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Desde luego que hicimos lo que ella quería. Nos dirigimos a la costa. El paisaje era el mismo por todas partes, las mismas casas aisladas con sus antenas parabólicas y sus jardines vacíos.

Ya entrada la tarde, Harriet me dijo que no podía más. Nos detuvimos en un hotel de Delsbo. La habitación era pequeña y polvorienta. Harriet se tomó sus pastillas y sus analgésicos y se durmió exhausta. Tal vez bebiese algo sin que yo lo notara. Salí a buscar una farmacia y compré la revista farmacéutica PatientFASS. Después, me senté en una pastelería y me apliqué a leer sobre los medicamentos de Harriet.

Me resultaba irreal encontrarme en la pastelería, con un café y unas pastas sobre la mesa, rodeado de niños que gritaban para atraer la atención de sus madres, absortas en la lectura de alguna revista, intentando comprender lo enferma que estaba Harriet. A medida que pasaban las horas me iba dando cuenta de que estaba de visita en un mundo que había perdido durante los años vividos en la isla de mis abuelos. Durante doce años había negado la realidad de una existencia fuera de las playas y los acantilados que me rodeaban, un mundo que, de hecho, me atañía. Me había convertido en un eremita que no sabía lo que sucedía fuera de la cueva en que se escondía.

Pero en la pastelería de Delsbo comprendí que no podía seguir viviendo esa vida. Desde luego que regresaría a mí isla, no tenía otro lugar al que acudir, pero nada volvería a ser como antes. En el instante en que descubrí la negra sombra en el hielo, una puerta se cerró tras de mí, para nunca más abrirse.

Había comprado en un quiosco una postal que representaba un jardín vallado completamente cubierto de nieve. Se la envié a Jansson.

Le pedía en ella que les diese de comer a los animales. Nada más.

Cuando volví, Harriet estaba despierta. Movió la cabeza con desaprobación al ver la revista farmacéutica.

– Hoy no quiero hablar de mis miserias.

Bajamos para cenar en el bar de al lado.

«Vivimos en la era de la comida precocinada, en la era de la grasa», pensé mientras contemplaba los humeantes fogones. Harriet no tardó en apartar el plato asegurando que no podía comer un solo bocado más. Intenté convencerla de que tomase un poco más, pero ¿por qué hice tal cosa? Un moribundo no come más de lo que necesita para lo poco que le queda de vida.

Enseguida volvimos a nuestra habitación. Las paredes estaban desnudas. En una habitación contigua oímos a dos personas que hablaban, alzando y bajando la voz. Tanto Harriet como yo intentamos entender lo que decían, pero sin lograrlo.

– ¿Te sigue gustando escuchar a hurtadillas?

– En mi isla no hay ningún tipo de conversaciones que puedan escucharse a hurtadillas.

– Siempre escuchabas mientras yo hablaba por teléfono, aunque fingías desinterés mientras hojeabas algún libro o un periódico. Así intentabas ocultar tu curiosidad. ¿Lo recuerdas?

Me indigné. Pero claro que tenía razón. Yo siempre escuchaba a escondidas, desde que tuve oportunidad de oír las susurrantes y angustiosas conversaciones que mantenían mis padres. Me escondía tras puertas entreabiertas para escuchar lo que decían mis colegas, los pacientes, las conversaciones íntimas de las gentes en los cafés o en los metros. Aprendí que la mayoría de esas conversaciones contenían pequeños atisbos de mentiras, apenas perceptibles. «¿Fue siempre así?», me preguntaba. «¿Necesitaban acaso las conversaciones de la gente de imperceptibles anomalías mendaces para que pudiesen conducir a algo?»

La charla en la habitación de al lado cesó. Harriet estaba cansada. Se tumbó y cerró los ojos.

Yo me puse el chaquetón y salí al pueblo desierto. Por todas partes se reflejaban las luces azules que se filtraban por las ventanas. Motocicletas solitarias, un coche a demasiada velocidad, después, de nuevo el silencio. Harriet quería que yo conociese a su hija. Me preguntaba por qué. ¿Sería para demostrarme que se las había arreglado bien sin mí, que había tenido el hijo que no se me había concedido a mí? Una sensación de pesadumbre me invadió mientras caminaba en la tarde invernal.

Me detuve junto a una pista de hielo iluminada donde unos jóvenes jugaban al bandy con una pelota roja. Sentí cercana mi juventud. El sordo sonido de los patines cortando el hielo, los palos al golpear la pelota, los gritos aislados, alguno que otro que se caía para volver a levantarse enseguida… Así lo recordaba yo, aunque jamás tuve un palo de bandy entre las manos, pues siempre me tocó jugar en una pista de hockey, donde sospecho que el juego era más doloroso que el que yo veía desarrollarse ahora ante mis ojos.

