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Noche de infamia
Alrededor de 1190 a.C,
una ciudadela en una colina cerca del mar
Era un montaje sencillo, creado con una aguda comprensión de la curiosidad humana, y cumplía con su función impecablemente. El feo monstruo con las cuatro gruesas patas de madera instalado sobre una plataforma también de madera alcanzaba una altura de casi doce codos. La estructura, sostenida por las patas, tenía una forma triangular con los extremos abiertos. En la joroba instalada delante de la estructura triangular se habían hecho dos cortes que simulaban los ojos. Los flancos estaban cubiertos con pieles de vaca. La plataforma que soportaba las patas se apoyaba en el suelo. No se parecía a nada que los habitantes de la ciudadela de Ilión hubiesen visto antes.
Para algunos con la imaginación más viva, se parecía vagamente a un caballo con las patas tiesas.
Los dárdanos se habían despertado aquella mañana convencidos de que verían a los aqueos alrededor de la fortaleza, y dispuestos para el combate como lo habían estado durante las últimas diez semanas. En cambio, se encontraron con la llanura desierta. Lo único que veían eran las densas nubes de humo que se elevaban de los restos de lo que había sido el campamento enemigo. Los aqueos y su flota se habían esfumado. Al abrigo de la oscuridad de la noche habían cargado las naves con las provisiones, los caballos, las armas y los carros, y se habían marchado. El único testimonio visible de su presencia era el misterioso monstruo de madera que habían dejado atrás. Los exploradores dárdanos regresaron con la confirmación de que en el campamento aqueo no quedaba ni un alma.
La multitud, delirante de entusiasmo tras la confirmación de que el asedio de Ilión había acabado, abrió la puerta principal de la ciudadela y se lanzó a la llanura donde ambos ejércitos habían derramado su sangre en un centenar de feroces batallas.
En un primer momento se sintieron intrigados por el coloso. Hubo algunos que sospechaban la posibilidad de una trampa y propusieron quemarlo. Pero muy pronto descubrieron que era sencillamente una inofensiva estructura instalada sobre cuatro toscas patas de madera. Un hombre trepó por una de las patas, entró en la estructura y comprobó que estaba vacía.
– ¡Si esto es lo mejor que pueden hacer los aqueos para representar a un caballo -gritó desde lo alto-, no tiene nada de particular que los venciéramos!
La multitud se echó a reír y prorrumpió en gritos de alegría cuando llegó el rey Príamo en su carro. El monarca se apeó del vehículo y respondió a las aclamaciones de sus súbditos. Luego caminó alrededor de aquella curiosa construcción, dispuesto a encontrarle algún sentido.
Convencido de que no representaba ningún peligro, lo declaró botín de guerra y ordenó que lo arrastraran sobre rodillos a través de la llanura hasta la entrada principal de la ciudadela, donde permanecería como un monumento a la gloriosa victoria sobre los invasores aqueos.
El feliz acontecimiento se interrumpió cuando dos soldados se abrieron paso entre la concurrencia llevando un prisionero, un aqueo que había sido abandonado por sus compañeros. Se llamaba Sinón, y se lo conocía por ser primo del poderoso Ulises, rey de Ítaca, y uno de los jefes de las tropas que habían asediado Ilión. Al ver a Príamo, Sinón se echó a los pies del viejo monarca y suplicó que le perdonara la vida.
– ¿Por qué te han dejado atrás? -preguntó el rey.
– Mi primo prestó oído a aquellos que son mis enemigos y me expulsó del campamento. De no haber sido porque me oculté en un bosquecillo cuando ellos empujaron las naves al mar, sin duda me habrían arrastrado hasta morir ahogado o comido por los peces.
Príamo observó atentamente al prisionero.
– ¿Qué significa esta aberración? ¿Para qué sirve?
– A la vista de que no podían conquistar tu fortaleza y que nuestro poderoso héroe Aquiles murió en la batalla, creyeron que habían perdido el favor de los dioses. El caballo lo construyeron como una ofrenda para pedir que todos regresaran sanos y salvos al hogar.
– ¿Qué necesidad había de hacerlo tan grande?
– Para que no pudieras entrarlo como botín de guerra en la ciudad, donde habría sido un testimonio de la mayor derrota sufrida por los aqueos.
– Sí, comprendo su idea. -El viejo y sabio Príamo sonrió-. Claro que no cayeron en la cuenta de que podía cumplir el mismo propósito fuera de la ciudad.
Un centenar de hombres cortaron y pulieron los troncos para los rodillos. Después otros cien amarraron las cuerdas, formaron dos columnas y comenzaron a arrastrar el botín a través de la llanura que se extendía desde el pie de la colina donde se alzaba la ciudadela y el mar. A medida que se agotaban sus fuerzas, otros hombres ocupaban sus lugares en las cuerdas y seguían arrastrando el monstruo de madera. A finales de la tarde, después de superar el obstáculo de la pendiente, consiguieron su propósito y la enorme efigie quedó instalada delante de la puerta. Los habitantes salieron en masa y por primera vez en más de dos meses lo hicieron libremente sin miedo al enemigo. La multitud contempló con asombro lo que ahora se llamaba el caballo de Troya.
Entusiasmadas a más no poder por comprobar que al fin se había acabado la interminable serie de batallas, las mujeres y niñas de la ciudad abandonaron la protección de las murallas y recogieron flores para confeccionar las guirnaldas que adornarían la grotesca criatura de madera.
