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– ¿Quieres que lo aborde? -preguntó Rudi, inquieto.

– Quiero que te acerques lo suficiente para que pueda saltar a bordo.

Consciente de que no tenía sentido discutir con Pitt, Gu

Mientras tanto, Giordino trabajaba furiosamente entre los destrozos de la sala de máquinas del Poco Bonito haciendo las reparaciones imprescindibles para mantener el barco a flote y con potencia. Renée se ocupó de despejar la cubierta de todo lo superfluo, por el sencillo procedimiento de arrojarlo por la borda. Dodge, que estaba tiznado de pies a cabeza, bajó a la sentina, arrastró una bomba de achique hasta la sección de proa y comenzó a bombear para achicar el agua que entraba por el agujero que llegaba hasta el mamparo de proa.

Pitt esperó mientras Gu

Entró en el salón comedor y lo encontró vacío. Tampoco encontró a nadie en las otras salas. Intentó subir la escalerilla alfombrada hasta la timonera, pero se encontró con una pared de fuego que lo obligó a retroceder. El humo se le colaba por la nariz hasta los pulmones. Le lloraban y le ardían los ojos. Con los cabellos y las cejas chamuscadas, ya estaba por renunciar a la búsqueda y abandonar el barco cuando tropezó con un cuerpo tendido en el suelo de la cocina. Se agachó y al tocarlo se sorprendió al comprobar que se trataba de una mujer vestida sólo con un biquini. Se la cargó al hombro y regresó tambaleándose a la cubierta de popa, casi ahogado y ciego por el humo.

Gu

Pitt, que apenas si podía ver con los ojos irritados por el humo, le buscó el pulso y comprobó que era normal, lo mismo que la respiración. Le apartó los cabellos rojos de la frente, donde tenía un moretón del tamaño de un huevo. Dedujo que al producirse la colisión se había golpeado la cabeza con tanta fuerza que había perdido el conocimiento. La piel del rostro, los brazos y las largas y perfectamente torneadas piernas mostraban un bronceado uniforme. Su rostro era de una gran belleza, con una tez sin mácula y los labios gruesos y sensuales.

La nariz respingona era el complemento perfecto. Como tenía los ojos cerrados, no podía ver su color. Pero todo lo demás mostraba una mujer muy atractiva, con el cuerpo esbelto de una bailarina.

Renée acabó de arrojar por la borda una caja de boyas y se acercó rápidamente a la mujer tendida en la cubierta.

– Ayúdame a llevarla abajo. Yo me ocuparé de atenderla.

Todavía medio ciego, Pitt llevó a la mujer del yate hasta su camarote y la acostó en la litera.

– Solo tiene un buen chichón en la frente -comentó-. Podrías suministrarle aire de una de las botellas para ayudarle a limpiar el humo de los pulmones.

Pitt subió a cubierta a tiempo para presenciar el final del yate.

Se hundía lentamente, con el casco y la superestructura que una vez habían sido de color lavanda e

El casco de estribor del catamarán ya estaba hundido del todo debajo del agua marrón. El casco de babor permaneció un par de minutos en el aire mientras la superestructura se sumergía lentamente, dejando atrás una espiral de humo. Las hélices de bronce pulido brillaron al sol, y luego desaparecieron. Excepto por el siseo cuando el agua apagó las llamas, el yate se hundió en silencio, sin protestas, como si quisiera ocultar cuanto antes en qué mina se había convertido. Lo último que se vio de él fue la bandera con el caballo dorado. Luego, el indiferente mar marrón se la engulló.

Tras la desaparición, el combustible afloró a la superficie y se extendió sobre el légamo para pintarlo de negro con manchas que el sol volvía irisadas. De cuando en cuando aparecían burbujas, junto con restos que salían a la superficie y se quedaban allí, como si esperaran ser arrastrados hasta alguna playa lejana por el viento y las mareas.

Pitt le dio la espalda a la tragedia y entró en la timonera, que tenía el suelo cubierto de cristales rotos.

– ¿Qué te parece, Rudi? ¿Llegaremos a la costa o tendremos que acomodarnos en las balsas?

– Quizá lo consigamos si Al logra que el motor no se pare y Patrick consigue achicar el agua que entra por la proa, cosa que parece poco probable. Entra más de lo que sacamos.

– También entra agua por los agujeros de las balas, por debajo de la línea de flotación.

– Hay una lona en uno de los armarios. Si pudiéramos bajarla sobre la proa como una máscara, quizá lograríamos reducir la entrada de agua lo suficiente para que no supere la capacidad de la bomba.

