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– Parece lógico. Los chinos están invirtiendo mucho en esa región y tienen cada vez más influencia.

– Otra razón para mantener el secreto -explicó Gu

– ¿Specter y la China Roja tienen otros proyectos conjuntos?

– El año que viene comenzarán a construir instalaciones portuarias en el canal de Panamá y un puente que lo atravesará.

– ¿Qué necesidad hay de tanto secretismo? -murmuró Sandecker, mientras volvía a sentarse-. ¿Qué pretenden ocultar?

Gu

– Hasta que consigamos nueva información, estamos completamente a oscuras.

– Es obvio que no podemos quedarnos callados.

– ¿Llamamos a la CIA y al Pentágono, para comunicarles nuestras sospechas? -preguntó Gu

Sandecker pensó unos segundos antes de responder.

– No, hablaremos con el consejero de seguridad nacional del presidente.

– Estoy de acuerdo -manifestó Gu

– ¡Maldita sea! -exclamó el almirante, lleno de frustración-. Si supiéramos algo de Pitt y Giordino… Entonces tendríamos una pista de lo que está sucediendo allá abajo.

Después de llegar a un punto muerto, a Pitt y Giordino no les quedó otra alternativa que regresar por donde habían venido. El cuarto túnel se veía desierto y carecía de cualquier clase de equipamiento. Sólo las estaciones de bombeo en ambos extremos, siniestramente silenciosas, indicaban un oscuro propósito que Pitt era incapaz de adivinar.

También resultaba curioso que no hubiese aparecido una docena de coches patrulla con las luces de emergencia y las sirenas en marcha, lanzados en su persecución en la penumbra del túnel. Tampoco había cámaras de vigilancia. Lo habían quitado todo después de acabar la construcción del túnel.

La respuesta no tardó en hacerse obvia.

– Ahora comprendo porqué los guardias no llevaban ninguna prisa en perseguirnos -comentó Giordino.

– No tenemos dónde ir -señaló Pitt, como punto final a la solución del enigma-. Nuestra pequeña aventura ha llegado a su fin. Los guardias de Specter esperarán a que el hambre y la sed nos obliguen a regresar al túnel principal, con la ilusión de que si nos entregamos quizá nos agasajen con una última cena antes de colgarnos.

– Quizá prefieran dejar que nos muramos aquí.

– También es una posibilidad.

Pitt se enjugó con la manga de la camisa el sudor que de pronto le chorreaba por la frente y se le metía en los ojos.

– ¿Te has dado cuenta de que la temperatura en este túnel es mucho más alta que en los demás?

– Esto comienza a parecer una sauna -afirmó Giordino, con el rostro empapado en sudor.

– El aire huele a azufre.

– Ahora que has mencionado la cena, ¿qué hay de tu provisión de barritas de caramelo?

– Se han acabado.

Repentinamente, ambos pensaron lo mismo en el mismo instante, y se volvieron el uno al otro para decir las mismas tres palabras al unísono.

– Pozo de ventilación.

Giordino fue el primero en recuperar la seriedad.

– Quizá no. No veo las cabinas de control elevadas que hay en los otros túneles.

– Lo más probable es que las desmontaran junto con los rieles y los focos, dado que ya no eran necesarias para controlar la ventilación una vez acabada la construcción.

– Sí, pero los peldaños estaban empotrados en la pared. Te juego la paga del mes que viene, si es que vivo para cobrarla, que no se molestaron en quitarlos.

– No tardaremos en averiguarlo -dijo Pitt, mientras Giordino pisaba el acelerador y el coche salía disparado.

Después de recorrer casi treinta kilómetros, la luz de los faros mostró los peldaños en una de las paredes. Giordino aparcó unos diez metros antes, para que los faros iluminaran un sector lo más amplio posible.

– Los peldaños suben hasta donde estaba la cabina de control -comentó. Se rascó la sombra de barba que le había crecido en las mejillas y la barbilla.

Pitt se apeó del coche y comenzó a subir. Debía de haber pasado un año o más desde que habían acabado el túnel y retirado todos los equipos, pues los peldaños estaban mohosos y con manchas de óxido. Subió hasta el último y se encontró con una tapa de hierro con cerrojo que sellaba la entrada al pozo de ventilación.

Pasó un brazo por detrás del peldaño para mantener el equilibrio y utilizó las dos manos para sujetar el cerrojo y tirar. El cerrojo se deslizó sin resistencia. Luego Pitt se puso de lado hasta tener el hombro apoyado contra la tapa y empujó.

Se movió un milímetro como mucho.

– Tendremos que hacerlo entre los dos -gritó.

Giordino subió hasta ponerse un peldaño por encima de Pitt, para compensar la diferencia de estatura. Era el lobo que equiparaba fuerzas con el oso. Apoyaron los hombros contra la pesada tapa de hierro, y empujaron con todas sus fuerzas.





La tapa se resistió, se movió un par de centímetros y luego se atascó.

– Maldita tapa -masculló Giordino.

– Vamos a intentarlo de nuevo con ganas -propuso Pitt.

– A la de tres.

Se miraron el uno al otro por un segundo y asintieron.

– A la una, a las dos y a las tres -contó Pitt.

