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La idea me aterró. En el último control médico que me había hecho detectaron que el índice de HbAlc estaba un tanto alto. Todos los demás valores metabólicos eran normales. Pero un ataque al corazón puede deberse a causas ocultas. Puede azotarnos de forma inesperada, como si una bomba suicida estallase en alguna de las cámaras del corazón.

A mi edad, no es nada inusual que la gente se mate quitando nieve. Mueren de muerte repentina y casi humillante con una pequeña pala entre los dedos engarrotados.

Me llevó largo rato retirar toda la nieve para abrir un camino hasta el centro de la laguna. Acabé sudoroso, con la espalda y los brazos doloridos, cuando por fin llegué al objetivo. Los gases del tubo de escape quedaban suspendidos en el aire como una nube detrás del coche. El silencio era absoluto. Ni un solo pájaro, ningún movimiento surgía de los mudos árboles.

Deseé poder verme a mí mismo desde cierta distancia. Oculto entre los árboles, escondido, un observador que se contempla a sí mismo.

Cuando volví al coche, pensé que pronto todo habría pasado.

Dejaría a Harriet donde ella me indicase que deseaba despedirse de mí. Lo único que sabía era que vivía en Estocolmo, pero no dónde exactamente. Podría volver a mi isla. Decidí que le enviaría una postal a Jansson durante el camino de regreso. Jamás pensé que algún día le escribiría. Pero ahora lo necesitaba. Compraría una tarjeta postal con una fotografía de los bosques interminables, preferentemente una donde los árboles apareciesen cubiertos de nieve. Dibujaría una cruz en medio de los árboles y escribiría: «Estoy aquí. Volveré pronto. Dales de comer a mis animales».

Harriet ya había salido del coche y tenía su andador. Recorrimos juntos el camino que yo había preparado. Tuve la sensación de que formábamos parte de una procesión camino de un altar.

Me pregunté qué estaría pensando. Harriet miró a su alrededor, buscando algo de vida entre los árboles. Pero todo estaba en silencio salvo el sordo ronroneo del motor del coche.

– El hielo siempre me ha dado miedo -dijo de pronto.

– Y, aun así, ¿te atreviste a llegar hasta mi isla?

– Que me dé miedo no significa que no me atreva a oponerme a lo que me asusta.

– Aquí el fondo no está congelado -repliqué-. Pero casi. El hielo tiene varios metros de grosor. Soportaría el peso de un elefante, llegado el caso.

Ella se echó a reír.

– ¿No sería extraordinario? Un elefante en medio del hielo, sólo para tranquilizarme. Un elefante sagrado para redimir a quienes temen que el hielo sea demasiado delgado.

Llegamos al centro de la laguna.

– Creo que puedo imaginármela cuando no hay hielo.

– Cuando más hermosa está es cuando llueve -expliqué-. Me pregunto si hay algo capaz de superar la apacible lluvia estival sueca. Otros países tienen edificios imponentes o cimas vertiginosas y terribles acantilados. Nosotros tenemos la lluvia estival.

– Y el silencio.

Callamos durante un rato. Yo intentaba comprender el significado del hecho de que hubiésemos llegado hasta aquí. Se había cumplido una promesa, con muchos años de retraso. Eso era todo. Ahí terminaba nuestro viaje. Ahora sólo quedaba el epílogo, una serie de kilómetros a lo largo de carreteras heladas, en dirección al sur.

– Jamás comprendí el porqué -dijo Harriet-. ¿Por qué querías traerme precisamente aquí?

– Y ahora, ¿lo comprendes?

– Puede que sí. Me figuro que esto es muy hermoso en verano.

Harriet me miró.

– ¿Habías estado aquí antes, desde que me dejaste? ¿Has estado aquí con otra persona?

– Ni siquiera se me pasó por la cabeza.

– ¿Por qué me abandonaste?

La pregunta me azotó con una fuerza imprevista. Vi que volvía a estar indignada, que golpeaba con los nudillos el manillar del andador.

– Me expusiste a un dolor infernal -aseguró-. Me vi obligada a invertir tantas fuerzas en olvidarte… Y jamás lo logré. Y ahora que por fin me veo aquí, sobre tu laguna, me arrepiento de haberte buscado. ¿Qué me había creído? Ya no lo sé. Pronto moriré. ¿Por qué habría de dedicar mi tiempo a hurgar en viejas heridas? ¿Por qué estoy aquí?

Nos mantuvimos en silencio durante un minuto, no más. Silencio, miradas que no se cruzan. Después hizo girar el andador y empezó a desandar lo andado. Yo me rezagué unos segundos, antes de seguir sus pasos. Pronto se acabaría todo. La excursión tocaba a su fin.

En la nieve había algo que yo no vi mientras despejaba el camino para Harriet. Era un objeto negro. Entrecerré los ojos sin lograr distinguir de qué se trataba. ¿Un animal muerto? ¿Una piedra? Harriet no reparó en que yo me había detenido. Salí del camino y me adentré en la nieve para acercarme al objeto.