Pitt miró hacia la proa, que estaba hundida casi medio metro en el agua.

– Yo me encargo.

– No tardes mucho -le advirtió Gu

Pitt se asomó a la escotilla de la sala de máquinas.

– Al, ¿qué tal pinta la fiesta?





Giordino se acercó a la escotilla. Estaba hundido hasta las rodillas en el agua mezclada con légamo marrón, tenía las ropas empapadas, y las manos, los brazos y el rostro cubiertos de aceite.

– Apenas si consigo mantenerme por delante, y créeme, esto no es una fiesta.

– ¿Puedes echarme una mano en cubierta?

– Dame cinco minutos para limpiar la bomba. El légamo la tapona si no limpio los filtros.

Pitt bajó la escalerilla y fue hasta el armario ubicado más allá de los camarotes, para sacar la lona encerada. Pesaba mucho, pero consiguió arrastrarla hasta la escotilla de proa y sacarla a cubierta. Giordino no tardó en reunirse con él; por el aspecto, parecía haberse caído en un pozo de alquitrán. Entre los dos desplegaron la lona y ataron las cuatro puntas con cabos de nailon. En dos de las puntas ataron partes del motor destrozado por la granada, para que se hundieran. En cuanto estuvieron preparados, Pitt le hizo una seña a Gu

Lanzaron la lona por encima de la proa aplastada, con los cabos bien sujetos. Esperaron a que el lado de la lona con los pesos se sumergiera en la mezcla de agua y légamo. Luego Pitt le gritó a Gu

– ¡Muy bien, ahora adelante muy despacio!

Se situaron uno a cada banda y tiraron de los cabos hasta que el extremo sumergido quedó por debajo de la proa. A continuación ataron los dos cabos y luego recogieron los otros dos cabos para que la lona cubriera toda la sección dañada, cosa que redujo considerablemente la entrada de agua. En cuanto acabaron de atar los dos cabos restantes, Pitt se asomó a la escotilla de proa.

– ¿Qué tal ahora, Patrick?

– Funciona -respondió Dodge, cansado pero contento-. Habéis conseguido reducir la entrada de agua en un ochenta por ciento. La bomba podrá achicar el resto sin problemas.

– Tengo que volver a la sala de máquinas -dijo Giordino-. Tiene un aspecto horrible.

– Como tú -afirmó Pitt con una sonrisa. Apoyó un brazo en los hombros de su compañero-. Avísame si necesitas que te eche una mano.

– No harás más que incordiarme. Tendré las cosas controladas dentro de un par de horas.

Pitt entró en la timonera.

– Ya podemos ponernos en camino, Rudi. El parche parece que funciona.

– Es una suerte que los controles del navegador estén intactos. He programado el rumbo a Barra del Colorado, en Costa Rica. Allí tengo un viejo amigo de la Armada que está retirado y que vive junto a un club náutico. Atracaremos en su muelle y haremos las reparaciones necesarias para poder llegar luego al astillero de la NUMA en Fort Lauderdale.

– Una sabia decisión. -Pitt señaló hacia el enorme y misterioso buque portacontenedores que se veía fondeado frente a Barra del Río Maíz-. Podríamos tener problemas si vamos allí. Más vale prevenir que curar.

– Tienes razón. En cuanto las autoridades nicaragüenses se enteren de que hemos hundido un yate en sus aguas, nos detendrán. -Se enjugó con un trapo la sangre que le manaba de un corte en la mejilla-. ¿Cuál es la historia de la mujer que rescataste?

– La averiguaré en cuanto recobre el conocimiento.

– ¿Has llamado al almirante para informarle de lo ocurrido, o quieres que lo haga yo?

– Ya lo llamo yo.

Pitt fue a la cocina y se sentó delante del ordenador que la tripulación usaba para entretenerse con los juegos, enviar correos electrónicos y buscar alguna cosa en internet. Escribió el nombre del yate, Epona , y esperó los resultados del buscador. En menos de un minuto, apareció en la pantalla el bajorrelieve de una mujer con dos caballos y una breve descripción de la diosa celta de los caballos y la fertilidad. Leyó la información, apagó el ordenador y salió de la cocina. Se cruzó con Renée en el pasillo que separaba los camarotes.

– ¿Qué tal está? -le preguntó.

– Si por mi fuera, ya hubiera arrojado por la borda a esa estúpida arrogante.

– ¿Insoportable?

– Ni te lo imaginas. En cuanto abrió los ojos, comenzó a meterse conmigo. No solo es una mandona, sino que no habla más que español. -Renée hizo una pausa y sonrió con picardía-. Es una farsante.