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Giordino lo miró con una expresión de curiosidad.

– Te leo el pensamiento, pero no veo cómo haremos para bajar esta camioneta de un tren en marcha para circular por un túnel cerrado por los dos extremos.

– Ya nos preocuparemos de eso cuando llegue el momento -respondió Pitt tranquilamente.

No hay nada en la tierra que se parezca siquiera remotamente a una tuneladora.

La máquina que excavaba los túneles debajo del suelo nicaragüense desde la costa atlántica a la del Pacífico tenía una longitud de ciento diez metros, más otros noventa del tren con los equipos.

Se trataba de un monstruo increíblemente complicado, que se parecía a la primera etapa de un cohete Saturno, movido por un impulsor eléctrico de velocidad variable, lo que eliminaba cualquier goteo de fluidos hidráulicos y la contaminación resultante. La tuneladora de Specter cortaba la roca por medio de la rotación continua de una serie de cuchillas de carbono montadas en un enorme plato de acero, y era capaz de perforar una galería circular en la roca de un diámetro de dieciséis metros a una velocidad de cincuenta metros por día. La carcasa que encerraba el plato también albergaba los motores que suministraban la enorme potencia necesaria para empujar las cuchillas en la roca, y las prensas hidráulicas que ejercían la inmensa presión que hacía falta para mover la tuneladora y romper la roca.

La enorme máquina era articulada, y el conductor, que ocupaba su lugar en la parte de delante, podía guiarla automáticamente con el uso de un láser mientras controlaba el proceso. La roca excavada pasaba a la sección trasera de la tuneladora y luego a una trituradora que la convertía en arena. A partir de allí, la cinta transportadora llevaba el residuo hasta el extremo opuesto del túnel, donde era bombeada al mar.

El tren se detuvo a unos doscientos metros de la tuneladora y debajo de la cinta transportadora para descargar las camionetas en una terminal y depósito de suministros. Varios montacargas de gran tamaño se perdían de vista a través del techo. Un grupo de mujeres vestidas con monos blancos salieron de uno de los montacargas y subieron a un autobús. Pitt se acercó disimuladamente y escuchó decir a una de las mujeres que debían terminar la inspección en un plazo de ocho horas para poder enviar un informe a las oficinas centrales que estaban arriba.

Pitt no le encontró sentido. ¿Oficinas centrales? ¿En qué lugar?

Nadie le prestó la menor atención mientras bajaba la camioneta de la batea al andén y descendía por una rampa hasta la carretera. Aparcó el vehículo detrás de otras tres camionetas eléctricas.

Giordino echó una ojeada a la zona, donde al menos treinta trabajadores se ocupaban de manejar las máquinas.

– Ha sido demasiado fácil -comentó.

– Todavía no estamos en casa -replicó Pitt-. Tenemos que encontrar la manera de salir de aquí.

– Siempre podemos salir por algún otro pozo de ventilación.

– No si estamos bajo el lago de Nicaragua.

– ¿Por qué no utilizamos de nuevo el mismo por donde bajamos?

– No creo que sea lo más aconsejable.

Giordino observaba con atención el funcionamiento de la gigantesca tuneladora.

– Muy bien, genio, ¿qué propones?

– No podemos escapar por este túnel, porque todavía no lo han acabado. Nuestra única posibilidad es salir por el lado del Pacífico, por alguno de los pozos de ventilación de cualquiera de los otros tres túneles.

– ¿Qué pasará si resulta que es imposible?

– Entonces tendré que pensar en algún otro plan.

Giordino le señaló el andén de carga, donde los guardias controlaban las tarjetas de identificación de los trabajadores.

– Es hora de largarnos. No encajamos con la descripción.

Pitt cogió la tarjeta de identificación que llevaba colgada en el bolsillo del mono. En su rostro apareció una sonrisa.

– Tengo un problema. El tipo mide un metro sesenta. Yo mido un metro noventa.

– Pues si tú tienes un problema, yo ni te cuento -dijo Giordino con una sonrisa ladina-. ¿Cómo haré para que me crezcan una larga cabellera y tetas?

Pitt entreabrió la puerta y miró hacia el extremo más alejado del andén. Estaba desierto.

– Por aquí.

Giordino siguió a Pitt y se deslizó por el asiento delantero de la camioneta. Bajaron al andén y echaron a correr. Entraron en uno de los almacenes y continuaron por los pasillos entre unos grandes cajones, que contenían recambios para las diversas máquinas y la tuneladora.

Al cabo de unos minutos encontraron una salida que daba a la línea férrea. Hicieron una pausa detrás de una fila de lavabos portátiles y evaluaron la situación.

– Sería de gran ayuda contar con algún medio de transporte -señaló Giordino, que frunció la nariz ante el olor que provenía de los lavabos.

– Pide y se te concederá -respondió Pitt con una gran sonrisa.

