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Eran maestros consumados en el manejo de la lanza, su arma favorita, y solo utilizaban las espadas cortas cuando rompían o perdían la lanza. Los guerreros de la Edad del Bronce casi nunca utilizaban el arco y la flecha porque lo consideraban un arma de cobardes. En la batalla combatían con la protección de grandes escudos hechos con siete u ocho capas de piel de vaca cosidas con cordones de cuero a una estructura de mimbre y los bordes reforzados con bronce. La mayoría eran redondos, aunque también había muchos con la forma de un ocho.

A diferencia de los soldados de otros reinos y culturas, los aqueos no contaban con tropas de caballería, ni tampoco tenían carros de combate. Los caballos los empleaban para tirar de los carros que transportaban hombres y armas al campo de batalla y retiraban a los heridos. Los aqueos preferían combatir a pie, lo mismo que los troyanos. Pero esta no era sencillamente una guerra de conquista para apoderarse de un nuevo territorio. Se trataba de una invasión para conseguir la propiedad de un metal casi tan precioso como el oro.

Antes de atracar sus naves en Ilión, los aqueos habían saqueado una docena de ciudades y pueblos a lo largo de la costa, y se habían apoderado de un considerable botín y muchos esclavos, la mayoría mujeres y niños. Pero solo podían imaginarse la inmensa riqueza guardada detrás de las recias murallas de Ilión y sus valientes defensores.

Los guerreros no las tenían todas consigo mientras miraban la ciudad edificada en lo alto de una pedregosa colina. Se fijaron en las imponentes murallas, las torres de defensa y el palacio del rey, que se elevaba en el centro. Ahora que se encontraban delante de su objetivo se convencieron de que, a diferencia de las otras ciudades y pueblos que habían saqueado, esta no se rendiría sin una larga y sangrienta campaña.

Este convencimiento se vio reforzado cuando los troyanos salieron de la ciudad y atacaron a los aqueos en el momento de desembarcar. A punto estuvieron de acabar con la vanguardia de la flota invasora antes de que llegaran las otras naves y descargaran el grueso del ejército. Los troyanos, al verse rápidamente superados en número, se replegaron a la ciudad después de haberles dado una buena zurra a los aqueos.

Durante las diez semanas siguientes los combates se sucedieron en la llanura. Los troyanos lucharon con extraordinario tesón y valor. Los cadáveres se amontonaban desde el campamento aqueo hasta las murallas troyanas, mientras los héroes y los campeones de ambos bandos morían en los sucesivos duelos. Al final de cada día, sitiadores y sitiados encendían grandes piras para incinerar a los muertos. Más tarde construían túmulos sobre las cenizas, como monumentos a los caídos. Las bajas sumaban miles pero las batallas continuaban con el mismo ardor y ferocidad del primer día.

El valiente Héctor, hijo del rey Príamo y el más grande de los guerreros de Ilión, cayó en el campo, lo mismo que su hermano Paris. El poderoso Aquiles y su amigo Patroclo figuraban entre los numerosos muertos aqueos. Tras la desaparición del más famoso de sus héroes, los reyes Agamenón y Menelao se mostraron dispuestos a abandonar el asedio y emprender el regreso a sus reinos. Las murallas de la ciudadela habían sido un obstáculo formidable, imposible de superar. Comenzaba a escasear la comida y habían recorrido los campos hasta acabar con todos los cultivos, mientras que los troyanos eran abastecidos por sus aliados de fuera del reino, que se habían unido a ellos en la guerra.

Cada vez más convencidos de la derrota, se dispusieron a levantar el campamento y embarcarse, cuando al ingenioso Ulises, rey de Ítaca, se le ocurrió un astuto plan como último recurso.

Mientras Ilión festejaba la victoria, la flota aquea regresó al amparo de la noche. Remaron rápidamente desde la cercana isla de Ténedos, donde se habían ocultado durante el día. Guiados por el fuego que había encendido el traidor Sinón, atracaron las naves, vistieron las armaduras y marcharon en silencio a través de la llanura, cargados con un tronco de dimensiones colosales que sujetaban con eslingas de cuerdas trenzadas.

Ayudados por una noche oscura como boca de lobo, se detuvieron cuando estaban a escasos cien pasos de la puerta sin que nadie diera la voz de alarma. Los exploradores al mando de Ulises rodearon el caballo de madera y se acercaron a la puerta.

En la torre de guardia, Sinón asesinó a los dos centinelas que dormían. El aqueo, que no tenía la intención de abrir la puerta por sí mismo -hacían falta ocho hombres fornidos para levantar la gruesa tranca de madera que sujetaba las hojas de la puerta, de veinte codos de altura-, se asomó para hablar con Ulises.

– Los centinelas están muertos y los pobladores están borrachos o dormidos -le informó en voz baja-. No hay mejor momento que éste para echar abajo la puerta.

Ulises ordenó rápidamente a los hombres que cargaban con el inmenso tronco que levantaran un extremo y lo apoyaran en la pequeña rampa que llevaba al interior del caballo. Mientras un equipo empujaba desde atrás, otro grupo de aqueos subió a la estructura y lo levantaron hasta situarlo debajo del techo triangular. En cuanto lo tuvieron dentro, lo izaron con las eslingas hasta que quedó colgado en el aire. Los troyanos no habían sospechado ni por un momento que el caballo, tal como lo había concebido Ulises, no era un caballo sino un ariete.

