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Pitt entró en la timonera para leer los valores del indicador de profundidad. El fondo ascendía rápidamente. Parecía como si estuviesen cruzando una empinada ladera que subiera desde el fondo del Gran Cañón. La manifiesta fealdad del légamo le daba al mar el aspecto de un caldero de fango en ebullición.

– Es increíble -murmuró Dodge, estupefacto-. De acuerdo con las profundidades marcadas en la carta, ahora mismo el fondo tendría que estar a doscientos metros.

Pitt no respondió al comentario. Estaba en la proa mirando en derredor a través de los prismáticos.

– Es como si el mar hubiese entrado en ebullición -le dijo a Giordino a través de la ventana abierta de la timonera-. No puede ser de origen volcánico. No se ven vapores ni ondas de calor.

– El fondo está ascendiendo a gran velocidad -le avisó Dodge-. Es como si estuviésemos en medio de la erupción de un volcán pero sin lava.

Se hallaban a menos de tres kilómetros de la costa. La inexplicable erupción era cada vez más violenta y las olas se alzaban en todas las direcciones. El barco se sacudió violentamente, como si lo moviera un vibrador gigante. El légamo marrón se había espesado hasta el punto de parecer fango.

Giordino se acercó a la escotilla de la timonera y llamó a Pitt.

– La temperatura del agua ha subido. Está de nuevo en los valores normales. Veintiocho grados en el último kilómetro.

– ¿Qué explicación le das?

– No se me ocurre ninguna.

A Dodge le resultaba cada vez más difícil aceptar lo que estaba ocurriendo. El súbito aumento de la temperatura del agua, el ascenso inesperado del fondo, la aparición de una cantidad cada vez mayor de légamo marrón, que surgía de una fuente invisible; todo aquello le parecía sencillamente inconcebible.

Pitt tampoco podía creeerlo. Todo lo que habían descubierto iba en contra de las leyes del mar. Había volcanes que ascendían de las profundidades, pero no como una masa de barro y sedimentos. Éste tendría que haber sido un entorno líquido, vivo, donde existieran peces de todas las variedades. Pero allí no había ninguna criatura viviente. Quizá en otro tiempo habían nadado por esas aguas o se habían arrastrado por el fondo; ahora estaban muertos y sepultados debajo de una montaña de légamo o habían emigrado a aguas limpias. Allí no crecía nada, no había vida. Era un cementerio, cubierto con una masa tóxica que parecía haberse materializado de la nada.

A Giordino le costaba cada vez más mantener el rumbo. Las olas no eran altas, no pasaban del metro cincuenta; pero, a diferencia de las olas generadas en una sola dirección por el viento de una tormenta, estas azotaban al pesquero desde todos los puntos de la brújula. Recorrieron otros doscientos metros, y el agua comenzó a agitarse con una violencia descontrolada.

– Una masa de barro descomunal -dijo Renée, como si estuviese viendo un espejismo-. Muy pronto se convertirá en una isla…

– Antes de lo que crees -gritó Giordino, que dio marcha atrás-. Sujetaos. Casi estamos tocando fondo.

Las hélices giraron a la inversa, pero ya era demasiado tarde. La nave golpeó contra el afloramiento de fango, y los tripulantes apenas si consiguieron mantenerse en pie. Pasada la primera sacudida, la proa quedó empotrada mientras las hélices continuaban batiendo el barro, que saltaba convertido en una espuma ocre, en un intento por sacar al Poco Bonito del misterioso afloramiento. Con el barco embarrancado, se sintieron como unos espectadores impotentes.

– Apaga los motores -le ordenó Pitt a Giordino-. Falta una hora para que suba la marea. Entonces lo intentaremos de nuevo. Mientras tanto, trasladaremos a popa todo el equipo pesado y los suministros.

– ¿Crees que bastará con mover unos cuantos cientos de kilos para hacer que la proa se levante lo suficiente para zafarse del fango? -preguntó Renée con tono de duda.

Pitt ya estaba llevando un gran rollo de soga hacia el espejo de popa.

– Si añadimos los más de trescientos kilos que sumamos entre todos, ¿quién sabe? La fortuna podría ponerse de nuestro lado.

Aunque los cinco trabajaron como si les fuera la vida en ello, tardaron casi una hora en amontonar los víveres, el equipaje, los equipos y el mobiliario lo más cerca posible de la popa. Arrojaron por la borda las redes y los cajones que servían para disfrazarlos como un barco pesquero, junto con las anclas. Pitt consultó su reloj Doxa.

– Dentro de trece minutos comenzará a subir la marea y habrá llegado el momento de la verdad.

– El momento ha llegado antes de lo que esperabas -replicó Giordino-. El radar indica la presencia de una embarcación que se acerca desde el norte. Avanza a mucha velocidad.

Pitt cogió los prismáticos y miró hacia allí.

– Parece un yate.

Gu

– ¿Es el mismo que nos atacó anoche?

– No alcancé a verlo con claridad a través del visor nocturno, pero creo que se trata de la misma embarcación. Nuestros amigos nos han seguido el rastro.

– Creo que se impone aprovechar la ocasión para sacarle ventaja a esos tipos -dijo Giordino.

