Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 68 из 90

Un único guardia ocupaba la garita junto a la carretera pavimentada, en la entrada del muelle. Estaba viendo una vieja película norteamericana doblada al español que daban por televisión. Pitt miró a un lado y al otro, pero no había más guardias a la vista.

– ¿Ponemos a prueba nuestra presencia? -le preguntó Pitt a Giordino, cara a cara por primera vez desde que se habían zambullido en el agua.

– ¿Quieres observar su reacción cuando pasemos por delante de la garita?

– Esta es nuestra única oportunidad para descubrir si podremos movernos sin tropiezos por las instalaciones.

Pasaron por delante de la garita con toda naturalidad. El guardia, que vestía el mono negro de los hombres, captó el movimiento por el rabillo del ojo y se apresuró a salir a la carretera.

– ¡Alto! -gritó, en español.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Giordino.

– Quiere que nos detengamos.

– ¿Qué hacen aquí? Deberían estar en sus cuartos.

– Aquí tienes la oportunidad para utilizar tu español -dijo Giordino, al tiempo que apoyaba la mano en la culata de la pistola debajo del mono.

– ¿Qué español? -preguntó Pitt risueñamente-. No recuerdo casi nada de lo que me enseñaron en el instituto.

– Inténtalo. ¿Qué ha dicho?

– Quiere saber qué estamos haciendo aquí, y luego dijo que deberíamos estar en nuestros alojamientos.

– No está mal. -Giordino sonrió. Se acercó al guardia con la mayor tranquilidad-. Yo no hablo español -dijo con una voz aguda que pretendía imitar la de una mujer.

– Muy bien -lo felicitó Pitt.

– He estado en Tijuana. -Giordino miró al guardia y se encogió de hombros para recalcar lo dicho antes-. Somos canadienses.

El guardia frunció el entrecejo mientras observaba a Giordino. Si alguien hubiese podido leer sus pensamientos, habría sabido que en su opinión la mujer del mono blanco era un auténtico espanto. Después la expresión ceñuda dio paso a una sonrisa.

– Ah, sí, canadienses. Yo hablo inglés.

– Sé que deberíamos estar en los barracones -dijo Pitt, devolviéndole la sonrisa-. Solo queríamos dar un paseo antes de irnos a dormir.

– No, no, eso no está permitido, amigos -les recordó el guardia-. No se les permite salir de la zona asignada después de las ocho.

Pitt levantó las manos como si quisiera disculparse por la falta.

– Lo siento, amigo, estábamos hablando y no nos dimos cuenta de que habíamos entrado en un sector no autorizado. Ahora nos hemos perdido. ¿Podría indicarnos el camino de regreso a los barracones?

El guardia se acercó para iluminar con la linterna las tarjetas de identidad y comprobar que fuesen correctas.

– ¿Ustedes trabajaban en los túneles?

– Sí, trabajamos en las excavaciones. Nuestro jefe nos ha dado permiso para que descansemos unos días en la superficie.

– De acuerdo, señor, pero deben volver a los barracones. Son las normas. Sigan la carretera y doblen a la izquierda en el depósito de agua. Su barracón está a unos treinta metros a la izquierda.

– Gracias, amigo -respondió Pitt-. Ya nos vamos.

Convencido de que Pitt y Giordino no eran intrusos, el guardia regresó a la garita.

– Bien, hemos superado la primera prueba -manifestó Giordino.

– Lo mejor será ocultarnos en alguna parte hasta que amanezca. No es prudente rondar por aquí en plena noche. Resulta demasiado sospechoso. El próximo guardia que nos dé el alto puede no ser tan amable.

Siguieron las indicaciones del guardia hasta que llegaron a una hilera de edificios. Avanzaron entre las sombras de un palmar, con la mirada puesta en las entradas de los cinco barracones de los empleados de Odyssey.

No había vigilancia en ninguna de ellas excepto la última. En el quinto barracón había dos centinelas apostados junto a la puerta, mientras que otros dos controlaban el perímetro al otro lado de una cerca.

– Las personas alojadas allí no han de ser muy populares -opinó Pitt-. Tiene todo el aspecto de una cárcel.

– Quizá los tengan cautivos.

– Estoy de acuerdo.

– Por lo tanto, lo lógico es que entremos en alguno que no esté vigilado.

Pitt sacudió la cabeza para mostrar su desacuerdo.





– No, entraremos en ése. Quiero hablar con las personas que tienen prisioneras. Son las más indicadas para que nos informen de las actividades de Odyssey.

– No hay manera de entrar sin que nos vean los guardias…

– Hay un pequeño cobertizo junto al barracón. Vamos a ver qué hay adentro. Los árboles nos ocultarán.

– Tienes una verdadera manía por escoger siempre lo más difícil -protestó Giordino al ver la expresión distante y pensativa en el rostro de su compañero, iluminado por el resplandor de las farolas de la calle.

– Si no es difícil uno no se divierte -afirmó Pitt, muy serio.

Como una pareja de ladrones que rondan por un barrio residencial, caminaron entre los árboles, al amparo de los delgados troncos, hasta que llegaron al final del palmar. Cruzaron a la carrera los veinticinco metros que los separaban de la parte trasera del cobertizo, rodearon una de las esquinas y encontraron una puerta lateral. Giordino movió la manija. Estaba abierta y se apresuraron a entrar. A la luz de las linternas vieron que se encontraban en un garaje donde había una máquina barredora. Pitt vio en la penumbra la sonrisa de Giordino.

