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Después, yo pronuncié un discurso. Nada que hubiese preparado de antemano, no. Al menos, yo no era consciente de haber formulado aquellas palabras cuando me levanté para que todos las oyesen. Hablé de la sencillez y del exceso. Sobre la perfección, que tal vez no existiese, pero que tal vez pudiese intuirse durante una noche de verano en compañía de buenos amigos. El verano sueco es caprichoso, nunca demasiado largo. Pero su belleza podía llegar a ser ensordecedora, como la de aquella noche.

– Vosotros sois mis amigos -declaré-. Sois mis amigos y mi familia y yo me he comportado como un príncipe mezquino al no permitiros entrar en mis dominios. Os agradezco la paciencia que me habéis mostrado, temo lo que hayáis podido pensar de mí y deseo que ésta no sea la última vez que nos veamos en estas circunstancias.

Bebimos. Una leve brisa nocturna se fundió con el follaje de los robles y rozó las llamas de las velas llevándose el humo que ascendía de las bengalas.

Jansson se puso en pie, después de dar unos toquecitos sonoros en su copa. Vaciló, pero se mantuvo erguido. No dijo nada. Y, de pronto, empezó a cantar. Con la voz de barítono más limpia que imaginarse pueda, entonó el Ave María de un modo que me hizo estremecer. Creo que todos experimentaron la misma sensación. Hans y Romana se mostraron tan perplejos como yo. Nadie parecía saber que Jansson tuviese una voz tan poderosa. Y los ojos se me anegaron de lágrimas. Allí estaba Jansson, con todas aquellas dolencias suyas imaginarias y su traje, que tan estrecho le quedaba, cantando como si un dios hubiese venido a sentarse entre nosotros en la noche estival. Sólo él podía explicar por qué había ocultado su talento.

De tal modo cantó, que hasta los pájaros callaron. Andrea escuchaba boquiabierta. Fue un momento grandioso, casi como un hechizo. Cuando Jansson terminó y volvió a sentarse, todos quedamos mudos. Hasta que Hans rompió el silencio con las únicas palabras que cabía pronunciar.

– ¡Ha sido increíble!

Jansson recibió un aluvión de preguntas. Qué bien cantaba. ¿Cómo no lo había hecho nunca antes? Pero Jansson no contestó. Y tampoco quiso volver a cantar.

– Ha sido mi discurso de agradecimiento -nos explicó-. Con un canto. Desearía que esta noche no terminase nunca.

Seguimos bebiendo y comiendo. Harriet había dejado su batuta y ahora la conversación iba a trompicones. Todos estábamos ebrios; Louise y Andrea se retiraron discretamente hacia el cobertizo y la caravana. A Hans se le ocurrió que Romana y él tenían que bailar, y se apartaron también, saltando y trotando en un baile que, según Jansson, pretendía ser un Rheinländer, para luego aparecer por la esquina, desde detrás de la casa, en algo que más se asemejaba a un hambo .

Harriet disfrutaba. Creo que hubo instantes de aquella noche en que no sintió ningún dolor, ni pensó en que no tardaría en morir. Yo serví más vino y un chupito para cada uno, salvo para Andrea. Jansson fue tambaleándose hasta los arbustos para orinar. Hans y Romana echaban un pulso con los dedos y, de mi aparato de radio, se oía una música que yo creí identificar como alguna onírica pieza de piano de Schuma

– Fue mejor así -dijo ella de pronto.

– ¿A qué te refieres?

– Tú y yo no habríamos podido vivir juntos. Al final me habría cansado de tu constante espionaje y de tu hurgar en mis papeles. Era como tenerte dentro de mi propia piel. Me producías picazón. Como te amaba, no me molestaba demasiado. Creía que se pasaría. Y así fue. Pero no antes de que te hubieses marchado.

Alzó la copa y me miró a los ojos.