– ¡La paz y la victoria son nuestras! -gritaban, jubilosas.
En medio de tanto regocijo, Casandra, la hija de Príamo, a quien consideraban como una perturbada debido a sus agoreras predicciones, gritó:
– ¿Es que no lo veis? ¡Es una trampa!
Laocoonte, el sacerdote barbado, se mostró de acuerdo.
– Os dejáis engañar por la alegría. Sois unos idiotas al confiar en los aqueos que portan regalos.
Laocoonte echó el brazo hacia atrás y con un tremendo impulso arrojó su lanza contra el vientre del caballo. La punta atravesó la madera y solo quedó a la vista el ástil que vibraba. La muchedumbre se echó a reír ante la insensata muestra de escepticismo.
– ¡Casandra y Laocoonte están locos! El monstruo es inofensivo. No es más que un montón de tablas y troncos atados.
– ¡Idiotas! -insistió Casandra-. Solo un estúpido creería en Sinón el aqueo.
Un guerrero se enfrentó a ella.
– Dice que, ahora que pertenece a Ilión, nuestra ciudad nunca caerá en manos del enemigo.
– ¡Miente!
– ¿No puedes aceptar un regalo de los dioses?
– No, si viene de manos de los aqueos -replicó Laocoonte, que se abrió paso entre la muchedumbre para entrar furioso en la ciudad.
No había manera de razonar con una multitud exultante. El enemigo se había marchado. Para ellos, la guerra se había acabado. Ahora era momento de celebrar.
En medio de tanto júbilo, nadie prestó atención a los dos escépticos. En menos de una hora el caballo de madera ya no despertaba curiosidad, y se organizó una gran fiesta para celebrar la victoria sobre los enemigos aqueos. La música de las flautas y las liras resonó dentro de las murallas de la ciudad. La gente cantaba y bailaba en todas las calles. El vino corría en todas las casas como los arroyos en las montañas. No se escuchaban más que risas mientras brindaban y vaciaban los vasos.
En los templos, los sacerdotes y sacerdotisas quemaban incienso, cantaban y hacían ofrendas a los dioses y diosas para agradecer el final del terrible conflicto que había costado la vida a tantos guerreros.
Se brindaba por el rey, los héroes del ejército, los veteranos, los heridos y los reverenciados muertos que habían participado en los encarnizados combates.
– Héctor, tú que eras nuestro gran campeón, ¡si solo hubieses vivido para disfrutar de nuestra victoria! -exclamó alguien.
– Los aqueos son estúpidos. Atacaron nuestra magnífica ciudad y se han ido con las manos vacías -proclamó una mujer que bailaba como una enloquecida.
– Han escapado como críos a los que sorprenden robando -afirmó un tercero.
Charlaban, reían y bailaban mientras el vino corría por sus venas, la realeza en su palacio, los ricos en sus grandes casas construidas sobre terrazas, y los pobres en sus covachas pegadas contra la parte interior de las murallas para protegerlas del viento y la lluvia. Por toda Ilión los habitantes bebían y comían, dispuestos a agotar las valiosas reservas de alimentos acumuladas para resistir el asedio, como si el tiempo se hubiera detenido. A medianoche el vino y el cansancio fueron aplacando los ánimos y los súbditos del viejo rey Príamo cayeron en un sueño profundo, y por primera vez durmieron en paz desde que los odiados aqueos habían iniciado el asedio de la ciudad.
Fueron muchos quienes propusieron dejar la gran puerta abierta de par en par como un símbolo de victoria, pero prevalecieron las mentes más sensatas y la puerta se cerró con la tranca.
Habían aparecido diez semanas atrás por el norte y el este, a bordo de centenares de naves, y habían fondeado en la bahía rodeada por la gran llanura de Ilión. Al ver que la mayoría de las tierras bajas eran pantanos, los aqueos habían instalado su campamento en un promontorio y allí desembarcaron hombres y bagajes.
Como tenían las quillas recubiertas de brea, las naves eran negras por debajo de la línea de flotación; pero por encima estaban pintadas con una multitud de colores, de acuerdo con las preferencias de los monarcas que viajaban en la flota. Las naves eran impulsadas a fuerza de remos y gobernadas por un timón muy largo instalado en popa. Como eran simétricas, con la proa y la popa prácticamente iguales, podían moverse adelante y atrás sin necesidad de virar. Incapaces de maniobrar con el viento, solo izaban una gran vela cuadrada cuando la brisa soplaba de popa. Tenían unas plataformas elevadas a proa y popa a modo de puentes, y tallas figurando pájaros, en su mayoría halcones y gavilanes, adornaban la roda. El número de tripulantes variaba desde los ciento veinte guerreros en los transportes de tropa a los veinte en las embarcaciones de carga. La mayoría eran tripuladas por cincuenta y dos marinos, incluidos el capitán y el piloto.
Los reyezuelos de la región formaban una alianza que se dedicaba al saqueo de las poblaciones costeras, de la misma manera que harían los vikingos dos mil años más tarde. Venían de Argos, Pilos, Arcadia, Ítaca y de otra docena más de regiones. Aunque se los consideraba hombres altos para la media de la época, muy pocos medían más de un metro sesenta. Combatían con ferocidad, protegidos con sus corazas de bronce, formadas por planchas que cubrían el pecho y la espalda y atadas con tiras de cuero. Llevaban cascos de bronce, algunos con cuernos, otros con picas, y casi todos adornados con los escudos personales. Los brazos y las piernas se los protegían con grebas.