Tenía que haber comprendido el peligro. Mi intuición y mis conocimientos sobre el hielo y su carácter caprichoso deberían haberme alertado. Caí en la cuenta demasiado tarde de que lo negro era el hielo mismo. Sabía que, por diversas razones, una zona de la banquisa podía quedar extremadamente delgada pese a que el hielo hubiese adquirido un grosor considerable a su alrededor. Apenas si logré detenerme a tiempo y dar un paso atrás. Pero ya era demasiado tarde. El hielo se rajó y yo me hundí. El agua me llegaba hasta la barbilla. Debería haber estado acostumbrado al repentino choque con el agua helada gracias a mis baños invernales. Pero esto era distinto. No estaba preparado, no había perforado el agujero yo mismo. Lancé un grito. Harriet no se dio la vuelta ni me vio en el agujero hasta que grité por segunda vez. El frío había empezado a paralizarme, me quemaba el pecho mientras yo, con movimientos convulsos, inspiraba hasta el interior de los pulmones aquel aire helador y, desesperado, buscaba bajo mis pies un fondo inexistente. Agarré con las manos el borde de hielo, pero tenía los dedos engarrotados.

Grité aterrado ante la proximidad de la muerte. Después, Harriet me contó que había tenido la sensación de oír el grito de un animal.

Pensé que era la persona menos indicada para ayudarme a salir de allí. Puesto que apenas podía sostenerse a sí misma.

Pero me sorprendió. Tanto como se sorprendió a sí misma al verse cruzando el hielo. Avanzó con su andador hasta donde yo me encontraba, moviéndose todo lo rápido que podía. Luego se tumbó en el hielo después de haber volcado el andador, que fue empujando hacia el borde del hielo de modo que yo pudiese agarrarme a una de las ruedas. No sé cómo conseguí subir. Ella debió de tirar con los brazos al tiempo que se arrastraba hacia atrás sobre la nieve. Una vez fuera, eché a andar trastabillando y arrastrándome en dirección al coche. Oía su voz a mi espalda, aunque no sabía qué me decía. Sin embargo, tenía la certeza de que si me detenía y caía desplomado sobre la nieve, ya no tendría fuerzas para levantarme. No había estado en el agua más que unos minutos, pero casi fue suficiente para matarme. No recuerdo el trecho recorrido entre el agujero y el coche. No vi nada, quizá caminaba con los ojos cerrados para evitar ver la distancia que aún me quedaba hasta el vehículo. Cuando pegué la cara al maletero, sólo tenía una idea en la cabeza: quitarme la ropa mojada y envolverme en la manta que había en el asiento trasero. Tampoco recuerdo cómo lo hice. Flotaba a mi alrededor un fuerte olor a gas cuando logré quitarme la última prenda y envolverme en la manta. A partir de ahí, no recuerdo qué pasó.

Cuando desperté, ella me abrazaba y estaba tan desnuda como yo.





En lo más hondo de mi conciencia, el frío se había transformado en una sensación de estar ardiendo. Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue el cabello y la nuca de Harriet. Poco a poco, recuperé el recuerdo.

Estaba vivo. Harriet se había desnudado y me abrazaba también bajo la manta para calentarme.

Notó que estaba despertando.

– ¿Tienes frío? Podías haber muerto.

– El hielo se abrió bajo mis pies, nada más.

– Creí que era un animal. Jamás te había oído gritar así.

– ¿Cuánto tiempo ha pasado?

– Una hora.

– ¿Tanto?

Cerré los ojos. Sentía mi cuerpo incandescente.

– No quería que murieras por que yo viese la laguna -aseguró ella.

Ya había pasado. Dos viejos, desnudos en el asiento trasero de un viejo coche. Habíamos estado hablando de lo que solía suceder antiguamente, y quizá también en nuestros días, en los asientos traseros de viejos coches aparcados en solitarios caminos de madereros. La gente hacía el amor y se liberaba imprecando. Pero nosotros dos, que juntos sumábamos ciento treinta y cinco años, sólo nos aferrábamos el uno al otro, uno por haber sobrevivido, el otro por no haber sido abandonado solo en el bosque.

Tras una hora más, aproximadamente, se pasó al asiento delantero y se vistió.

– Resultaba más fácil cuando era joven -admitió-. A una vieja sin agilidad como yo le cuesta vestirse dentro de un coche.

Sacó ropa para mí de la mochila que tenía en el maletero. Antes de ponérmela la calenté sujetándola un rato delante del volante, por donde salía el calor del motor. A través de la ventanilla vi que había empezado a nevar. Me preocupé ante la idea de que la nieve se amontonase y nos impidiese salir a la carretera nacional.

Me vestí tan aprisa como pude, con torpeza, como si hubiese estado ebrio.

Cuando dejamos la laguna, nevaba intensamente. Pero el camino aún no estaba intransitable.

Regresamos a la pensión. En esta ocasión, fue Harriet quien salió con el andador para comprar la pizza que constituyó nuestra cena.

Compartimos una de sus botellas de coñac.

Lo último que vi antes de dormirme fue su rostro.

Estaba muy cerca. Tal vez sonreía. Espero que así fuese.

10

Cuando me desperté al día siguiente, Harriet estaba sentada con el mapa abierto. Me dolía todo el cuerpo, como si hubiese participado en una pelea. Me preguntó cómo me encontraba y le contesté que bien.

– Los intereses -dijo con una sonrisa.

– ¿Los intereses?

– De la promesa. Después de tantos años.

– ¿Y qué me pides?

– Que des un rodeo.

Señaló en el mapa el punto en que nos encontrábamos. En lugar de hacia el sur, deslizó su dedo hacia el este, hacia la costa y Hälsingland. Cerca de Hudiksvall detuvo el dedo.

– Allí.

– ¿Y qué te espera allí?

– Mi hija. Quiero que la conozcas. Nos llevará un día más, quizá dos.

– ¿Por qué vive allí?

– ¿Por qué vives tú en la isla aquella?