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– ¿Qué crees que harán con él? -preguntó Dirk.

Pitt enarcó las cejas, sin entender la pregunta.

– ¿Harán con qué?

– El Pisces .

– La decisión de rescatarlo o no depende del almirante Sandecker. Llevar una grúa flotante al arrecife de coral puede resultar un imposible. Aunque se pudiera hacer, levantar sesenta y cinco toneladas de peso muerto desde el fondo de un cañón costaría una fortuna. Lo más probable es que el almirante lo dé por perdido.

– Me habría gustado estar presente cuando tú y Al arrastrasteis las sogas atadas a los cables de amarre del hotel hasta el Sea Sprite .

– Dudo mucho que cualquiera de los dos se vuelva a ofrecer voluntario para intentarlo de nuevo -respondió Pitt con una sonrisa.

Esta vez fue Dirk quien sonrió.

– No te creo.

Pitt se volvió para apoyar la espalda contra la borda.

– ¿Tú y Summer estáis recuperados del todo?

– Pasamos con sobresaliente las pruebas de equilibrio y sensibilidad comparativa, y no hay ningún indicio de efectos secundarios.

– A veces aparecen síntomas al cabo de días o semanas. Será mejor que os lo toméis con un poco de calma durante un tiempo. Para que no os aburráis, os encomendaré un trabajo.

Dirk miró a su padre con una expresión desconfiada.

– ¿Qué clase de trabajo?

– Llamaré a Julien Perlmutter y le diré que le haréis una visita. A ver si entre todos podéis encontrar algo referente a esos objetos antiguos que encontrasteis en el banco de la Natividad.

– Lo que debemos hacer es ir allí y continuar investigando en la caverna.

– Eso también se puede arreglar -le aseguró Pitt-. Todo a su tiempo. No hay una fecha límite.

– ¿Qué me dices del légamo marrón que está acabando con la vida marina en el banco? -insistió Dirk-. Es algo que no se puede retrasar.

– Otra expedición de la NUMA, con otra tripulación y otro barco, se encargará de estudiar el tema.

Dirk se volvió para mirar más allá del puerto los edificios iluminados.

– Me gustaría que pudiéramos pasar más tiempo juntos -comentó con tono nostálgico.

– ¿Qué te parece irnos de pesca a los lagos del norte de Canadá? -propuso Pitt.

– Una idea excelente.

– Lo hablaré con Sandecker. Después de lo que hemos hecho en los últimos días, no creo que nos niegue un descanso.

Giordino y Summer se reunieron con ellos junto a la borda. Todos respondían a los saludos que les dedicaban desde los barcos anclados por un trabajo bien hecho. El Sea Sprite pasó por el último recodo del canal, y apareció a la vista el muelle de la NUMA. Tal como temía Pitt, estaba abarrotado de furgonetas de la televisión y reporteros.

Barnum dirigió la maniobra de atraque, lanzaron los cables de amarre y los sujetaron a los norayes. Luego bajaron la pasarela. El almirante James Sandecker subió al barco como un zorro que persigue a una gallina. En realidad tenía algo de zorro con el rostro afilado, los cabellos rojos y la barba estilo van Dyke. Rudi Gu

Barnum saludó a Sandecker cuando pisó la cubierta.

– Bienvenido a bordo, almirante. No esperaba verlo aquí.

Sandecker abarcó con un gesto el muelle y la multitud de representantes de los medios.

– ¡No me perdería esto ni por todo el oro del mundo! -Estrechó vigorosamente la mano de Barnum-. Un excelente trabajo, capitán. Toda la NUMA está orgullosa de usted y de su tripulación.

– Fue un trabajo en equipo -dijo Barnum, modestamente-. Si no hubiese sido por el heroísmo de Pitt y Giordino, que se ocuparon de llevar los cables de amarre, el Ocean Wanderer se habría estrellado contra las rocas.





Sandecker vio a Pitt y Giordino y se acercó a la pareja.

– Vaya, por lo visto no hay manera de evitar que ustedes dos se metan en problemas -afirmó con fastidio.

Pitt tenía claro que era el mejor elogio que podía hacerle el almirante.

