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– Ahí tienes las consecuencias de darles ideas -le reprochó Pitt a Giordino.

Gu

– ¡Apaga las luces de navegación! -gritó Pitt.

Gu

– ¿Qué tal estamos de armas? -le preguntó Giordino a Gu

– Hay dos carabinas M4, con lanzagranadas de cuarenta milímetros.

– ¿Nada más pesado?

– Armas livianas fáciles de ocultar fue todo lo que el almirante autorizó que lleváramos a bordo, por si se daba el caso de que nos diera el alto algún guardacostas nicaragüense.

– ¿Tenemos pinta de ser narcotraficantes? -preguntó Renée.

Dodge miró a su compañera con una sonrisa irónica.

– ¿Qué aspecto tienen los narcotraficantes?

– Tengo mi vieja Colt.45 -dijo Pitt-. ¿Tú qué tienes, Al?

– Una automática Desert Eagle de calibre.50.

– Quizá no podamos hundirlos -opinó Pitt-, pero al menos evitaremos que nos aborden.

– Si antes no nos hacen volar por los aires -replicó Giordino, cuando otro misil estalló en la estela del Poco Bonito , a escasos quince metros de la popa.

– Mientras nos disparen con misiles carentes de aparatos de dirección, no acertarán con lo que no ven.

Los fogonazos de los disparos de las armas automáticas aparecieron como puntos a popa, mientras los piratas modernos se valían del radar para apuntarles. Las balas trazadoras dibujaron un arco sobre la superficie del mar unos cincuenta metros a estribor. Gu

Otros dos misiles trazaron un arco en el cielo. Los piratas habían optado por el método de disparar casi en paralelo al punto que veían en la pantalla del radar. La idea era buena, pero disparaban cuando Gu

Entonces cesaron los disparos y fue como si un manto de quietud se hubiera extendido sobre el barco. Solo se escuchaba el rumor de los poderosos motores -que trabajaban a máxima potencia-, el ruido de los tubos de escape y el chapoteo del agua cuando la proa hendía las olas.

– ¿Han dejado de atacarnos? -murmuró Renée anhelante.

Gu

– Ahora mismo están dando media vuelta.

– ¿Quiénes son?

– Los piratas locales no utilizan hologramas ni disparan misiles desde un yate -respondió Giordino.

Pitt miró con expresión pensativa hacia popa.

– Nuestros amigos de Odyssey son los principales sospechosos. Sin embargo, no podían saber que nuestros cuerpos no reposaban en el fondo del mar. Sencillamente hemos caído en una emboscada preparada para cualquier barco o embarcación menor que penetre en esta zona.

– No les hará ninguna gracia -comentó Dodge- cuando se enteren de que somos nosotros los que escapamos, no una vez sino dos.

– ¿Por qué nosotros? -preguntó Renée, que no entendía nada-. ¿Qué hemos hecho para que quieran asesinarnos?

– Sospecho que somos intrusos en su coto de caza -manifestó Pitt, con una lógica impecable-. Tiene que haber algo en esta parte del Caribe que no quieren que nosotros ni nadie más vea.

– ¿Una operación de contrabando de drogas? -propuso Dodge-. ¿Es posible que Specter este metido en el narcotráfico?

– Quizá -admitió Pitt-. Aunque, por lo poco que sé, su empresa obtiene grandes beneficios con la construcción. El contrabando de drogas no les compensaría el tiempo ni los esfuerzos, ni siquiera como una actividad secundaria. No, lo que tenemos aquí es algo que va mucho más allá del contrabando de drogas o la piratería.

Gu

– ¿Qué rumbo introducimos en el ordenador?

Un largo silencio siguió a la pregunta. A Pitt no le agradaba la idea de arriesgar las vidas de los demás, pero estaban allí y tenían una misión.





– Sandecker nos envió para que descubriéramos la verdad detrás del légamo marrón. Continuaremos buscando donde la concentración sea mayor, a ver si así damos con el origen.

– ¿Qué pasará si vuelven a perseguirnos? -preguntó Dodge.

Esta vez Pitt le dedicó la más grande de sus sonrisas.

– Daremos media vuelta y saldremos pitando. Está visto que se nos da muy bien.

22

El mar estaba desierto cuando amaneció. El radar indicaba que no había ningún otro barco en cincuenta kilómetros a la redonda, y excepto por las luces de navegación de un helicóptero que habían visto una hora antes, nada ni nadie los perturbó en su búsqueda del origen del légamo marrón. Como una medida de sana prudencia, habían navegado el resto de la noche con las luces apagadas.

Habían virado al sur poco después del encuentro con el falso bergantín fantasma y ahora navegaban en la bahía de Punta Gorda, adonde los había llevado el rastro de una concentración cada vez más tóxica. Hasta el momento habían disfrutado de buen tiempo, con el mar en calma y apenas un asomo de brisa.