En el interior de la construcción, los hombres llevaron hacia atrás el tronco hasta donde lo permitían las cuerdas y después lo impulsaron hacia delante.





La punta de bronce sujeta al extremo del tronco golpeó la puerta de madera con un ruido sordo y lo hizo con tanta fuerza que se sacudieron las bisagras, aunque sin conseguir abrirla. Una y otra vez el ariete se estrelló contra la gruesa puerta. Con cada golpe la madera se rajaba un poco más, pero no cedía. Los aqueos tenían miedo de que algún troyano escuchara los golpes, se asomara a la muralla, y al ver al ejército enemigo alertara a los guerreros, que dormían la mona después de la prematura celebración. Sinón, que no había abandonado la torre de guardia, también se mantenía alerta ante la posibilidad de que se acercara alguien atraído por el estruendo, pero aquellos que aún estaban despiertos lo habían atribuido a los truenos de alguna tormenta lejana.

Sin decirlo, ya todos pensaban que no conseguirían sus propósitos cuando de pronto se rompió una de las bisagras. Ulises arengó a su grupo del interior del ariete para que redoblaran los esfuerzos; él mismo sujetó el tronco y unió sus fuerzas al golpe. Los guerreros tomaron ejemplo y lanzaron el ariete contra la puerta con todas sus fuerzas.

Por un momento pareció que el tremendo embate no había hecho mella en la formidable puerta, pero luego los aqueos contuvieron el aliento cuando se inclinó sobre la bisagra restante para después desprenderse con un quejumbroso quejido y caer hacia el interior sobre el pavimento de piedra. El golpe sonó como un trueno.

El ejército aqueo entró en Ilión como una manada de lobos famélicos que aullaran al oler las presas. Los guerreros ocuparon las calles como una marea incontenible. La frustración que ardía en sus pechos después de diez semanas de continuos combates sin haber conseguido otra cosa que ver cómo morían sus camaradas, se transformó en una sanguinaria sed de venganza. Nadie se halló a salvo de sus lanzas y espadas. Entraron en las casas, mataron a los hombres, saquearon todo lo que podía tener algún valor, capturaron a las mujeres y los niños y después incendiaron todo.

La hermosa Casandra se refugió en el templo, en la falsa creencia de que en el recinto sagrado estaría a salvo. Pero Áyax no paró mientes en ello: violó a Casandra tras la estatua de la diosa. Más tarde, en un ataque de remordimiento, se suicidó.

Los guerreros troyanos no fueron rivales para los feroces aqueos. Se levantaron como pudieron de sus camas, todavía borrachos, y fueron muertos antes de que pudieran darse cuenta del todo de lo que estaba pasando. No había nadie que pudiera hacer frente a un ataque de semejante ferocidad. Nadie era capaz de contener aquella ola que lo arrasaba todo. La sangre corría por las calles como un torrente. Los troyanos que consiguieron empuñar las armas murieron sin llegar a utilizarlas. Mientras agonizaban vieron cómo ardían sus casas y cómo los invasores se llevaban a sus familias, escucharon entre estertores los alaridos de sus esposas y los llantos de sus hijos por encima de los aullidos de un millar de perros callejeros.

El rey Príamo, sus cortesanos y guardias fueron asesinados a sangre fría. A su esposa, Hécuba, se la llevaron como esclava. El palacio fue saqueado a conciencia: los aqueos arrancaron las láminas de oro de las columnas y los techos y se llevaron los hermosos tapices y el mobiliario antes de que las llamas arrasaran lo que había sido un magnífico interior.

Ni un solo aqueo empuñaba una lanza o una espada que no estuviese tinta en sangre. Era como si una manada de lobos hubiese entrado en un corral de ovejas. Los ancianos tampoco se salvaron de la matanza: los asesinaron como si fuesen conejos, demasiado aterrorizados para moverse o demasiado enfermos para escapar.

Los héroes de guerra troyanos fueron cayendo uno tras otro hasta que no quedó ninguno para empuñar una lanza contra los aqueos sedientos de sangre. En las casas incendiadas, sus cadáveres se consumían allí donde habían caído cuando luchaban por defender a sus seres queridos y sus posesiones.

Los aliados de los troyanos -los tracios, los licios, los misianos y los cícicos- lucharon con bravura, pero cayeron ante la superioridad numérica. Las amazonas, las orgullosas guerreras que combatían codo a codo con el ejército troyano, hicieron honor a su fama y mataron a un gran número de invasores antes de ser aniquiladas.

Hasta la más pobre de las viviendas era pasto de las llamas, que iluminaban el cielo mientras los aqueos continuaban entregados a su orgía de sangre y fuego. El horrible espectáculo parecía destinado a no acabar mientras quedara alguien vivo.

Por fin los aqueos, consumida su furia y agotados después de tantos excesos, comenzaron a abandonar la ciudad incendiada para dirigirse a sus naves cargados con el botín y con los desgraciados prisioneros, fuertemente vigilados. Las mujeres cautivas, transidas de dolor por la muerte de sus maridos, lloraban con desesperación mientras llevaban a sus hijos hacia la costa, conscientes de que acabarían todos convertidos en esclavos en el país de los aqueos y sus aliados. Era lo establecido en la época brutal en la que vivían y, por aborrecible que fuera, acabarían por aceptar su destino. Algunas se convertirían en esposas de sus captores, les darían hijos y disfrutarían de una vida larga y provechosa. Otras no tardarían en morir como consecuencia de los malos tratos y los abusos. No hay ningún documento que relate lo que les sucedió a los hijos.