Pitt se llevó a todos hasta el borde del espejo de popa del Poco Bonito . Giordino se puso al timón y miró a popa. Pitt esperó a que sus compañeros estuviesen bien sujetos a la borda antes de dar la señal a Giordino para que empezara la maniobra. Giordino engranó la marcha atrás y aceleró los motores al máximo. La embarcación comenzó a colear como un pez fuera del agua, pero la proa continuó clavada en el fango. El espesor del légamo marrón actuaba como si fuese un adhesivo, que sujetaba la quilla del Poco Bonito . Incluso con toda la tripulación y una tonelada de carga apretujada en el espejo de popa, la proa solo se levantó unos cinco centímetros. No era suficiente para zafarse.





Pitt rogó para que una ola ayudara a levantarlo, pero no las había. La sustancia hacía que la superficie del mar estuviese lisa como una mesa de billar. La embarcación se sacudía con la potencia de los motores mientras las hélices continuaban triturando el barro, sin ningún resultado aparente. Todas las miradas se volvieron hacia el yate que se acercaba a gran velocidad.

Ahora que lo veía a la luz del día, Pitt calculó que tendría unos cincuenta metros de eslora. En lugar del blanco habitual, el yate estaba pintado de color lavanda, idéntico al color de la camioneta de Odyssey que había visto aparcada en el muelle. Obra maestra de la construcción naval, el yate era la quintaesencia del lujo náutico. Llevaba una lancha auxiliar de seis metros de eslora y un helicóptero con capacidad para seis pasajeros.

Ya estaba lo bastante cerca como para leer el nombre escrito con letras doradas: EPONA. Debajo del nombre, pintado a lo largo del mamparo de la segunda cubierta, aparecía el mismo logo de Odyssey, un caballo al galope. La bandera que ondeaba en lo alto de la antena de comunicaciones también mostraba al caballo sobre un fondo color lavanda.

Pitt observó a los dos tripulantes que se afanaban por arriar la lancha auxiliar mientras otros tomaban posiciones en la larga cubierta de proa, con armas en las manos. Ninguno se había puesto a cubierto. Estaban convencidos de que el barco pesquero era una presa fácil y no se preocupaban por tomar precauciones. A Pitt se le erizaron los cabellos de la nuca cuando vio a un par de hombres cargar un lanzagranadas.

– Viene directamente hacia nosotros -murmuró Dodge, inquieto.

– No se parecen en nada a los piratas que aparecen en los libros -gritó Giordino desde la timonera, por encima del estruendo de los motores-. No capturaban barcos desde un yate de lujo. Me jugaría el cuello a que es robado.

– No es robado -replicó Pitt-. Pertenece a Odyssey.

– ¿Soy yo, o es que están en todas partes?

– ¡Renée! -gritó Pitt.

– ¿Qué quieres? -preguntó la mujer, que estaba sentada con la espalda apoyada en el espejo de popa.

– Baja a la cocina, vacía todas las botellas que encuentres y llénalas con el combustible del tanque del generador.

– ¿Por qué no el combustible de los motores? -quiso saber Dodge.

– Porque la gasolina se enciende mucho más rápido que el diesel -le explicó Pitt-. Cuando las tengas llenas, ponles un paño retorcido en el cuello.

– ¿Quieres que prepare cócteles Molotov?

– Esa es la idea.

Renée no había acabado de bajar a la cocina, cuando el Epona comenzó a virar hacia ellos en una amplia curva. Ahora que avanzaba de proa hacia ellos, la distancia se acortó rápidamente. Gracias al cambio de rumbo, Pitt vio que tenía los cascos dobles de un catamarán.

– Si no conseguimos salir de esta montaña de barro -protestó, irritado-, nos veremos metidos en una complicación muy exasperante.

– ¿Una complicación muy exasperante? -repitió Giordino-. ¿Eso es lo mejor que se te ocurre?

Entonces, para el asombro de todos, Giordino salió corriendo de la timonera, subió la escalerilla hasta el techo, permaneció quieto durante un instante como un saltador olímpico en un trampolín y saltó sobre la cubierta de popa entre Pitt y Gu

Quizá sólo fue un capricho del destino, pero el peso de Giordino y la fuerza del impacto contra la cubierta de popa fue exactamente lo que faltaba para que se soltara la proa. Como quien saca el pie hundido en el barro poco a poco, el barco se fue separando del légamo hasta que la quilla se soltó totalmente y el Poco Bonito salió disparado marcha atrás como lanzado por una honda. Pitt hizo lo imposible por contener la risa.

– No dejes que te diga nunca más que debes adelgazar.

Giordino le dedicó la mejor de sus sonrisas.

– Tranquilo, no lo haré.

– Ha llegado el momento de llevar a cabo nuestra bien preparada huida -dijo Pitt-. Rudi, ocúpate del timón y agáchate todo lo que puedas. Renée, tú y Patrick poneos a cubierto detrás de toda la chatarra que hemos apilado en la popa. Al y yo nos esconderemos entre las redes.

Pitt no había acabado de dar las instrucciones cuando uno de los tripulantes del lujoso yate disparó el lanzagranadas. El proyectil entró por la escotilla de babor de la timonera y salió por la ventana de estribor para acabar en el agua, donde estalló.

– Es una suerte que no estuviera allí -comentó Gu

– ¿Entiendes ahora por qué te recomendé agacharte?

Gu