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Louise se bañaba por las tardes. El estado de Harriet era ya tan grave que procurábamos encontrarnos siempre lo bastante cerca de ella para poder oírla. Alguno de los dos tenía que mantenerse en las proximidades de la habitación. El dolor se presentaba cada vez con más frecuencia. Louise llamaba cada tres días para hacer consultas al hospital, donde tenían la responsabilidad última de la evolución de Harriet. La segunda semana de julio enviarían a un médico para que la examinase. Yo me encontraba en el vestíbulo cambiando una bombilla mientras Louise hablaba con ellos. Ante mi sorpresa, la oí decir que no era necesario que enviasen a nadie, puesto que su padre era médico.

Yo cogía el bote periódicamente para ir a la farmacia a comprar más analgésicos para Harriet. Un día, Louise me pidió que le llevase unas cuantas postales. No le importaba de qué tipo. De modo que compré un montón de postales y de sellos y, cuando Harriet dormía, ella les escribía a sus amigos del bosque. De vez en cuando trabajaba también en la redacción de una carta que, según empecé a comprender, sería muy larga. Pero no quiso revelarme a quién iba dirigida. Nunca dejaba nada encima de la mesa, sino que, cuando terminaba, se llevaba todos los papeles a la caravana.

Le advertí que era muy probable que Jansson leyese todas y cada una de las postales que le entregase para que las enviara.

– ¿Por qué iba a hacer tal cosa?

– Porque es curioso.

– Yo creo que respetará mis postales.

Y no volvimos a hablar del asunto. Cada vez que Jansson atracaba en el embarcadero, ella le daba las últimas postales escritas. Él se las guardaba en la saca sin mirarlas siquiera.

Y tampoco se quejaba ya de ningún achaque. El verano en que Harriet murió en mi casa, Jansson pareció quedar liberado de todas sus dolencias imaginarias.

Puesto que Louise era la encargada de cuidar a Harriet, yo hacía la comida. Desde luego que Harriet era la protagonista, pero Louise gobernaba la casa como si fuese el capitán de un buque. Y yo no tenía nada que objetar.

Los días calurosos eran una tortura para Harriet. Así que fui a comprar otro ventilador, que no mejoró mucho la situación. Llamé varias veces a Hans Lundman para preguntarle por los pronósticos de los meteorólogos de la guardia costera.

– Estamos sufriendo una extraña ola de calor que no se comporta como es habitual. Las altas presiones suelen venir de algún punto para desplazarse hacia otro, aunque lo hagan de forma tan lenta que apenas si lo notamos. Pero esto es insólito. Este anticiclón no se mueve lo más mínimo. Los historiadores del clima aseguran que se trata del mismo tipo de ola de calor que azotó Suecia el caluroso verano de 1955.

Yo recordaba aquel verano. Tenía entonces dieciocho años y dedicaba la mayor parte de mi tiempo a navegar a vela en el barco de mi abuelo. Fue un verano de desasosiego al ritmo del retumbar de la pulsión adolescente. Me había tendido desnudo sobre las ardientes rocas a soñar con mujeres. Las más hermosas de mis maestras deambulaban por mi mundo imaginario, sustituyéndose mutuamente como mis amantes.

Hacía ya casi cincuenta años.

– Debéis de tener un pronóstico -insistí-. ¿Cuándo remitirá el calor?

– Por ahora, el anticiclón es estable. En los campos ya se han producido autoigniciones. Y se declaran incendios en islas donde no se conocían.

De modo que seguimos viviendo con aquel calor. De vez en cuando, una bandada de oscuras nubes surgía en el horizonte de tierra firme y nos llegaban atronadoras tormentas desde el interior. A veces se interrumpía el suministro eléctrico, pero mi abuelo había dedicado muchos e interminables días a construir un ingenioso sistema de reconducción de los rayos que protegía tanto la casa como el cobertizo.

La primera vez que comprendimos que se acercaba la tormenta, la noche de uno de los días más calurosos, Louise me habló de su miedo. Habíamos consumido la mayor parte de las bebidas que habíamos comprado para la fiesta. Tan sólo quedaba media botella de coñac. Y ella se sirvió una copa.

– No creas que finjo -me advirtió-. Te digo de verdad que siento un miedo atroz.

Después, tomó la copa y se sentó bajo la mesa de la cocina. La oía gritar cada vez que caía un rayo seguido del trueno. Cuando pasó la tormenta, salió de su escondite con la copa vacía y la cara pálida.

– No sé por qué será -confesó-. No existe ninguna otra cosa que me asuste tanto como la luz de los rayos y el retumbar de los truenos.

– ¿Pintó Caravaggio alguna tormenta? -le pregunté.

– Seguro que les tenía tanto miedo como yo. Lo cierto es que solía pintar aquello que le infundía temor, pero, que yo sepa, nunca plasmó en el lienzo una tormenta.

La lluvia que seguía a las tormentas refrescaba la tierra y también a los que la habitábamos. Cuando pasaba el temporal, era yo quien solía entrar a ver a Harriet. Aunque antes me iba afuera para ver si había salido el arco iris. Harriet yacía con la cabeza en alto para mitigar los dolores que se irradiaban desde la columna. Me senté en la silla que había junto a la cama y tomé su mano, menuda y fría.

– ¿Sigue lloviendo?

– No, ya ha parado. Desde las montañas discurren hacia el mar canalillos de aguas furiosas.

– ¿Ha salido el arco iris?

– No, esta tarde no.

Harriet guardó silencio un instante.