Empujaron con toda la fuerza de que eran capaces. La tapa aguantó durante unos segundos. Luego comenzó a levantarse poco a poco, y con un agudo rechinar se abrió bruscamente del todo y golpeó contra una de las paredes del pozo de ventilación. Miraron hacia arriba y, aunque reinaba en él la oscuridad más absoluta, el hueco les pareció una escalera al paraíso.

– Me pregunto dónde saldrá -murmuró Giordino, entre jadeos.

– No tengo idea, pero vamos a descubrirlo.

Giordino apretó el brazo de Pitt.

– Espera. Por si acaso los gorilas de Specter vienen a buscarnos, vamos a dejarles una pista falsa.

Bajó la escalerilla y subió al coche de los guardias. Con el cinturón de los pantalones cortos, ató el volante para que las ruedas delanteras quedaran fijas en línea recta. Después desmontó el asiento del conductor y le dio la vuelta para hacer que el borde superior del respaldo mantuviera apretado a fondo el acelerador. Por último, se bajó del coche y dio el contacto.

El coche se alejó como un proyectil por el túnel, con los faros trazando extrañas trayectorias en la oscuridad. Cien metros más allá golpeó contra una de las paredes del túnel, se desvió hacia el otro lado, donde chocó de nuevo, y siguió su marcha en zigzag, golpeando con una pared y la otra hasta que desapareció en la distancia acompañado por el estrépito de los golpes.

– Me preguntó qué le dirá Specter al perito de la compañía de seguros -dijo Giordino.

Se volvió para mirar a su compañero, pero Pitt ya había comenzado a subir.

Pitt no había advertido hasta entonces cómo la tensión y los esfuerzos de las últimas horas habían afectado a sus músculos. Subió poco a poco, dispuesto a conservar las fuerzas. Experimentó un amago de claustrofobia mientras subía en la más total oscuridad. Comenzó a contar los peldaños y se detuvo cada vez que llegaba al número cincuenta, para recuperar el aliento. Había una separación de treinta centímetros entre cada uno, así que era una simple operación aritmética calcular la distancia que habían subido.

Cuando habían bajado por el pozo de ventilación de El Castillo hasta la cabina de control, la gravedad los había ayudado; ahora se habían convertido en una desventaja.

Pitt se detuvo en el peldaño trescientos cincuenta y esperó a Giordino.

– ¿Crees que esta escalera tiene un final? -jadeó Giordino.

– Perdona el tópico -replicó Pitt entre jadeos-, pero hay una luz al final del túnel.

Giordino miró hacia arriba y vio un débil resplandor a lo lejos. Le pareció que estaba como a diez kilómetros.

– ¿Hay alguna posibilidad de que se acerque?

– Sólo ruega para que no se aleje.

Continuaron subiendo, en un silencio cada vez más siniestro. El resplandor se hacía más intenso y grande con una lentitud desesperante. El agua chorreaba por las paredes y los escalones. Tenían las manos desolladas y sangrantes por el roce con los escalones.

Por fin, el resplandor se convirtió en una luz brillante y la proximidad les dio nuevos bríos. Pitt comenzó a subir los peldaños de dos en dos, sin preocuparse de ahorrar fuerzas. Ahora solo les quedaban un par de metros.

Con un esfuerzo final que lo llevó al borde del agotamiento, llegó a la tela metálica que tapaba la salida del pozo. Se sujetó con las manos llagadas y sangrantes, mientras recuperaba el aliento.

– Hemos llegado -anunció.

Giordino no tardó en llegar a su lado.

– No me veo con fuerzas para cortar los alambres -jadeó.

En cuanto se le normalizó la respiración y se aliviaron los calambres, Pitt metió la mano en la mochila, sacó el corta alambres y atacó la tela metálica.

– Lo haremos por turnos.

Había cortado apenas unos veinte centímetros cuando tuvo que parar porque ya no podía con los brazos. Se hizo a un lado y le pasó la herramienta a Giordino. Debido a la sangre en las manos, casi se le resbaló de los dedos. Pitt contuvo el aliento, pero Giordino alcanzó a sujetarla antes de que se perdieran de vista en la oscuridad del pozo.

– Sujétala bien -dijo Pitt, con una sonrisa severa-. No creo que te agrade tener que bajar a buscarla y subir de nuevo.

– Antes me suicido -murmuró Giordino.

Trabajó durante diez minutos antes de permitir que su compañero lo relevara.

Tardaron casi una hora en abrir un hueco lo bastante amplio para colarse. Una vez pasada la tela metálica que ocultaba la luz exterior, Pitt se quedó ciego, por unos momentos, ante la fuerza del sol. Se puso las gafas para protegerse los ojos hasta que se habituaran al cambio, después del tiempo pasado en la oscuridad.

Cuando miró en derredor comprobó que se encontraba en una habitación redonda con las paredes de cristal. Mientras Giordino pasaba por el agujero, Pitt caminó alrededor de la habitación de cristal y disfrutó de la magnífica visión panorámica de un enorme lago salpicado de islas.

– ¿Dónde hemos salido? -preguntó Giordino.

Pitt se volvió y lo miró con una expresión risueña.