– Creo que estamos de suerte.

– ¿Estás pensando lo mismo que yo?

– Por supuesto -dijo Pitt-. Pondremos en marcha la barredora y la lanzaremos a la calle, pero con un añadido que llame la atención de los guardias.

– ¿Cuál?

– Le pegaremos fuego.

– Tu mente tortuosa no deja de asombrarme.

– Es un don que tengo.

Tardaron diez minutos en trasvasar quince litros de gasolina a un bidón que encontraron en el garaje. Pitt subió a la cabina de la máquina y giró la llave de arranque, mientras Giordino esperaba la señal para abrir las puertas. Ambos agradecieron que el motor arrancara a la primera y que fuera silencioso. La barredora tenía una caja de cambios de cuatro marchas, y Pitt permaneció junto a la puerta abierta, preparado para poner directamente la segunda y así conseguir que el vehículo tardara menos en ganar velocidad.

Mientras esperaba hasta el último momento para evitar que se produjera una explosión en el interior del garaje, giró el volante del vehículo para apuntarlo hacia una hilera de camiones aparcados a un lado de la carretera. Giordino abrió las puertas y luego volvió para coger el bidón. Roció con gasolina la cabina vacía y a continuación esperó con el dedo apoyado en el encendido automático de un soplete de acetileno.

– Arriba el telón -dijo escuetamente.

Pitt, de pie en el estribo de la cabina, puso la marcha y saltó al suelo, al mismo tiempo que Giordino abría las válvulas de oxígeno y acetileno y apretaba el botón del encendido: una llama de sesenta centímetros de largo surgió por la punta del soplete. Se escuchó un súbito estampido cuando una bola de fuego envolvió la cabina de la máquina antes de que saliera del cobertizo a toda velocidad.

La barredora avanzó por la carretera como un cometa, en medio de una nube de polvo y tierra levantada por los cepillos, y unos cuarenta metros más allá se estrelló contra el primero de los camiones, que salió despedido y acabó contra una de las palmeras. Después impactó de lleno contra el siguiente camión de la fila con un horrible chirrido de metales y cristales rotos, y provocó un choque en cadena hasta que se plantó el motor y se detuvo, mientras las llamas se elevaban hacia el cielo entre una densa columna de humo negro.

Los dos guardias que vigilaban la puerta del quinto barracón contemplaron atónitos el súbito estallido del incendio. En cuanto se recuperaron del asombro y se pusieron en movimiento, la primera deducción fue que el conductor se encontraba atrapado en la cabina. Abandonaron sus puestos y echaron a correr por la carretera, con los guardias que vigilaban la cerca pisándoles los talones.

Pitt y Giordino aprovecharon inmediatamente la ventaja que les daba la distracción provocada por la barredora en llamas. Pitt cruzó la cerca, se zambulló a través de la puerta abierta del barracón y rodó por el suelo. Un segundo más tarde, Giordino, que no alcanzó a detenerse a tiempo, cayó sobre él.

– Tienes que perder peso -protestó Pitt.

Giordino lo ayudó a levantarse.

– ¿Ahora qué, genio?

Pitt no respondió sino que, al ver que el camino estaba despejado, echó a correr por el pasillo. Las puertas a ambos lados estaban cerradas con cerrojos. Se detuvo delante de la tercera puerta y se volvió hacia Giordino.

– Esta es tu especialidad -dijo, y se apartó.

Giordino le reprochó el comentario con una mirada, y luego descargó un tremendo puntapié contra la puerta que casi la arrancó de las bisagras. Un segundo golpe con el hombro remató la faena. Incapaz de resistir el ataque del musculoso italiano, la puerta cayó al suelo con gran estrépito.

Pitt entró en la habitación y se encontró con un hombre y una mujer sentados en la cama, pasmados ante la aparición de unos extraños. El terror se reflejaba en los rostros de la pareja.

– Perdonen la intrusión -dijo Pitt en voz baja-, pero necesitamos un lugar donde ocultarnos. -Mientras daba las explicaciones, Giordino se ocupó de poner la puerta en su lugar.

– ¿Adonde nos llevarán? -preguntó la mujer, con fuerte acento alemán.

Asustada a más no poder, se envolvió con la manta. El rostro redondo y arrebolado, con grandes ojos castaños y los cabellos canosos recogidos en un moño, le daba el aspecto de la bondadosa abuela que probablemente era. A pesar de estar tapada con la sábana y una manta liviana, Pitt vio que su cuerpo nunca entraría en un vestido de talla pequeña.

– A ninguna parte. No somos lo que cree.

– Usted es uno de ellos.

– No, señora -respondió Pitt, que procuraba calmar su terror-. No somos empleados de Odyssey.

– En ese caso, ¿quiénes son ustedes? -preguntó el hombre, que había tardado un poco más en reaccionar. Se levantó de la cama y se puso un viejo albornoz sobre la anticuada camisa de dormir. Si Pitt había sospechado a la mujer baja y regordeta, él era muy alto y esquelético. Su abundante cabellera gris estaba por lo menos diez centímetros por encima de la cabeza de Pitt. La tez blanca, la nariz como pirámide y los labios finos decorados con un bigotillo definían su rostro.

– Me llamo Dirk Pitt. Mi amigo es Al Giordino. Trabajamos para el gobierno de los Estados Unidos y estamos aquí para averiguar por qué se mantienen estas instalaciones en secreto.