Es para evitar que acaben asados. -Giordino hizo una pausa y miró hasta unos cien metros a cada lado de la entrada-. Es probable que la carga eléctrica de la cerca baste para asar a un búfalo. -Miró de nuevo en derredor-. Esta vez no hay ninguna máquina barredora a mano.

De pronto comenzó a temblar el suelo y un sordo retumbo se extendió por todo el complejo. Los árboles se bambolearon y se sacudieron los cristales de las ventanas de los edificios. Era un temblor similar al que habían sentido en el interior del faro y en el río. Este duró poco más de un minuto. Los doberma

– No hace mucho hubo otro temblor de tierra -le comentó Pitt a Claus-. ¿Los provoca el volcán?

– Indirectamente -respondió el científico sin alterarse-. Uno de los miembros de nuestro equipo, el doctor Alfred Honoma, un geofísico que trabajaba en la Universidad de Hawai, es experto en volcanes. En su opinión, los temblores no tienen nada que ver con la piedra fundida que asciende por las fisuras del volcán. Afirma que el peligro inminente es un súbito deslizamiento de la ladera del volcán, que podría tener consecuencias catastróficas.

– ¿Cuándo comenzaron los temblores? -preguntó Pitt.

– Hace cosa de un año -contestó Hilda-. Han aumentado en frecuencia y se produce uno cada hora.

– También son cada vez más fuertes -añadió Claus-. Según el doctor Honoma, algún fenómeno inexplicable ocurrido debajo del volcán está provocando un cambio en la superficie.

– El cuarto túnel pasa directamente por la base del volcán -le dijo Pitt a Giordino.

Su compañero se limitó a asentir con un gesto.

– ¿El doctor Honoma ha hecho alguna proyección referente a cuándo se produciría el deslizamiento? -preguntó Pitt.

– Cree que será en cualquier momento.

– ¿Cuáles serían las consecuencias? -quiso saber Giordino.

– Si el doctor Honoma está en lo cierto -declaró Claus-, el deslizamiento enviaría más de cuatro kilómetros cúbicos de roca ladera abajo hacia el lago, a una velocidad cercana a los ciento treinta kilómetros por hora.

– Eso provocaría unas olas gigantescas -señaló Pitt.

– Efectivamente. Las olas barrerían todas las ciudades y pueblos alrededor del lago.

– ¿Qué pasaría con las instalaciones de Odyssey?

– Dado que cubren buena parte de la ladera, todos los edificios quedarían sepultados bajo las piedras. -Claus hizo una pausa y luego añadió con un tono lúgubre-: Junto con todos los que están aquí.

– ¿Los ejecutivos de Odyssey son conscientes de la amenaza?

– Llamaron a sus propios geólogos, quienes afirmaron que los deslizamientos son poco frecuentes y que sólo se producen una vez cada diez mil años. Tengo entendido que el señor Specter manifestó que no había ningún peligro, que no debíamos preocuparnos.

– Specter no destaca especialmente por su interés en el bienestar de sus empleados -manifestó Pitt, al recordar los incidentes vividos a bordo del Ocean Wanderer .

De pronto, todos se quedaron inmóviles y miraron el cielo tachonado de estrellas hacia el sonido inconfundible de un helicóptero que se acercaba a la terminal aérea. Gracias a la luz de los focos instalados en tierra se veía con toda claridad el fuselaje color lavanda. Todos permanecieron inmóviles, pegados a la pared del edificio, mientras las paletas de los rotores empujaban el aire nocturno hacia ellos.

– Nos están buscando -murmuró asustado Claus Lowenhardt, al tiempo que abrazaba a su esposa.

– No es probable -lo tranquilizó Pitt-. El piloto no está volando en una cuadrícula de búsqueda. Todavía no saben nada de la fuga.

El helicóptero voló directamente sobre ellos, a poco más de sesenta metros de altura. Giordino tuvo el presentimiento de que podría alcanzarlo con una pedrada. Las luces de aterrizaje se encenderían en cualquier momento y ellos se verían en la misma situación que unos ratones encerrados en un granero y alumbrados por una docena de linternas. Pero entonces, la diosa Fortuna se apiadó de ellos. El piloto no encendió las luces de aterrizaje hasta que el helicóptero ya los había dejado bien atrás. Viró en ángulo cerrado hacia la azotea de lo que parecía ser un edificio de oficinas con las paredes de cristal y se posó.

Pitt le quitó los prismáticos a Giordino y enfocó al helicóptero mientras aterrizaba y los rotores giraban cada vez más lentamente hasta detenerse del todo. Se abrió la puerta y varias mujeres con monos color lavanda se apresuraron a rodear la escalerilla para recibir a una mujer ataviada con un mono dorado. Movió poco a poco la ruedecilla de ajuste para conseguir una imagen más nítida. No estaba del todo seguro, pero hubiera apostado la paga de un año a que la persona que había bajado del helicóptero era la mujer que dijo llamarse Rita Anderson.