«Levantarte inmediatamente cuando te caías.»

Ésa era la regla de oro aprendida en las heladas pistas de hockey de la niñez. Y seguiría teniendo vigencia en la vida que me esperaba.

Levantarte siempre de inmediato cuando te caes. Nunca quedarte en el suelo. Pero eso era precisamente lo que yo había hecho. Me había quedado tumbado en el suelo cuando cometí aquel gran error.





Observé el juego y, tras un instante, descubrí a un niño muy pequeño, el más bajito de todos y, además, gordo, o quizá sólo llevase más ropa de la cuenta. Pero era el mejor. Aceleraba más que los demás, dirigía la bola con su palo sin mirarla siquiera, hacía un amago, como el rayo, y terminaba colocándose siempre en posición para recibir un pase. Y me di cuenta de que todos los jugadores eran conscientes de que él era el mejor con diferencia. Un niño pequeño y regordete que patinaba más rápido que los demás. Intenté verme a mí mismo como uno de los jugadores que había en la pista. ¿Cuál de ellos habría sido yo, con mi palo de hockey, mucho más pesado que los suyos? Desde luego, no aquel pequeño tan rápido, con tanto talento para el juego. Yo habría sido uno de los otros, uno del montón, del que podrían prescindir en cualquier momento para sustituirlo por otro del montón.

«Nunca quedarse en el suelo sin necesidad.»

Yo hice lo que no se debía hacer.

Regresé al hotel. No había recepcionista de guardia por la noche; la puerta se abría con la llave de la habitación. Harriet estaba acostada y tapada con el edredón. En su mesilla de noche vi una de las botellas de aguardiente.

– Creía que te habías marchado -confesó-. Voy a dormirme. Me he tomado un trago y un somnífero.

Harriet se dio la vuelta. Pronto estaría dormida. Con sumo cuidado le tomé el pulso poniéndole la mano en la muñeca. Setenta y ocho pulsaciones por minuto. Me senté en una silla, encendí el televisor y me puse a ver las noticias con el volumen al mínimo, de modo que ni siquiera mi aguzado oído de curioso entendía lo que se decía. Las imágenes parecían las mismas de siempre. Gente sangrando, muriendo de hambre, torturada. Y luego la larga hilera de hombres elegantemente vestidos que pronunciaban interminables discursos, sin piedad, siempre sonrientes y arrogantes. Apagué el televisor y me acosté encima de la colcha. Antes de dormirme, pensé en la joven policía de rubios cabellos.

A la una del día siguiente llegamos cerca de Hudiksvall. Había dejado de nevar y no había hielo en la carretera. Harriet señaló un cartel en el que se leía Rångevallen. Era una mala carretera, muy transitada por grandes máquinas de las que se utilizan en el bosque. Volvimos a girar, ahora para tomar una carretera de un solo sentido. El bosque era espesísimo. Me pregunté qué clase de persona sería la hija de Harriet para poder vivir sola en el corazón del bosque. Eso era lo único que le había preguntado durante el viaje, si Louise tenía marido e hijos. Pero me dijo que no. Aquí y allá aparecían pilas de vigas de madera amontonadas. El camino me recordó al que nos había llevado a la casa de Sara Larsson.

Cuando se abrió el bosque vi varios edificios en ruinas y varios jardines. Había allí, además, una caravana con una amplia tienda de campaña anexa.

– Hemos llegado -anunció Harriet-. Ahí es donde vive mi hija.

– ¿En la caravana?

– ¿Acaso ves alguna otra casa que no se haya venido abajo?

Le ayudé a salir del coche y saqué el andador. De lo que parecía haber sido una caseta de perro se oía el ruido de un motor. No podía ser otra cosa que un generador. En el techo de la caravana había una antena parabólica. Las vistas desde el otro lado de la caravana eran muy hermosas. Nos quedamos allí unos minutos, pero no sucedió nada. Yo añoraba intensamente regresar a mi isla.

Entonces se abrió la puerta de la caravana y vimos salir a una mujer.

Llevaba un albornoz de color rosa y zapatos de tacón. Pensé que no resultaba fácil determinar su edad. Sostenía en la mano una baraja de cartas.

– Ésta es mi hija -dijo Harriet.

Después empezó a caminar con el andador en dirección a la mujer, que intentaba guardar el equilibrio sobre la nieve con los zapatos de tacón.

Yo me quedé donde estaba.

– Éste es tu padre -le dijo Harriet a su hija.

La nieve podía respirarse. Pensé en Jansson y deseé que hubiese podido venir a recogerme en su hidrocóptero.