– Tú nunca has sido una buena persona -me recriminó-. Siempre has rehuido las responsabilidades que te correspondía asumir. Y nunca serás una buena persona. Pero puede que llegues a ser mejor. Procura no perder a Louise. Cuídala y ella te cuidará a ti.

– Deberías habérmelo dicho. Tantos años teniendo una hija, sin saberlo…

– Por supuesto que debí habértelo dicho. Y tienes razón, de haberlo querido de verdad, te habría encontrado. Pero estaba tan enfadada. Fue mi modo de vengarme, quedarme con tu hija para mí sola. Ahora recibo el castigo por lo que hice.

– ¿Qué castigo?

– El arrepentimiento.

Jansson apareció trastabillando y fue a sentarse frente a Harriet, sin importarle que estuviésemos manteniendo una conversación privada.

– Creo que eres una mujer excepcional -dijo con la voz empañada-. Una mujer totalmente excepcional, por sentarte en mi hidrocóptero sin vacilar lo más mínimo y aventurarte a cruzar el hielo.

– Fue toda una experiencia -respondió Harriet-. Pero es una excursión que no me gustaría repetir.

Me levanté y subí a la cima de la montaña. Desde el otro lado de la casa las voces me llegaban como tintineos y gritos difusos. Me pareció poder ver a mi abuela abajo, en el banco, junto al manzano; y al abuelo, tal vez subiendo por el sendero desde el cobertizo.

Fue una noche en que los muertos y los vivos podían celebrar una fiesta juntos. Fue una noche para los que aún tenían mucha vida por delante y para quienes, como Harriet, se encontraban muy cerca del límite invisible, aguardando ya la embarcación que los llevaría a la otra orilla.

Una embarcación en la que ella había viajado cuando vino con la caravana en el barco de Jansson. Ahora ya sólo le quedaba el último tramo.

Bajé al embarcadero. La puerta de la caravana estaba abierta. La rodeé y miré discretamente por la ventana. Andrea estaba probándose la ropa de Louise, haciendo equilibrio sobre sus altos tacones, un par de zapatos de color azul claro y luciendo un extraño vestido de brillantes lentejuelas.

Me senté en el banco. De pronto, recordé la noche del solsticio de invierno. Aquella noche, sentado en la cocina, pensé que mi vida nunca cambiaría. Y ahora, seis meses después, nada era como antes. Ahora, el solsticio de verano nos llevaba de nuevo a la oscuridad. En la distancia oí las voces que llenaban mi, por lo general, tan silenciosa isla. La risa chillona de Romana y, de repente, también la voz de Harriet sobreponiéndose a la muerte y al dolor y pidiendo a gritos más vino.

¡Más vino! Sonaba como un grito de guerra. Harriet había movilizado sus últimas fuerzas para afrontar la batalla final. Fui a la casa y descorché las dos botellas que nos quedaban. Cuando salí, Jansson abrazaba a Romana en una danza mimosa, semiinconsciente. Hans había ido a sentarse al lado de Harriet. Le sostenía la mano, o tal vez fuese al revés, y ella escuchaba mientras él intentaba explicarle, con gran esfuerzo y menos éxito, cómo alumbraban los faros de las vías marítimas para garantizar la navegación incluso a velocidades muy altas. Louise y Andrea aparecieron de entre las sombras. Nadie, salvo Harriet, se percató de lo hermosa que estaba Andrea ataviada con las imaginativas creaciones de Louise. Aún llevaba los zapatos de color azul claro. Louise vio que me quedaba mirando los pies de Andrea.





– Me los hizo Giaconelli -me susurró al oído-. Pero se los he regalado a esta joven, que encierra en su alma tanto amor, que nadie se atreve a tomarlo. Un ángel debe calzar zapatos de color azul claro creados por un maestro.