– Digamos que fue una suerte que, cuando llamó Heidi Lisherness desde nuestro Centro de Huracanes en Key West y nos informó de la situación, estuviéramos trabajando en un proyecto frente a las costas de Puerto Rico.

– Doy gracias a Dios de que pudierais volar hasta la zona a tiempo para evitar una terrible catástrofe -manifestó Gu

– La fortuna tuvo mucho que ver -señaló Giordino humildemente.

Dirk y Summer se acercaron a saludar a Sandecker.

– Por lo que se ve, están recuperados del todo -comentó el almirante.

– Si papá y Al no nos hubiesen sacado del Pisces -respondió Summer-, ahora no estaríamos aquí para contarlo.

La sonrisa de Sandecker parecía cínica, pero en sus ojos brillaba el orgullo.

– Sí, por lo que parece el trabajo de los bienhechores nunca se acaba.

– Eso me lleva a plantear una petición -dijo Pitt.

– Petición denegada -exclamo Sandecker, que le había adivinado la intención-. Podrán solicitar unas vacaciones en cuanto acaben con el próximo proyecto.

Giordino miró al almirante con una expresión agria.

– Eres un viejo malvado -opinó.

– Recojan sus cosas -añadió Sandecker sin hacer caso del comentario-. Rudi los trasladará hasta el aeropuerto. Hay un avión de la NUMA que os llevará a Washington. Tiene la cabina presurizada, así que Dirk y Summer no tendrán complicaciones con la reciente descompresión. Nos encontraremos en mi despacho mañana al mediodía.

– Espero que el avión tenga camas, porque será nuestra única oportunidad de dormir un poco -manifestó Giordino.

– ¿Volará usted con nosotros, almirante? -preguntó Summer.

– ¿Yo? -En el rostro de Sandecker apareció una sonrisa zorruna-. No, iré en otro avión. -Señaló a los reporteros-. Alguien tiene que sacrificarse en el altar de los medios.

Giordino sacó del bolsillo un puro que se parecía muy sospechosamente a los de Sandecker. Miró al almirante con expresión socarrona mientras lo encendía.

– Asegúrese de que escriban nuestros nombres correctamente.

Heidi Lisherness miraba sin ver los monitores donde aparecían los últimos coletazos del huracán Lizzie. Después de virar hacia el sudeste y castigar a los barcos que navegaban por el mar de las Antillas, había golpeado la costa este de Nicaragua entre Puerto Cabezas y Punta Gorda. Afortunadamente, ya había perdido la mitad de la fuerza y eran pocos los pobladores que vivían en la zona. Lizzie recorrió otros ochenta kilómetros de marismas antes de desaparecer del todo. En su estela había hundido dieciocho barcos con todas sus tripulaciones, había acabado con las vidas de tres mil personas, y otras diez mil habían sufrido heridas o habían perdido sus casas.

Solo podía imaginarse el número de muertos y las pérdidas que se hubieran producido de no haber avisado del peligro en cuanto Lizzie comenzó a formarse. Continuaba sentada allí, inclinada sobre la mesa cubierta de fotos, informes y un sinfín de vasos de café, cuando su marido Harley entró en el despacho, que parecía haber sufrido también las consecuencias del paso del huracán. Al personal de limpieza le esperaba una dura faena.

– Heidi -dijo, mientras apoyaba cariñosamente una mano en el hombro de su esposa.

Heidi lo miró con los ojos enrojecidos.

– Oh, Harley, me alegra que hayas venido.

– Vamos, chica, has hecho un gran trabajo. Ahora es el momento de dejar que te lleve a casa.

Heidi se levantó lentamente y se apoyó en su marido mientras caminaban por los despachos del Centro de Huracanes. Cuando llegó a la puerta se volvió para echar una última mirada. Se fijó en el cartel que alguien había colgado en la pared:

SI CONOCIERAS A LIZZIE COMO NOSOTROS LA CONOCEMOS, OH, OH, OH, VAYA TORMENTA.

Sonrió para sus adentros y apagó las luces, y la enorme sala del Centro de Huracanes quedó a oscuras.