– No he visto al gato -dijo al fin.





– Ya no está. Lo hemos buscado, pero no lo encontramos.

– Pues entonces estará muerto. Los gatos se esconden cuando notan que les ha llegado la hora. Hay gente de ciertas tribus que hace lo mismo. Los demás nos aferramos todo el tiempo posible a quienes esperan que nos muramos de una vez.

– Yo no estoy esperando tal cosa.

– Por supuesto que sí. Quien acompaña a alguien cuya muerte está próxima, alguien que sufre una enfermedad incurable, no puede hacer otra cosa que esperar. Y la espera nos vuelve impacientes.

Hablaba entrecortadamente, como si estuviese subiendo una escalera interminable y tuviese que detenerse a menudo para recobrar el aliento. Muy despacio, extendió la mano en busca del vaso de agua. Se lo di y le sujeté la cabeza mientras bebía.

– Te agradezco que me recibieras en tu casa -me dijo-. Podría haberme congelado de frío ahí fuera, en el hielo. Podrías haber fingido que no me habías visto.

– El hecho de que te abandonara una vez no significa que sea capaz de hacerlo una vez más.

Ella negó con la cabeza, moviéndola de forma casi imperceptible.

– Tanto como has mentido, y ni siquiera has aprendido a hacerlo bien. La mayor parte de lo que uno dice debe ajustarse a la verdad. De lo contrario, la mentira resulta imposible de manejar. Sabes tan bien como yo que habrías sido capaz de abandonarme una segunda vez. ¿Has abandonado a alguien más?

Reflexioné antes de responder. Quería que lo que iba a decir fuese verdad.

– Sí, a una persona -respondí.

– ¿Cómo se llamaba esa otra?

– No fue a una mujer. Sino a mí mismo.

Ella meneó la cabeza despacio.

– Ya no tiene sentido seguir dándole vueltas a lo mismo. De nuestras vidas se hizo lo que se hizo. Pronto habré muerto. Tú vivirás un tiempo aún. Después, también desaparecerás. Y entonces se borrarán las huellas. La luz centellea un instante entre dos oscuridades inmensas.

Extendió la mano, esta vez para aferrarse a mi muñeca. Sentí su pulso acelerado.

– Quiero decirte algo que seguramente ya sospechas. Jamás he amado a un hombre como te amé a ti. Por eso te busqué, para reencontrarme con ese amor. Para devolverte la hija que te había arrebatado. Pero, ante todo, porque quería morir cerca del hombre al que siempre había amado. Tampoco he odiado a nadie como te odié a ti. Pero el odio duele y yo ya tengo bastante dolor. El amor es un alivio, un remanso, tal vez incluso una seguridad que le resta horror al encuentro con la muerte. No hagas ningún comentario sobre lo que acabo de decirte. Sólo créeme. Y dile a Louise que venga. Me estoy dando cuenta de que me he mojado.

Fui a buscar a Louise, que se encontraba sentada en la escalera.

– Esto es muy hermoso -dijo-. Casi como en el corazón del bosque.

– A mí me da miedo la espesura del bosque -respondí-. Siempre me ha aterrado la idea de perderme si me alejaba demasiado del sendero.

– Tú tienes miedo de ti mismo. De nada más. Lo mismo que yo. O que Harriet, o que la maravillosa y joven Andrea. O que Caravaggio. Tenemos miedo de nosotros mismos y de lo que de nosotros vemos en los demás.

Entró en la habitación de Harriet para cambiarle el pañal. Yo me senté en el banco, bajo el manzano, justo al lado de la tumba del perro. En la distancia, se oía el sordo ronroneo del motor de un gran buque. ¿Tal vez la marina ya había iniciado sus maniobras habituales de otoño?

Harriet me había dicho que jamás había amado a nadie como a mí. Y eso me alteró el ánimo. No me lo esperaba. Era como si, finalmente, viese con claridad lo que para los dos había implicado mi traición hacia ella.

Yo la traicioné porque temía ser traicionado. Mi miedo a atarme, a sentimientos tan intensos que no podía controlarlos, me hizo alejarme. Ignoraba por qué había sido así. Pero yo sabía que no estaba solo. Que vivía en un mundo lleno de hombres que sufrían mi mismo miedo.

Había intentado verme a mí mismo en la figura de mi padre. Pero su miedo era otro. Él jamás había dudado en mostrar el amor que sentía por mi madre o por mí mismo, por más que mi madre no fue una persona con la que resultase fácil convivir.

Tenía que comprender todo aquello, me dije. «Antes de morir, tengo que saber por qué he vivido. Aún me queda algún tiempo. Y debo emplearlo bien.»

Sentí un enorme agotamiento repentino. La puerta de la habitación estaba entreabierta. Subí la escalera. Ya tumbado en la cama, encendí la lámpara de la mesita. En la pared, junto a la cama, hubo siempre unas cartas marinas que mi abuelo había encontrado en la playa. Están dañadas por el agua y son difíciles de descifrar. Pero representan Scapa Flow, cerca de las islas Orcadas, donde la flota inglesa constituyó su base durante la primera guerra mundial. En numerosas ocasiones he seguido con la mirada las angostas vías marítimas de Pentland Firth, recreando la imagen de las naves inglesas y sus avanzadillas, temerosas de descubrir el periscopio de un submarino alemán en la bocana de los puertos.

Me dormí con la lámpara encendida. Hacia las dos me despertaron los gritos de Harriet. Me cubrí los oídos con las manos y aguardé hasta que los analgésicos le hubiesen hecho efecto.