La costa nicaragüense estaba a sólo tres kilómetros. Las marismas eran como un fino trazo a través del horizonte, como si una mano gigante lo hubiese dibujado utilizando una regla y un tiralíneas cargado con tinta china. La bruma cubría la costa y avanzaba muy lentamente sobre las estribaciones de las montañas bajas en el oeste.

– Es curioso -dijo Gu

– ¿Qué? -preguntó Pitt.

– Según la carta de la bahía de Punta Gorda, el único lugar habitado es una pequeña aldea de pescadores que se llama Barra del Río Maíz.

– ¿Y qué?

Gu

– Echa una ojeada y dime lo que ves.

Pitt hizo lo que le pedía y miró la costa de un extremo a otro.

– Eso no es una pequeña aldea de pescadores, sino que tiene todo el aspecto de ser un puerto de gran calado. Veo dos barcos portacontenedores que están descargando en un muelle equipado con grúas y otros dos barcos fondeados que esperan su turno.

– También hay almacenes y tinglados para almacenar la carga.

– Por lo que se ve, reina una actividad tremenda.

– ¿A ti qué te parece? -preguntó Gu

– Creo que están descargando equipos y suministros destinados a construir un ferrocarril de alta velocidad que una los dos océanos.

– Pues, si es así, se lo han tenido muy callado -comentó Gu

– Dos de aquellos barcos llevan la bandera roja de la República Popular China -dijo Pitt-. Ahí tienes la respuesta respecto a la financiación.

El agua de la gran bahía de Punta Gorda en la que estaban entrando adquirió de pronto un color marrón sucio. La atención de todos se volvió hacia el agua. Nadie habló. Nadie se movió mientras el légamo marrón aparecía en la bruma matinal, espesa como un bol de gachas.

Permanecieron inmóviles y observaron en silencio mientras la proa hendía un agua que parecía atacada por una plaga, con la superficie de un color siena tostado. El efecto era el de la piel leprosa.

Giordino, que estaba al timón, con un puro apagado entre los dientes, redujo la velocidad mientras Dodge se afanaba en recoger muestras y analizar la composición química.

Durante la larga noche, Pitt había aprovechado para conocer más a fondo a Renée y Dodge. La mujer se había criado en Florida y se había convertido en una experta buceadora antes de llegar a la adolescencia. Apasionada por la vida submarina, se había licenciado en biología marina. Unos pocos meses antes de que la enviaran alPoco Bonito había pasado por un divorcio que le había dejado cicatrices. Lejos de su casa durante meses por razones de trabajo, un día había regresado de las islas Salomón y se había encontrado con que el amor de su vida se había marchado para irse a vivir con otra mujer. Los hombres, afirmaba, habían dejado de ser una prioridad para ella.

Pitt inició una campaña para hacerla reír y aprovechó todas las oportunidades para tirar algún comentario divertido.

Pero su esfuerzo era completamente inútil cuando se trataba de Dodge. Hombre taciturno, con treinta años de feliz matrimonio, cinco hijos y cuatro nietos, llevaba trabajando en la NUMA desde su fundación. Licenciado en química, se había especializado en la polución del agua. Tras la muerte de su esposa un año antes, había solicitado dejar el laboratorio de la NUMA para realizar trabajo de campo. De vez en cuando esbozaba una débil sonrisa al escuchar las ocurrencias de Pitt, pero nunca se reía.

A su alrededor, el sol naciente alumbraba la superficie del mar cubierta por una gruesa capa de légamo marrón. Tenía la consistencia del aceite, pero era mucho más denso, y aplanaba el agua. No se veía ni una sola ondulación mientras Giordino pilotaba el Poco Bonito a una velocidad de diez nudos.

Después de librarse del atentado en Bluefields y escapar por los pelos del ataque del yate pirata, la tensión a bordo había ido aumentando en el transcurso de la noche hasta convertirse en algo casi palpable. Pitt y Renée habían recogido varios cubos de légamo y lo habían trasvasado a recipientes herméticos para futuros análisis en los laboratorios de la NUMA en Washington. También recogieron ejemplares muertos de diversas criaturas marinas que flotaban en la superficie, para que Renée los analizara.

Entonces se escuchó el grito de Giordino desde la timonera, acompañado por los animados gestos típicos de su sangre italiana.

– ¡Mirad a proa por el lado de babor! ¡Algo está ocurriendo en el agua!

Todos miraron en aquella dirección. Había un movimiento en el agua como si fuesen los coletazos de una gigantesca ballena agonizante. Permanecieron inmóviles como estatuas mientras Giordino viraba doce grados para dirigirse hacia la turbulencia.