Sin esperar a Giordino, se incorporó y sin la menor vacilación abandonó la protección de los lavabos para caminar con toda naturalidad hacia uno de los vehículos de los guardias, que estaba sin vigilancia. Se sentó al volante, giró la llave de contacto del motor eléctrico y apretó el acelerador, mientras Giordino saltaba al asiento del acompañante. La corriente eléctrica de las baterías se transmitió al motor y el coche de tracción delantera se puso en marcha silenciosamente.





La suerte no abandonó a los hombres de la NUMA. Los guardias estaban tan ocupados con el control de las tarjetas de identificación de los trabajadores que no se dieron cuenta del robo del vehículo. Además de ser un coche silencioso, el tremendo estrépito de la tuneladora impidió que los guardias escucharan los gritos de los trabajadores que les avisaban del robo.

Para hacer que pareciera legal, Giordino apretó el interruptor del tablero y encendió las luces de emergencia instaladas en el techo. En cuanto llegaron al primer túnel transversal, Pitt viró bruscamente a la izquierda y repitió la maniobra para volver al túnel central y dirigirse al portal oeste.

Pitt daba por hecho que los cuatro túneles excavados debajo del lago de Nicaragua tenían que ascender en algún punto en la estrecha franja de tierra que separaba el lago del océano, en el viejo puerto de San Juan del Sur. Allí tendrían que estar los pozos de ventilación antes de que los túneles continuaran su camino mar adentro.

Estaba en un error.

Después de recorrer varios kilómetros, llegaron a otra gigantesca estación de bombeo idéntica a la que habían encontrado en el extremo oriental. Allí el túnel se acababa bruscamente en otro par de enormes puertas de acero. El agua que rezumaba por los bordes y formaba charcos en el suelo era prueba de que no estaban acercándose a la superficie en las proximidades de San Juan del Sur. Habían llegado a un callejón sin salida debajo del océano Pacífico.

30

Después de su habitual carrera desde su apartamento en el edificio Watergate hasta el cuartel general de la NUMA, el almirante Sandecker fue directamente a su despacho sin pasar primero por el gimnasio de la agencia para ducharse y cambiarse de ropa. Rudi Gu

– ¿Cuáles son las últimas noticias de Pitt y Giordino?

– No hemos sabido nada de ellos en las últimas ocho horas -respondió Gu

– ¿No hemos tenido más contactos?

– Sólo silencio -dijo Gu

– Un túnel que une los dos océanos -murmuró Sandecker con un tono de duda.

– Fue lo que aseguró Pitt -declaró Gu

– ¿Odyssey? -Sandecker miró a su segundo, desconcertado-. ¿Otra vez?

Gu

– Parecen surgir por todas partes.

Sandecker se levantó para acercarse a la ventana que daba al río Potomac. Desde allí alcanzaba a ver las velas rojas recogidas de su pequeño balandro amarrado en el puerto deportivo río abajo.

– No tengo ninguna noticia de que se esté excavando un túnel a través del territorio nicaragüense. Se habló durante un tiempo de construir un ferrocarril subterráneo de alta velocidad para el transporte de cargas entre los dos mares… Pero eso fue hace varios años, y hasta donde sé el proyecto nunca se puso en marcha.

Gu

– Aquí están las fotos tomadas durante varios años desde los satélites de una pequeña ciudad portuaria llamada San Juan del Norte.

– ¿De dónde las has sacado? -preguntó Sandecker, con evidente interés.

– Hiram Yaeger hizo un recorrido por los archivos de fotografías tomadas por los satélites de diversas agencias de inteligencia y los copió en nuestro banco de datos.

Sandecker se puso las gafas y comenzó a mirar las fotos. Se fijó primero en las fechas en que habían sido tomadas, que aparecían impresas en la parte inferior de cada una. Tardó unos minutos en mirarlas todas.

– Hace cinco años, el puerto parecía desierto. Luego descargaron maquinaria pesada y construyeron instalaciones para la descarga de barcos portacontenedores.

– Por lo que se ve en las fotos, todo el material lo guardaron en depósitos prefabricados y nunca más salieron.

– Parece increíble que algo de tanta magnitud pasara desapercibido durante tanto tiempo.

Gu

– Yaeger también consiguió una copia del informe sobre los programas y operaciones de Odyssey. Solo hay un bosquejo de sus actividades financieras. Como tiene sede en Brasil, no está obligada a presentar balances ni cuentas de resultados.

– ¿Qué pasa con los accionistas? Sin duda reciben el informe anual.

– No aparecen en los listados de las bolsas internacionales, porque la compañía es de propiedad exclusiva de Specter.

– ¿Es posible que pueda financiar por sí sola un proyecto de esta envergadura? -preguntó el almirante.

– Hasta donde sabemos, cuenta con los medios. Así y todo, Yaeger cree que en este proyecto realmente descomunal es probable que reciban fondos de la República Popular China, que ya ha financiado otros proyectos de Specter en Centroamérica.