La noche se prolongaba y avanzó poco a poco hacia una fase onírica en la que ya no recuerdo con claridad qué hicimos ni qué dijimos. Pero en un momento en que yo fui a orinar, vi a Jansson sentado en la escalera de entrada a la casa, llorando en el regazo de Romana. Hans bailaba un vals con Andrea, Harriet y Louise se susurraban confidencias al oído y el sol surgía discreto de las aguas del mar.

Cuando, a las cuatro de la madrugada, emprendimos la senda que descendía hasta el embarcadero, formábamos un séquito tambaleante. Harriet iba detrás, con el andador y Hans, dócil, tras ella. Nos despedimos en el embarcadero, soltamos los cabos y vimos partir los botes.

Justo antes de que Andrea subiese a bordo del barco con sus zapatos celestes en la mano, se me acercó y me abrazó con esos brazos suyos escuálidos y marcados de picaduras de mosquito.

La sensación de aquel abrazo, de tener el cuerpo envuelto en una cálida membrana, me duró mucho después de que los barcos hubiesen desaparecido detrás del cabo.

– Voy a acompañar a Harriet a la casa -dijo Louise-. Tendré que lavarla bien. Será más fácil si lo hacemos a solas. Si estás cansado, puedes acostarte en la caravana.

– Iré quitando los platos.

– Eso podemos dejarlo para mañana.

Las vi tomar la pendiente hacia la casa. Harriet se sentía muy cansada y apenas tenía fuerzas para mantenerse en pie, pese a que iba apoyada en el andador y también en su hija.

«Es mi familia», me dije. «Una familia que he empezado a tener cuando ya era demasiado tarde.»

Me dormí en el banco y me desperté cuando noté que Louise me rozaba el hombro.

– Ya se ha dormido. También nosotros debemos dormir.

El sol se veía ya alto en el horizonte. Me dolía la cabeza y tenía la boca reseca.

– ¿Crees que está contenta? -le pregunté.

– Eso espero.

– ¿No te ha dicho nada?

– Estaba casi inconsciente cuando la tumbé en la cama.

Subimos a la casa. El gato, que llevaba casi toda la noche desaparecido, se había tumbado en el sofá de la cocina. Louise me tomó la mano.

– Me pregunto quién eres -aseguró de pronto-. Tal vez un día lo averigüe. Pero la fiesta ha sido un éxito. Y me han gustado tus amigos.

Extendió el colchón en el suelo. Y yo subí a mi habitación y me tumbé en la cama, sin quitarme nada, salvo los zapatos.

En mis sueños oí graznar a las gaviotas y las golondrinas de mar. Se acercaban cada vez más mientras volaban y, súbitamente, enfilaban sus picos precipitándose a toda velocidad contra mi rostro.

Cuando desperté, comprendí que los gritos venían de la planta baja. Era Harriet, que volvía a gritar de dolor.

La gran fiesta había tocado a su fin.

5

Una semana después desapareció el gato. Pese a que Louise y yo lo buscamos en cada grieta de la isla, el gato no aparecía y siguió sin aparecer. Durante los días de búsqueda, pensé a menudo en el perro. Él habría encontrado al gato enseguida. Pero el perro estaba muerto y comprendí que lo más probable era que el gato hubiese corrido la misma suerte. Vivía en una isla llena de animales muertos, con una moribunda que sufría sus últimos días de padecimientos junto a un hormiguero que, poco a poco, iba apoderándose de cuanto había en la habitación.

El gato no volvió. Y el calor de pleno verano pesaba sobre mi isla. Navegué hasta tierra en mi bote para comprar un ventilador, que colocamos en la habitación de Harriet. Por las noches dejábamos las ventanas abiertas. Los mosquitos bailaban estrellándose contra las viejas mosquiteras que una vez fabricara mi abuelo. Incluso había escrito la fecha, con un lápiz de carpintero, en uno de los laterales del marco: 1936. Pese al frío del comienzo, empecé a creer que la prolongada ola de calor del mes de julio convertiría aquel verano en uno de los más calurosos de mi vida en la isla.